Florencio se apoya en una escena de La insoportable levedad del ser para recordar. En la novela de Milan Kundera, los protagonistas conversan de noche en una calle de la Praga recapturada por los soviéticos. No hablan de nada serio; es una charla cotidiana, de lo que les pasa como pareja. De pronto, escuchan unos pasos y se callan. Quedan en silencio un rato. “Realmente me hace acordar a esa época”, reflexiona Florencio Morales, estudiante de la Universidad de Buenos Aires durante la última dictadura militar.

Victoria Solís no olvida ese silencio: “No conversaba con nadie. En la facultad no hablábamos entre nosotros a no ser del clima”. La misma sensación es compartida por Alicia Gutiérrez, que mientras rebotaba de casa en casa en Rosario “muy de vez en cuando tenía contacto con alguien”.

Los relatos de Florencio, Victoria y Alicia son historias sobre un silencio que afortunadamente ya está roto, el testimonio de una generación de estudiantes universitarios cuya voz fue desgarrada por la persecución, la tortura y la desaparición. Son, también, tres experiencias de cómo se coló entre los claustros de las universidades nacionales de Córdoba (UNC), Rosario (UNR) y Buenos Aires (UBA), el horror del último gobierno militar.

Escondido en mi país

“¿Y si es de los servicios?”. La pregunta resonaba en la cabeza de Florencio Morales cada vez que conocía a un compañero nuevo. Con el decanato convertido literalmente en un “búnker” –en el hall por el que se llegaba a la oficina había montañas hechas con bolsas de arena–, la actividad política prohibida y la facultad intervenida desde hacía dos años, la confianza no era un valor que se soltase con facilidad.

Florencio había llegado a la Universidad de Buenos Aires en 1974. Luego de haber cursado dos años de la carrera de Medicina en Córdoba, se trasladó a Capital Federal para continuar sus estudios en la UBA. “Me encontré con una Facultad de Medicina muy politizada. A mí, que a pesar de no militar tenía una posición política ya definida, me parecía muy bien”, recuerda.

En septiembre de ese año, Alberto Ottalagano, abogado, escritor y filonazi confeso, fue declarado interventor de la universidad y con él esa efervescencia política que había sorprendido a Florencio fue arrancada de raíz de la casa de estudios.

“El día de la intervención yo estaba cursando a la vuelta, en un edificio anexo, sobre la calle Uriburu. Me enteré por la radio y cuando fui ya estaba todo cerrado”, relata el médico neurólogo y agrega que a partir de allí comienza “el período más oscuro”.

Según Florencio, la intervención inaugura una experiencia que se profundiza e intensifica a partir de marzo de 1976, con el golpe militar, signada por la sensación de “sentirse un blanco móvil” por el hecho de ser joven, independientemente de la participación política que se tuviese.

En su familia, los antecedentes de “problemas políticos” con otras dictaduras contribuyeron a robustecer el dispositivo de silencio que el partido militar imponía a fuerza de detenciones, torturas y desapariciones.

“Eso lo convirtió en un período muy oscuro: el hecho de no confiar en un solo compañero o compañera. Desde mi familia me decían que no hable nada en la facultad”, recuerda Florencio. Tras perder más de un año debido a las irregularidades de la intervención, asegura que cuando retomó, meses después del golpe, los militares “ya habían hecho lo que hicieron”.

Luego de concluir sus estudios y tras terminar el servicio militar que había postergado para finalizar la carrera, Florencio viajó como soldado médico a Puerto Argentino durante la Guerra de Malvinas. Allí fue testigo de cómo superiores “que se hacían los grandes militares frente a personas desarmadas” se escapaban al enfrentarse a un enemigo armado.

“Cuando volví de Malvinas me encontré con otro país. Ya se vislumbraba que todo se caía como un castillo de naipes. Seguían haciendo cosas, pero todo era distinto. A partir del 82 yo hablé hasta por los codos”, describe el excombatiente.

Florencio, que además de neurólogo es músico, esgrime otra cita, esta vez musical, para calificar cómo fue vivir durante los años que duró el golpe: “Como dice el disco de Mercedes Sosa, era como estar 'escondido en mi país'; como vivir en la clandestinidad sin tener una militancia que obligara a uno a vivir en la clandestinidad”.

