Antes de que Kanye West se postulara a la Presidencia de los Estados Unidos, que rompiera en llanto en la TV imaginando la posibilidad de su propio aborto, o que le arrebatara el micrófono a Taylor Swift en el escenario mientras aceptaba un premio. Antes de que se casara –y divorciara– con la millonaria Kim Kardashian, usara la gorra roja pro-Trump, o se hicieran públicos sus problemas de salud mental y sus colapsos quedaran en cámara. Antes de su extraordinaria consigna: “Odio ser bipolar, es fantástico” y antes de que se convirtiera en uno de los personajes más odiados y más exitosos de todos los tiempos... Bueno, ¿realmente existe un antes de todo eso? Es difícil pensarlo porque cuesta imaginar que alguna vez en la vida Kanye West fue algo menos que una estrella.

Algo de ese periplo es lo que retoma Jeen-yuhs: A Kanye Trilogy un documental improbable de tres partes, casi cinco horas, filmado durante 20 años, con 267 horas de material nunca visto y comprado por Netflix en 30 millones de dólares. En esta empresa desbordada y excesiva, a la manera del mismo personaje, el documental confirma que Kanye West no es necesariamente un hombre contradictorio: siempre fue genial y siempre estuvo loco. Lo que hizo por el hip-hop contemporáneo en esa monumental obra suya –que terminó vendiendo más de 100 millones de discos, otorgándole 22 Grammys y convirtiéndolo en el rapero con quien hasta Paul McCartney quiso cantar– colinda desde siempre con su megalomanía boba y la violencia de su vida pública y personal.

Es más, este podría ser cualquier documental sobre una estrella y tiene todo para serlo: el auge, la polémica, la caída aparatosa e incluso los discos cristianos después del colapso (Kanye tiene dos). Lo que no es tan común, lo que tiene a los fans –del hip-hop, seguro, pero de las historias en general también– pegados a la pantalla de esta serie documental, es que pocos recuerdan que Ye –se cambió legalmente el nombre el año pasado– alguna vez fue un chico nacido en Atlanta y crecido en la clase media baja de Chicago, más o menos rechazado por los raperos, que lo valoraban como su beatmaker pero no pensaban que podía ser un MC, que se hizo a la auténtica manera del sueño americano podrido –something from nothing, ya lo dijo su colega Ice-T– y que todo, todo eso quedó en video, en una cámara casera, gracias al tesón de otro loco como él.

DESDE ZERO

El documental fue filmado por Coodie Simmons, un comediante amateur que buscaba triunfar en el stand up. A principios de este siglo fue más o menos conocido por ser el presentador del alguna vez icónico programa Channel Zero, donde escarbaba la movida del hip-hop de Chicago e intentaba impulsarla desde esa, la ciudad de los vientos huracanados, directo al mundo. Ahí, Simmons, el humanista de esta historia, reconoció tempranamente el potencial de Kanye West. Se podría decir que él fue el primero en creer en el rapero –hoy, la persona negra más rica del mundo según Forbes–, y que su olfato resultó ser finísimo. "Me topé con este chico carismático y con talento que quería estar delante de la cámara y en ese momento supe que iba a ganar todos los Grammys. Este documental iba a tener un final realmente fantástico. Lo sabía. Y no podía creer, mientras nos movíamos por Nueva York, que la gente no viera lo que yo vi", dice Simmons, que se interesó por West incluso antes que el mismo Jay-Z, a la cabeza de Roc-A-Fella Records, el sello donde entonces todos querían llegar, y se puso manos a la obra para documentar la creación del genial debut que resultó ser The College Dropout (2004), primer disco de Kanye, que junto al single “Through the Wire”, cuyo video dirigió el mismo Simmons y el rapero financió de su entonces escueto bolsillo, catapultaron su carrera.

Inspirado por películas como Hoop Dreams, de Steve James –que ocupó casi 300 horas siguiendo a dos chicos que soñaban con convertirse en estrellas del basket– Simmons capturó cientos de horas de material de esta época donde Kanye West era apenas un jovencito al que, una y otra vez, nadie le prestaba atención. Es más, el director confió tanto en el entonces ignoto rapero, que dejó su propia carrera de comediante, incipiente pero medianamente popular, para seguirlo a Nueva York y documentar su (posible) camino al éxito.

En el intento se llevó también consigo a un co-director, su colega Chike Ozah, que entonces trabajaba en MTV. Un salto al vacío y una apuesta de vida para ambos realizadores, que es también un tema que hace parte del documental –un trabajo extraño, claro, pues si bien la estrella es Kanye, está narrado en la, un poco soporífera, primera persona de Simmons– y que retrata cómo las vidas de ídolo y documentalistas, alguna vez muy cercanos, se entrelazan, mutan y separan en el camino.

