El delfín respira voluntariamente. Sus dos hemisferios cerebrales duermen por turnos. Uno siempre permanece despierto para no ahogarse o para protegerse de sus depredadores. Si se duerme completamente muere o lo matan.

 

Disqué un número que ya no recuerdo. Silvia atendió con una voz que sí recuerdo. Había elegido entre dos teléfonos. Opté, aún no sé por qué ni importa, por el suyo. Le dije que necesitaba verla; que me enfermaba cada quince días; que no podía manejar mi angustia. Hubo un silencio y un ajá gutural reconocible para siempre y me dio una cita en la calle Frontera 24, en San Ángel, en el sur del Distrito Federal mexicano. Llegué a su casa caminando desde la mía en el corazón de Coyoacán, zigzagueando por las callecitas estrechas del Costado del Atrio de San Francisco y la ancha Miguel Ángel de Quevedo. Me detuve en la placita de San Ángel para comer un elote con crema, humeante, que se elevó de la olla de la seño rechoncha y morena que me lo vendió. Cuando llegó la hora, toqué el timbre y atendió una mucama mestiza como todo lo que cruzaba nuestro mundo entonces. Esperé en un espacio amplio, con ángeles de madera tallada, colgados en las paredes, un jardín añoso detrás de los ventanales, sillones de estilo, y un inconfundible olor a jazmín mientras un Cocker Spaniel negro llamado Pericles me olfateaba dándome la bienvenida como si él fuera el portero de un territorio atravesado por los colores del sincretismo mexica, modelado por retablos coloniales e imágenes del muralismo. Minutos más tarde, abriste la puerta de tu consultorio. Sobre un diván color indefinido, entre gris y beige, colgaba el cuadro de Las Tejedoras de Raúl Soldi. Te sentaste en un sillón hamaca de madera preciosa. Tenías pecas intensas, ojos marrones, el pelo virado a una rara mezcla de dorado y castaño rojizo, recogido y tirante, y un vestido negro, casual. Tu acento era inconfundiblemente porteño.

--Soy periodista y me llamo Laura. Mejor dicho: me dicen Laura.

Acomodaste tu pollera con un gesto mecánico.

--¿Se llama o le dicen?

--Hace años que otros me dicen Laura. Pero no me llamo así. Aunque ahora no sé. Tal vez también soy Laura, Laura Avellaneda, como el personaje de La tregua.

--¿Y por qué de La tregua?

--Porque el exilio es una especie de tregua.

Debí sentir desconfianza o miedo, o ambos.

--¿Puedo contarle todo?

--¿Qué es todo?

--Todo sobre la vida y la muerte.

 

No siempre se llamó Laura Avellaneda pero fue ella quien sintió el aliento mortal de aquel invierno del setenta y siete cuando perdidas las esperanzas de la revolución sólo quedaban los escombros del miedo. Los recuerdos de Laura son precisos: un arma y una granada, muro de contención para una jauría, enterradas a tiempo en las afueras de Buenos Aires; un vuelo que partió desde el Aeroparque Jorge Newbery a las siete de una madrugada lluviosa; los ojos metálicos de un gendarme sobre unos documentos falsos; la tierra roja de Misiones sobre ese río desmesurado que la atraviesa; y el miedo indeleble arropado por una bruma metafísica que cubría cualquier paso, cualquier travesía; y la fantasía de ser descubierta en esa frontera del norte: correría hacia el río Iguazú; tendría apenas segundos para quitarse ropa y zapatos pesadamente invernales; unos diez minutos para nadar a la otra orilla o para desaparecer acribillada o devorada por pirañas. Entonces, la bruma se disipó: hubo un gesto de “pase” y una marcha lenta hacia la lancha, y una visión roja del horizonte que no se disipó hasta que escuchó la contundencia de un sello y una voz: Seora, benvida a Brasil. Laura tenía, entonces, veintiocho años, la edad suficiente para haber vivido una vida y comenzar a vivir otra. Pero la secuencia del comienzo de su exilio presenta el problema de toda secuencia: un orden formal para aquella razón desesperada de huir de lo que se ama y de lo que se teme. Lo cierto es que atravesó la aduana de Foz do Iguazú con la decisión de llegar a Río de Janeiro. No estaba sola: sin hablarles, había viajado con un grupo de compañeros que tenía el mismo destino: Ana, embarazada de siete meses, Nina y Toshi; Pablo y Adriana con su hijo Martín de dos años. Recién en los galpones de la terminal de ómnibus de Foz, cuando se sentían a salvo pero en estado de alerta porque allí también gobernaba otro dictador, Laura se acercó a cada uno del grupo como si contara los sobrevivientes después de una batalla. Allí estaban, irremediablemente fugitivos. Apenas horas antes, habían enterrado los libros y otras armas prohibidas en un pozo debajo de un placar, envueltos en plástico negro para que la humedad no los destrozara. En seis meses se suponía que volverían. La última noche en Buenos Aires habían hecho un asado. Laura les adelantó algunos planes: en Río de Janeiro nos esperan para seguir viaje a Europa. No podemos quedarnos en Brasil. Hay patotas del régimen buscándonos. Tendremos que asilarnos o salir con pasaportes falsos desde allí. Después, comenzaron a hacer las valijas, intercambiaron documentos y plata y se quedaron en silencio mirando el cielo del otoño, renegrido, brillante, con una inquietud sólo parecida al momento denso de un adiós. Laura miró la Cruz del Sur, esa estrella solitaria que buscaría inútilmente en otros cielos. Durmieron vestidos, acostados sobre algunas páginas de diarios viejos, velando las únicas armas que tenían. Tal vez porque olían el miedo a las incursiones nocturnas de los asesinos, los perros no ladraron esa noche. Laura se levantó antes del amanecer. Había leído las últimas páginas de Cien años de soledad mientras tomaba un café recalentado y tuvo tiempo de pensar que la prosa de García Márquez, como la de Marx, indicaba que habían disfrutado de buen sexo. Como si constatara un equívoco fatal después de sumergirse en el infierno críptico de Materialismo y Empiriocriticismo, pensó que, definitivamente, Lenin había fracasado. Cuando ascendieron al ómnibus que los llevaba a Río de Janeiro, Laura contó cuarenta pasajeros. La mitad eran fugitivos: lo supo en el momento en que varios patrulleros brasileños hicieron un control de rutina en la ruta: la tensión estaqueaba cada pasajero a su asiento. Si eso era así, si esa multitud huía a la misma hora de un día cualquiera en la misma dirección, entonces estaba ocurriendo un cataclismo que arrasaba vidas y bienes. Claro que ésa era una percepción invisible a los ojos de miles. Porque la marea de fuego y sangre no se veía y, sin embargo, allí estaba. ¿Cuánto tiempo debería pasar para que las cenizas aullaran?