Todo bien con “Smoke on the Water”, sin dudas poseedora de uno de los riffs más famosos del mundo. Pero por popularísimo, muchas veces ha funcionado como un árbol que tapa un bosque. Y el bosque es, precisamente, el disco que lo contiene: Machine Head, obra cumbre, poderosa y magistral de Deep Purple de cuya edición original se cumplen hoy viernes cincuenta años. Oro en polvo para la historia del rock universal, claro. Siete temas. Cuatro del lado A y tres del B. Uno mejor que el otro, al comando de cinco tipos que juntos eran dinamita: Ian Paice en la batería, Jon Lord en los teclados, Ritchie Blackmore en la guitarra, Ian Gillan en la voz y Roger Glover en el bajo. Tremendo. Tremendos.
Por esos días los Purple estaban buscando la senda, prendiendo mecha. Claro que en las antípodas de bandas hermanas de sangre como Black Sabbath o Led Zeppelin, el origen había sido para ellos algo esquivo, bastante infructuoso e indefinido. Un tanto psicodélico, apenas hard con pizcas pop, y otro tanto aromado por aires de música clásica, anduvo el rumbo de la banda en sus primeros tiempos. Shades of Deep Purple fue una dispar primera muestra -aunque ya mostraban ciertas garras a través de “Mandrake Root” y “Hush”-; The Book of Taliesyn, el segundo, tenía a “Kentucky Woman”, presagiando levemente un destino posible, en sintonía con el epónimo tercer disco.
Hubo que esperar tres puntos de inflexión, entonces, para que explotara la dinamita sónica. Que el irascible Blackmore se cansara del tibio Rod Evans y fuera en busca de una nueva voz, que llegaría desde las cuerdas vocales Gillan. Que con él se integrara Glover, compañero de Ian en Episode Six, en lugar de Nick Simper, y que la formación clásica de Purple, recién conformada, le diera a Lord el gusto de sacar un singular disco de música clásica y rock junto a la Royal Philarmonic Orchestra dirigida por Malcolm Arnold (Concerto for Group and Orchestra) para, luego sí, dejar todo listo para la detonación.
Tras el simple “Black Night”, y dos muy buenos discos que maceraban la mutación (In Rock y Fireball), se hizo la maravilla en esta tierra: Machine Head, algo así como Cabeza de máquina. Por suerte no era el nombre lo que importaba, claro. Tampoco esa tapa rara que, a diferencia de la originalidad de la de In Rock, mostraba cinco caras deformadas ante un espejo, inspiradas en una psicodelia medio en retirada. No era eso de las formas lo que venía a mostrar el mejor Purple de todas las épocas. Era música. Nada más y nada menos que música, fruto de una alquimia pocas veces hallada en la historia del rock. Un guitarrista egocéntrico, soberbio y genial, más un tecladista inspirado, incendiario, que se sacaba sus ganas clásicas componiendo obras para ballet o partituras para músicas de película -El último rebelde, por caso-, y le quedaba camino despejado para rockearla a gusto. Rockearla junto a Blackmore, junto a la sólida base oriunda de Episode Six; y junto a un Gillan, cuya voz aguda y potente estaba dando la vuelta al mundo gracias a su participación en la ópera rock Jesucristo Superstar.
Grabado en apenas dos semanas, en diciembre de 1971, y publicado el 25 de marzo de 1972, Machine Head hizo tronar el escarmiento en el planeta rock. El famoso incendio en el casino de Montreux, donde la banda tenía pensado realizar las sesiones de grabación, provocado por una bengala que salió desde el público durante un show de Frank Zappa –el que dio origen a “Smoke…", dado el humo que se veía sobre el lago Leman-, los había obligado a conseguir otro lugar para grabar: un viejo hotel casi vacío. “Solo había una vieja sorda allí. Cerramos un pasillo, le pusimos colchones adentro y construimos un pequeño estudio. Era muy fácil y relajado porque podíamos grabar cuando quisiéramos, no teníamos que preocuparnos por los horarios.”, diría Lord, apenas concluida la grabación, sobre la inesperada estadía en el "Grand Hotel”. El lugar, más el estudio móvil de los Rolling Stones que Purple había alquilado para revisar tomas, registros y mezclas, y que terminó ubicando en la entrada del hotel, fueron los espacios físicos y sonoros que vieron nacer a la criatura.
En el pasillo principal del Grand Hotel, precisamente, se ubicaron los sets de grabación en que se gestó cada uno de los temas. A saber: la salvaje y rutera “Highway Star”, y su hermoso y melodioso paisaje intermedio, estribillo incluido. La estoica dureza marca rockwell de “Maybe I'm Leo”. La bellísima “Pictures of Home”, uno de los mejores temas del mundo –inspirado en paisajes invernales de la bella Montreux- en que se luce cada instrumento a la altura de sus ejecutantes. Las integrales “Never Before” y “Space Truckin'”. “Smoke on the Water”, claro. Y “Lazy”, otro de los mejores temas del mundo, sostenido por un denso crescendo a cargo de Lord y su órgano, de los más formidables que se le hayan escuchado al género, sumado a la armónica de Gillan, los cristalinos solos de Blackmore y Glover, y ese swing colectivo totalmente embriagador, que hicieron de este tema un lujo emocional, combustible -en el sentido que se quiera- para cuerpo y alma.
Tan excelente fue Machine Head que al cabo logró congeniar lo que pocas veces pasa: música de culto y éxito comercial, dados los primeros puestos que la placa obtuvo en Francia, Alemania, Canadá, Australia e Inglaterra; y la descomunal gira por Japón durante agosto de 1972, que originó la ratificación en vivo de cuatro de aquellos temas por entonces de estreno: “Highway Star”, “Smoke on the Water”, “Lazy” y “Space Truckin”. Nacida junto a ellos, pero publicada como outtake de lujo años después, la adrenalínica balada “When a blind man cries”, completó el tono, el tenor de una de las más grandes y redondas obras del rock.
Después sí, lo que quieran. El inmejorable riff de “Smoke on the Water", la impronta extramusical que rodeó la grabación y que le dio una mística especial, el estudio móvil de los Stones inaccesible bajo la nieve invernal de la brava Suiza, el incendio del casino, o el humo sobre el agua del Leman. Pero lo más profundo –jamás hay que perder el detalle— siempre fue la música.
No las letras, la música.