La abuela era modista y peronista, creo que es redundante aclarar obviedades y explicar silogismos. Nunca la escuché confesarlo, pero yo era muy pequeño y recuerdo que en las elecciones mi abuela tenía las listas del partido justicialista arriba de una mesa larga de comedor llena de retazos, bolsones y regla T. Tenía una cierta inclinación. Ahora de grande lo pienso y me viene a la cabeza Gatica en el film de Leonardo Favio –“Yo nunca me metí en política, yo siempre fui peronista”– como algo identitario desde el comienzo de todo; no algo que uno adscribió en algún momento por una circunstancia de la vida particular sino algo que siempre estuvo.

De pibe jugaba en el patio de la casa (no su casa porque toda su vida alquiló) con un pote vacío de crema Galápagos con botones de los más disímiles. Yo me entretenía seleccionando los exóticos, de colores rimbombantes, con algún halo luminoso como un ojo de gato o alguna lluvia de purpurina porque nunca hubo en su aparador esas esferas que al agitarlas recrean porciones de paisajes icónicos, monumentos en miniatura, que resultan una suerte de bálsamo, de consuelo para los viajantes que alguna vez conocieron la nieve y, luego, juntan del mantel las migas del olvido. Me entretenía buscando en el envase de plástico negro aquellos que renunciaban a los estereotipos de botones, los que tenían algún complejo de identidad y no eran redondos; una media luna, una sonrisa felina, una flor pasionaria en ciernes dentro de una gota de agua sólida, una estrella de sangre, un escudo o distintivo de un país ficticio. Los había voluminosos, texturados o erosionados por las arrugas de las telas. Yo agarraba algunos y los miraba por dentro; mis primeros caleidoscopios. Sus refulgencias se encendían contra la hiedra del patio, cada vez más irisada y lozana que se desgarraba de la medianera porque tenía el buche lleno de secretos.

Las noches de verano, luego de la cena, nos quedábamos mirando ese gran mural natural y el viento le daba una vitalidad asombrosa. Eran como olas que renacían de años de silencio y al desperezarse armaban figuras. La podía sentir respirar, interactuar conmigo o con ella, porque ambos la mirábamos a envidia de la rosa china que buscaba seducirnos desnudando sus caireles rojos. Había una suerte de ceremonia entendida como sobremesa. Y esa conexión, esa tríada con la naturaleza, duraba hasta que el olor neutro del jabón de pan llegara desde atrás y ganara al relente de la noche. Venía desde el mismo piletón donde lavaba platos y algunas prendas ayudada por una herrumbrada pava de agua tibia.

Las bolsas de nylon también las lavaba y las cosía en una época donde no se hablaba de ecología y los descartables estaban a la orden del día. Por su parte, ella seguía armando sobrecitos de papel madera o diario viejo con una costura apurada porque todavía en su patio no destellaban las fastuosidades del primer mundo ni la pizza con champagne. Y los únicos “verdes” que tenía eran los helechos en las comisuras de las baldosas prematuramente aplastados por la lona de la Pelopincho que ella cargaba con escasa agua hasta un poco más de los talones desobedeciendo lo que la teoría del derrame, por aquella época, aconsejaba. Solo algunas veces se tomaba unas pausas, unas licencias, generalmente en los juegos cuando entre mis hermanos nos peleábamos. Miren al cielo que cae un pañuelo -decía- y, cuando nos distraíamos, encontrábamos desparramados por el suelo caramelos de envoltorios metalizados que guardaban en sus enaguas piropos para amantes. Aquellos que yo leía y parecían escritos para las chicas del motel que veía en la trasnochada cuadra los días domingo.

Todo el patrimonio de mi abuela era lo que podía guardar en un freezer adquirido para contrarrestar la obsolescencia de la heladera Siam que renunciaba a tirar. La embellecía con un pequeñito árbol de navidad que dejaba en el techo y durante todo el año no desarmaba. Era un árbol de navidades, no de Navidad. De ese freezer sacaba latas de duraznos al natural escarchados que nos aliviaban del calor en momentos en que el mar solo ronroneaba en los paparazzi. Tampoco acumulaba souvenirs de viajes pero conservaba en la cómoda tocador de la pieza, junto con las cremas y cosméticos, unos estuches labiales chinos fluorescentes con sinogramas de un dorado destellante que iluminaba más que el rosario ahorcado en el respaldar de la cama. Estos mismos aparecieron inundando las perfumerías del barrio y ella adquiría el blíster con toda la paleta de colores a precio mayorista. Ese era uno de los pocos lujos que se permitía y se sombreaba los ojos de un color verde gitano o celeste mar.

La Convertibilidad era solamente una marquesina de neón en los barrios y mi abuela sufría los motochorros de la siesta y cuentos del pajarito desde ambos extremos de la pirámide social que le vaciaban las cajoneras como obreros mineros de un cerro ya explotado. No alcanzaba a ahorrar por más que la Singer bramara día y noche; y descansaba sin rencores en un colchón cóncavo como la añejada pinotea del piso del comedor. Desconozco si la siesta se prolongaba por los debilitados resortes de la cama elástica o porque el sueño era regado de humedad con las filosas aspas de un ventilador de mesa.

Era plena moda del primer mundo pero ella conocía los géneros a la perfección y no se dejaba engrupir con los disfraces del neoliberalismo, porque la realidad se imponía y ella seguía bañándose con una ducha de calefón eléctrico de 20 litros en un baño que quedaba en un ambiente externo, cruzando el corazón del patio, y donde las noches de invierno recrudecían el castigo de todos los dioses del Olimpo. A las canciones seguía diciéndoles piezas, el mantel era de hule y la conchuda de Beatriz, la que interrumpía siempre la siesta para que le tome unas medidas o para compartir su soledad. A las papas las freía con grasa, las sacaba blancas y débiles con un sabor inenarrable a gourmet popular. El sartén tenía rebabas de años de torta fritas, pastelitos y palitos de anís. La palangana debajo de la cama era la única defensa del invierno en una habitación cerrada con una sofisticada seguridad: un barrote de madera milenaria con tornillos pasadores que impedían hasta el paso de los espíritus.

A veces, en los tiempos muertos, suelo pasarme por su barrio donde caen las semillas de Tablada cuando el río sopla su cobrizo aliento. Y no puedo dejar de hundirme en la marcha de los partisanos, de la resistencia en una época de silencio cuando se remataban a precios viles los últimos sueños soberanos de un país.

El día que asesinaron al Trinche Carlovich recordé a mi abuela. Recordé al mítico jugador y su eternizada gambeta al imperio del fútbol; el último caudillo derrotado por los monstruos del Mercado, el negocio de los poderosos y la verdad de los ganadores. Recordé también la tapa del álbum de figuritas con el colombiano Juan Pablo Ángel y Riquelme siempre brillando. Recordé el éxito de Leo Dan por la sencillez de sus letras y a Leonardo Favio con “Hoy corté una flor”. Recordé que en definitiva siempre los botones más brillantes del pote Galápagos eran los que mi abuela primeramente descartaba, esos que a contraluz de la hiedra mostraban, en estrelladas versiones, una irrealidad efímera.

*El autor recomienda (si el lector alguna vez no lo hizo antes) escuchar el tema en vivo y relatado de Leonardo Favio en You Tube