Volver a vivir

En la mesa del comedor, la montaña de armas crecía y crecía. Era el domingo de Pascuas de 1975. Victoria Solís cree que ella puede haber aparecido en la libreta de alguien. De cualquier modo, el operativo fue espantoso. Ellos estaban de civil y rompieron todo lo que encontraron en la casa, hasta que se la llevaron en el piso de un Falcon. Victoria estudiaba Arquitectura en la Universidad Nacional de Córdoba. Ya hacía semanas que sentía un nudo en el estómago cada vez que iba a la facultad: las noticias escalaban en su espanto, día a día.

Victoria era coordinadora de uno de los talleres que mantenía la facultad como parte de la experiencia de enseñanza paradigmática que funcionó entre 1970 y 1975 en la UNC, llamada “Taller Total”. Una modalidad pedagógica que modificaba la relación y la división de roles tradicional entre docentes, estudiantes y usuarios.

El compromiso social, en la provincia del Cordobazo, de Agustín Tosco y de Atilio López, entre otros, era un componente imprescindible para quienes participaban de las prácticas del taller: las asambleas, debates y charlas acerca del derecho a la vivienda eran constantes. Por eso, tal vez, eran tildados de zurdos para los miembros de la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), a cuyos ojos la regla “T” o un rollo de papel colgando junto a la mochila infundían sospechas que normalmente desembocaban en un control, aunque más no sea para revisar antecedentes.

Victoria apareció una semana después, tras una intensa búsqueda por parte de su familia.

A la altura de julio de ese año allanaron nuevamente su casa. “Esos sí parecían militares”, señala. El 22 de diciembre, también del 75, volvieron a su casa a las dos de la madrugada. La subieron a un auto, la amenazaron con matarla y la soltaron a unas cuadras diciéndole que corriera. Bajó despacio. “Pensé que no contaba el cuento”, confiesa.

“Llegué a mi casa y con mi familia decidimos que lo mejor era que me fuera. No había racionalidad de ningún tipo en lo que podían hacer estas personas. Uno se manejaba con la lógica de lo legal, de 'si yo no hago nada no me va a pasar nada' y ellos quebraban ese código”, explica Victoria, quien tras ese episodio estuvo un mes de viaje y luego se trasladó a Buenos Aires, en febrero de 1976.

Allí pasó casi un año sin hacer nada. Para ese entonces, ya había perdido a compañeros, docentes y entrañables amigos que habían sido desaparecidos o asesinados. Un día se animó a pedir su certificado de buena conducta en el departamento de policía para poder retomar sus estudios en la UBA. “Era una loca, lo pienso retrospectivamente y me digo '¿cómo me metí ahí?', pero me lo dieron”, recuerda.

“En Buenos Aires, vivía en el ostracismo más absoluto. No conversaba con nadie. En la universidad no hablábamos entre nosotros a no ser del tiempo”, comenta y agrega: “A la facultad entrábamos por un subsuelo. En ese sótano había unos sucuchos destinados a ser baños, azulejados de blanco. Nos hacían hacer dos filas, una de varones y otra de mujeres. Aleatoriamente sacaban a un pibe o una piba y lo llevaban a esos boxes. Te hacían desnudar. Algunos volvían a clase, otros no”.

Victoria pudo recibirse de arquitecta en 1986. Tres años antes, había dejado a su hijo con sus suegros para ir a festejar el regreso a la democracia con su marido: “Teníamos mucha emoción. Ahí apareció el siluetazo; la gente se tiraba al suelo y otro pintaba el contorno con un aerosol. Era traer a la memoria a los desaparecidos. Ahí empezó otra vida. Ahí empezó la vida”, remarca.

Hasta que nos vayamos

Se veía venir: algunos de sus compañeros opinaban que lo mejor era que se dé sin más. “Cuanto peor, mejor”, decían. Muchos, con los que ella coincidía, presumían que no iba a traer nada positivo. Pero a otros, Alicia Gutiérrez ni siquiera les hablaba. Sospechaba que eran infiltrados de la Triple A.