La mayoría de los raperos de Channel Zero no quedaron en nada, y, aparte de la confianza personal y la amistad, tampoco había motivo para pensar que necesariamente Kanye West iba a lograrlo por su lado: en esta apuesta suicida reside algo de la extravagancia de la serie. “Recuerdo cuando Chike dejó MTV para trabajar conmigo y yo no lo podía creer. Le dije: ´Esperá un poco, ¿vos estás ganando todo ese dinero ahí y sos capaz de dejarlo? Yo en cambio estoy aquí comiendo avena todos los días’. Pero él compartió mi visión y tomó este viaje conmigo, sacrificó todo. Lo sacrificamos todo juntos”, dijo Simmons. El resultado es un documental lejano y cercano, donde nunca se le da la palabra directamente a Kanye y evade todo tipo de cabezas parlantes. Es más bien un recorrido a lo Linklater, flotante y espía.

Sin duda que en Jeen-yuhs hay algunos momentos increíbles, y ayuda mucho que el mismo rapero –hoy en uno de sus peores momentos– no haya tenido parte creativa en el proyecto: su extraordinario vínculo con su madre, ahora fallecida, Donda, cuyo nombre además tituló su último disco (extremo, de dos horas, 27 canciones, que grabó viviendo en el Estadio de Mercedes-Benz), o el momento exacto en que Pharrell Willliams se da cuenta que West, tan solo el productor del team, en realidad podía rapear: “No tenía idea”, dice a cámara impactado. Cuando el actor Jamie Foxx escucha por primera vez ese hit que fue “Gold Digger”, producida para él y que lo hizo ascender como músico, o cuando el mismísimo Kanye West, el que hoy se llama a sí mismo “un dios” entra a las oficinas de Roc-A-Fella rapeando sus temas a cualquier funcionario mientras atiende teléfonos y ordena documentos sin darle ni un segundo de atención.

Todas son escenas insólitas. No solo porque capturan ese raro y sorprendente talento temprano, sino por esa magia que otorga simplemente la casualidad: tener la cámara encendida el tiempo suficiente como para capturar un milagro. Por eso, por supuesto que la decadencia también quedó en cámara: su extravagante guerra contra el aborto, su devenir en extrema derecha, su misoginia patética, su ambición presidencial ídem. “Eso es lo que hace que una película sea tan especial; no es que nos hayamos propuesto hacerlo. Simplemente fue por el tesón de Coodie: prender una cámara y dejarla así dos décadas. Realmente se puede ver ahí también la evolución de la música, de la moda y de todo a través del tiempo”, dijo Chike Ozah.

En la serie hay algo revelador sobre la creatividad, la insistencia y el propósito, y también, por supuesto, sobre la enfermedad mental y el componente mesiánico y demente que rodea todo lo que representa la figura: “Creo que fue ordenado por Dios que este proyecto llegara a existir. Nosotros sólo somos los recipientes que lo transmiten”, dijo Simmons. "Aunque este documental tiene todo que ver con Kanye y Coodie, en realidad se trata de usarlos como un recipiente para inspirar a otras personas a desbloquear sus verdaderas pasiones y entender cómo hay que hacer cuando...bueno, cuando sos un genio", dice Chike.

West entre los dos directores de su documental: Simmons y Ozah

ODIO SER BIPOLAR, ES FANTÁSTICO

Como casi siempre con el personaje, el asunto es de 0 a 100. Solo esta semana, en menos de 24 horas, Instagram le suspendió la cuenta a West (con 15 millones de seguidores) por dichos racistas contra un comediante y acto seguido los Grammys –que le han dado más premios que a prácticamente ningún otro artista– confirmaron que le prohibirán actuar en la edición de este año por la violencia de su comportamiento online.

Al mismo tiempo, acá en Buenos Aires, en el recién pasado Lollapalooza se pudo ver el show de la extraordinaria rapera 070 Shake, una joya que despegó a través del sello Good Music que el mismo Kanye armó para difundir a otros artistas y que con cada nombre se siente casi como un regalo a la industria. Incluso en la oscuridad de ese personaje megalómano, esos destellos de genialidad mercurial y de olfato artístico son tremendamente llamativos y, por otro lado, pocos personajes interpelan a la cultura pop actual como este tipo: queremos un disco perfecto, tan perfecto como el 808s & Heartbreak de Kanye, pero cuánto odiamos que Kanye sea un monstruo Trumpista.

En Estados Unidos, por supuesto, su presencia es un escándalo para el periodismo más progre que no logra explicar por qué un rapero afroamericano es de extrema derecha. “Esto es lo que hacemos, contamos nuestra historia y luego la gente se vincula con esa historia, las masas se relacionan con esa historia. Pero luego también se aferran a eso y si le cambiás algo a la historia, a lo que se supone que debas hacer o decir entonces retroceden. ‘No, vos sos mi avatar, mi ídolo, no podés decir esto, no podés pensar esto’, le dijo Kanye a un David Letterman asombrado.

Para Coddie Simmons, un apasionado de Kanye como personaje, seguro, pero mucho más del género en su inmensidad, el asunto excede al rapero: “Para mí el hip-hop es el tema. La gente pensaba que iba a terminar en los 80 pero es cada vez es más grande. El hip-hop nunca morirá”, dice el cineasta que logró contener a varios de los Kanyes posibles, pero que además terminó condensando una especie de paneo por el ethos del género.