Ya no quedan lugares donde esconderse. Las islas antes desiertas fueron adquiridas por millonarios. Y Entre Ríos vive rodeado de fuego, de humo, con animales y plantas secas. Pensaba comprar un rancho allí cruzando el puente en Victoria. Una zona desmalezada, una casa de piedra, el río cerca, la calle desvariada hacia abajo y el silencio del atardecer que parece de expectativa pero lo que esconde son los grillos helados que con el calor salen a cantar, los girasoles de Van Gogh, los campos arados y la cercanía de las cuchillas que en días claros se pueden intuir desde una azotea. Están allí nomás, parece la Europa de los molinos viejos. 

Ya este país es de cualquiera que lo compre. La tierra se adquiere como los autorretratos de vacas australianas, caballos ingleses o camisas alemanas. Ya estamos llenos de otros, ya somos los demás, ya no somos nadie. Suena Osvaldo “Mocito” Cordó, un cantor ajado, de esos que no llegaron por la propia imprudencia del pudor y la fobia. Tengo una foto en mi carpeta, abrazado a Goyeneche que lo mira con ternura, mientras Mocito se deja llevar por la alegría y la melancolía de encontrarse con un monstruo que le da de comer en la mano y le pregunta con la mirada: -¿Qué hiciste con tu vida, Mocito? Pero Mocito ya se ha muerto y El Polaco también. Ambos en sus tumbas peregrinas alejadas del ruido como lo está Victoria sin empate, que sobresale sobre los campanarios y sobre la que sobrevuelan los caranchos tan preciosos, carroñeros e invictos, buscando quien sabe qué restos para almorzar. 

Es el mediodía cerrado con nubes secas, con el calor ambiente que equivale a dos Áfricas juntas, pero sin leones en los prados. Detengo el Citroen en un albergue con techo de paja. Adentro una pareja. Sobresale el pelo rubio, altivo de ella y la piel morena del otro. Son actores pornos que conozco bien de ver los videos de la Cicciolina. Ella es Moana Pozzi de quien estuve tan enamorado que jamás me produjo erección alguna: la belleza carnal cuando me toca deja de sentirse como algo físico y hormonal. Es otra cosa lo que me pasa y no lo puedo explicar, ni quiero. 

Entre Ríos es un lugar lleno de vientos, humos de pasturas quemadas, calor y fantasmas que se aparecen al sol. Canta Goyeneche en la radio y a la vez él mismo atiende el mesón donde, envarados como los guapos que no son, están Cortázar con su acento raro y Oscar Gálvez discutiendo de motores y poesía. Todos a un volumen moderado. La Pozzi se ríe en cámara lenta y su melena leonada se mueve también como cuando la cortejaban en un sillón mirando a la pared. Salgo a la verja, parece que ha llovido. Paul Citraro que está vivo y es mi amigo de Venado Tuerto se está descargando, asestándole golpes a una bolsa de matarife con carne de cerdo dentro. Es de las duras y la ablanda con presteza. Dice que va a competir por los Juegos Evita pero nadie le ha dicho que ya no está en edad. -Escribí, mejor- le digo. Se seca el sudor y afirma con la cabeza. Pasa Carlos Monzón que hoy vive renacido en el santuario los Monjes del Silencio. Sabe que asesinó y cuelga de su pecho un puño de box escarlata como señal. Se detiene a hablar con Paul y luego prosigue entrenándose para la gran Pelea en el Infierno, una vez que haya cauterizado las heridas por boca cerrada, lejos de los flashes y las noticias en primera plana. 

Moana sale para verlo pasar. Siento rabia, envidia. El flirteo entre espíritus es real. Él no sonríe y baja a cabeza ante ella como si la quisiera evitar a toda costa. No soporto mis celos, continúo hasta el mirador antes del Casino. Fumo un petardo mientras la tarde languidece. Ya no hay lugar donde esconderse. Me largo a llorar como nunca lo hice.

Penas de bandoneón, andropausia, sentido de un futuro de cerrazón y muerte, invasión a Ucrania, golpistas de negocios, hambre y furia en la ciudad baleada, el 24 de marzo, mi primera esposa muerta que nunca se aparece, escuchas telefónicas que siembran muerte y desánimo, un valiente/cobarde que quiere inmolarse -ese sería yo, pero no encuentra por qué y el dónde y que además sirva para algo. 

Desisto de todo y dejo de moquear. Un capibara chiquito, con costurones en la espalda se me ha acercado entre el follaje y lo reconozco como al Gran Jefe de los Carpinchos. Me toca el pie. 

-Deje de moquear, mi amigo. Usted se merece otro futuro como todos nosotros. Un hombre cuando llora debe hacerlo de espaldas al poniente: así como usted lo hace lloran las enamoradas suicidas y los que perdieron la fe. Tome séquese con esto. 

Me extiende de un trozo de irupé fresco y me canta un tema de chamamé delicado y silbón. Me duermo en sus brazos. Cuando despierto ya es noche alta con la luna llena. Vuelvo al boliche. Ya no están los que estaban y en su lugar hay familias ruidosas, por eso elijo una mesita adelante en la tierra con guirnaldas encendidas sobre mi cabeza. El despachante, que ya no es Goyeneche, me alcanza en una servilleta doblada el mensaje. 

-¿Usted es el que pasó a la tarde? Bueno le dejaron esto-, me abunda con detalles de una mujer impresionante que se evaporó al salir a la puerta. 

Es un beso de rouge y debajo la firma de Moana con la leyenda: Io non ti amo piú. 

No debo fumar más o mostrarme poco en el intersticio de la puerta del más Allá. Pero soy así, un médium imprevisible que busca ayuda en las hierbas. Se acerca Paul que ha dejado de entrenar y luce bañado. 

-¿Tomamos una birrita?- me invita. Hay olor a quemado como siempre. Mira la niebla artificial y comenta: -Cuando no se puede hacer nada, yo solo me preparo golpeando la bolsa… algún día brillaremos-, coteja llenando los vasos. 

Como se nos viene la noche oscura encima, Paul se ha convertido en un cóndor y empieza a carretear hacia las cuchillas.

Cuando le quiero mostrar la servilleta con la boca roja estampada no encuentro en el bolsillo más que un billete del ayer: una fragata azul de quinientos pesos que es lo que valía el alquiler de un video de Moana Pozzi.

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