El 24 de marzo, cuando se inició el golpe, ella estaba sentada en el jardín que está delante de la Facultad de Ciencias Médicas de la UNR. Alguien pasa y le da la noticia. Una información que instantáneamente recorrió todo su cuerpo hasta convertirlo en el depósito de una desazón sin límites y de una inquietud a la que los años le darían la razón. “Ninguno pudo prever la magnitud que tendría”, dice.

Tanto Alicia como su hermana Ana María estudiaban Odontología en la Universidad Nacional de Rosario. Ella había empezado en el 69 y había visto cómo la dictadura de Onganía “agarraba de los palos y se llevaba detenidos” a los estudiantes del resto de las facultades.

“Me causaba muchísima indignación. De ahí creo que salió mi decisión de militar”, analiza la actual directora general de Derechos Humanos de Rosario. Las hermanas comenzaron a participar en la Juventud Peronista y Alicia se convirtió en la primera mujer presidenta del Centro de Estudiantes, en 1973.

Los y las jóvenes se reunían en el bar del subsuelo de la facultad, donde integrantes de diferentes agrupaciones pasaban en algún momento del día a tomar algo en el café atendido por los propios militantes, muchos de los cuales hoy permanecen desaparecidos.

A partir del año siguiente el panorama se torna aciago. Las amenazas se replican en todo el ámbito universitario, sus compañeras del bar empiezan a desaparecer o son brutalmente acribilladas y en el portero eléctrico de las Gutiérrez suena la voz de ‘el alemán’: “Policía Federal, ¡abran!”.

“Era alguien de la policía. Le decían ‘el alemán’. Dijo que tenían que allanar. Por supuesto, no tenía orden ni nada. Revolvieron todo”, cuenta Alicia. Poco después, comienzan a llegar las cartas. Papeles blancos con tres “A” grandes y negras. Les daban 24 horas para irse de Rosario.

Las chicas salieron de su departamento y ahí se inaugura un frenético derrotero entre casas prestadas, incertidumbre y silencio, durante el cual “muy de vez en cuando” tuvieron contacto con alguien.

El 20 de junio de 1976, Alicia y su hermana pactan un encuentro con la pareja de Ana. Él debía entrar a una Iglesia y ellas esperarlo. “Entró y nunca salió”, cuenta Alicia. Aguardaron unas horas y se fueron.

A su hermana la asesinaron brutalmente poco después. Primero la llevaron al Servicio de Informaciones, el mayor centro ilegal de secuestro de Rosario, y luego la acribillaron junto a una compañera, montando en la calle la escena de un falso enfrentamiento.

Por ese entonces, Alicia comienza un exilio interno dentro del país junto a su pareja. Una de sus paradas fue Córdoba. Un día, a finales de febrero, ella empieza a sentirse muy mal. Sus ocho meses de embarazo y el calor de las sierras cordobesas no se llevaban bien. Decide no ir a la cita a la que debían acudir juntos. Él va y no vuelve. Desaparece. Según pudo reconstruir su familia, habría sido arrojado desde un avión Hércules a la Bahía de Samborombón junto a otros compañeros.

Si Alicia consiguió salir de Argentina, fue gracias a su suegro, quien investigó posibles rutas de escape y eligió una a la altura de Paso de los Libres. Mientras ella cruzaba la frontera caminando, él la esperaba del otro lado, en un taxi, junto a su mamá y a su bebé.

El exilio duró ocho años. Estuvo en Brasil y luego en Francia. Volvió y logró recibirse de Odontóloga. Su militancia en el área de Derechos Humanos fue incansable. Retomó su participación en política, esta vez por fuera del peronismo, y se ha presentado como querellante en varios juicios de lesa humanidad. Su hijo, Eduardo Toniolli, hoy es diputado.

A 46 años del día en que sentada en el jardín de la facultad sintió “una desazón y una inquietud enorme” al enterarse del golpe, cree que “muchos de los argentinos más jóvenes desconocen lo que pasó”.

“Nunca nadie hizo justicia por mano propia y eso creo que es un mérito muy importante. Acá en Rosario no quedan más ni madres ni abuelas. Nosotros seguiremos en el camino de encontrar juicio y castigo hasta que nos vayamos”, promete.