Una secuencia, como toda secuencia, anticipa un orden que naturalmente no existe. Como sabemos, cualquier orden puede saltar por los aires. Lo tengo todo sobre aquel vínculo y no tengo casi nada. Él ya era un fantasma con una presencia rotunda aquella primavera de 1980 cuando en la Villa Olímpica del distrito federal mexicano, acostada en la cama exiliar, Lilia Ferreyra caracoleaba, se replegaba a su tristeza cuando lo nombraba. Él era su presencia perpetua. Y cada vez que lo nombraba parecía esperar su aparición, su lento andar hacia su cama para que la abrazara de una vez por todas, de nuevo. El suspenso que seguía a su nombre- Rodolfo- le ratificaba su ausencia. No, él no estaba. No la abrazaría. No hablarían de Paco ni de Vicky ni de los compañeros ni de la revolución ni de su novela que no llega, pero llegará y de los cuentos por venir, ni de un tal Juan que se iba por el río, o del miedo o de lo que falta y de las patotas del régimen y de la carta que tenía que escribir para denunciarlo con la precisión de un cirujano que opera sobre las sombras. O sobre la muerte. No. De la muerte no se habla. Se la presiente. ¿Quise saber todo sobre ese amor para entender el dolor de Lilia que se sumía en un desamparo ontológico cuando lo nombraba? ¿Quise saber de qué material está hecho un amor semejante, sin luto posible? ¿Quise entender- o sentir- todo sobre ese amor después de ese día, cuando el sol tibio de la época de lluvias entraba por un ventanal amplio, quebrando el esmog de la región más trasparente del valle de México? ¿El fantasma había quedado atrapado- como nosotras- en todas las sangres de una revolución perdida, encallado en el exilio? Sí. Ese hombre, Rodolfo Walsh, era la pasión desesperada de Lilia. Lo demás era cronología: saber todo sobre ese ausente y al mismo tiempo de todos los ausentes de un territorio ensangrentado llamado la Argentina. ¿Y qué sabía de él en aquellos tiempos mexicanos? Acaso el tedio de un corrector de galeras, sus cuentos policiales, el amor por Borges, la carrera que le había ganado a Truman Capote con el relato de Operación Masacre, y la denuncia como bandera, la moral del dato duro, el criptógrafo que había salvado a la única revolución verdadera, la insoportable indignación ante la injusticia, la sombra de un panteón futuro a un héroe de la patria. ¿El texto memorable de un cuento sobre un oscuro día de justicia? ¿La inspiración para ser periodista? Los fantasmas siguen el derrotero de los secretos: luchan para ser revividos y revelados. Más de cuarenta años después, y a diez mil kilómetros de aquella tarde en la Villa Olímpica de Ciudad de México, que ya había dejado de ser hacía mucho tiempo la región más transparente tuve, si, una historia de amor que inicialmente me fue referida por Lilia, aunque las trampas de la razón digan lo contrario porque más tarde se llenó de batallas, de preguntas, de búsquedas, de nombres, de definiciones, de otras voces, de textos inconclusos e incluso de panteones de héroes populares como es posible constatar a pocas cuadras de donde escribo esta historia. Cuarenta años después, dije, hay una estación de subte porteña bautizada Rodolfo Jorge Walsh. Un panteón in situ para su asesinato, una sobrevivencia porque después de todo somos sobrevivientes de la dictadura militar que dominó desde el lejanísimo pero omnipresente 24 de marzo de 1976. Todos somos sobrevivientes: Lilia, que ya no está, también. Pero aquel 24 de marzo, Lilia y Rodolfo aún vivían. Es más, si algo querían no sólo era sobrevivir sino vivir. Sus condenas a muerte ya habían sido dictadas hacía mucho tiempo. ¿Cuánto? No sabían con exactitud (Lilia susurra) cómo llegaría esa sombra mortal, o a qué horas de la madrugada, o bajo que máscaras. Siempre, lo que Lilia cuenta. Lo que contó. Y también lo que no contará. Y se deberá averiguar con otras y otros, en infinitos textos, causas judiciales, testimonios, incluso en los silencios elegidos de quienes compartieron la vida con ellos. Y en los papeles póstumos de Rodolfo. Y en los testimonios y también silencios de Lilia que deberé intuir como se intuyen los secretos, en un derrotero tardío e implacable de búsquedas de la razón insegura de nuestra generación. Solo perpetuada por un gran amor.
*Apenas una impresión del momento en que conocí por primera vez el vínculo tremendo entre Lilia Ferreyra y Rodolfo Walsh en marzo de 1980.