A Tucho, un conocido detective de barrio, le tocó un caso especial de origen futbolero, el del arquero manco, al que no le veía solución posible. Era más difícil de resolver que sus enigmas detectivescos. Amaba el fútbol por sobre todas las cosas y en particular a un equipo que le había dado más disgustos que otra cosa y rara vez arañaba un campeonato, pero en su resignación ya entendía por qué. El título de campeón se hacía más valioso esperándolo mucho, casi como un objeto que difícilmente se logra, como un Oscar por ejemplo. Por eso aunque se sacrificaran algunas generaciones de hinchas, era invalorable para los sufridos sobrevivientes cómo lo era una joya única.
Tucho era un negado para el juego, pero quería estar dentro de un campo de fútbol y fue pensando en hacerse un buen árbitro. En este oficio le fue mejor, y aunque no dirigió nunca partidos de campeonatos oficiales, apenas de barrio, llegó a tener cierta influencia en los torneos locales ya que no sólo conocía a fondo las reglas del juego sino también sus trampas. Decía como Dante Panzeri que el fútbol era la “dinámica de lo impensado”, pero sabía que muchos resultados estaban “pensados” de antemano.
Se había hecho, más que nada, un personaje importante porque era detective y todos temían sus investigaciones matrimoniales, abrumadoramente mayoritarias en su trabajo. La cantidad de cornudos y cornudas casi igualaba al total de los vecinos del barrio. En confianza algunos le traían jugadores para que los presentara o llevara a probar en algún equipo. Conocía bien a todos los dirigentes sin hacerse muy amigo de ellos. Tucho era honesto, una moneda rara en ese ambiente y no hacía favores por dinero.
La cuestión es que un alto capo de la municipalidad del barrio le trajo a ese arquero manco sabiendo que él podía meterlo en un equipo y le resultó difícil zafar de esa tarea.
Se le ocurrió ofrecerle el puesto de juez de línea, aunque no existían en los partidos en que arbitraba, pero el presunto arquero no quiso saber de nada.
--Total, levantás la banderita con tu mano hábil --le dijo.
--Muy sutil su idea --le contestó el otro-- pero quiero ser arquero.
Entonces pensó en ubicarlo en un puesto de campo, a la izquierda, porque el tipo era zurdo y disponía de la otra mano, lo que le podía compensar un poco su defecto. No hubo nada que hacer, aquel cabeza dura tenía vocación de arquero. No era que el físico no le daba, tenía más de un metro ochenta y era ágil y fuerte. En un partido por ahí pasaba; poniendo el cuerpo, cabeceando o cruzando la mano en un disparo de lejos. ¿Pero en los penales, que? Para hacer más emotivos los partidos, ya que esos troncos no la embocaban nunca, se había fijado como regla que siempre que terminaran empatados se dirimieran por penales. Así tenían agarradas a las escuálidas hinchadas y aseguraban mejor las magras recaudaciones, que iban a parar al bolsillo de los dirigentes porque se trataba de un fútbol amateur y los jugadores venían gratis esperando que alguien de un club grande los pudiera ver y contratar.
Si se acercaba un técnico con cierto renombre, aunque fuera viejo y hacía tiempo que no ejercía, eso bastaba para tenerlos enganchados. Los futbolistas conocían sus limitaciones y no se hacían muchas ilusiones, de vendedor de pizzas a cartoneros, todos se la rebuscaban para vivir de otra cosa y si por casualidad tenían la suerte de que los llevaran a un club conocido era como sacarse la lotería.
Al fin Tucho se rindió y puso al arquero manco en un equipo, no sin resistencia del técnico y de los otros jugadores que se creían en desventaja. La cosa no resultó tan mal, al fin de cuentas un hombre famoso como Cervantes fue también manco y estaban además los defensores, uno de los cuales tenía la obligación de pararse en su flanco débil cuando atacaban los rivales, pero lo que le sorprendía era su actuación en los penales.
Cualquier penal es difícil para un arquero con sus dos brazos y manos. Sin embargo, con éste Tucho no lo podía creer. Atraía a la pelota con su único brazo y de una forma u otra atajaba la mayor parte de los penales. Un fenómeno. Algunos dirigentes pretendían ya llevarlo a la selección: ese guante gigante de su manaza derecha podía atrapar hasta un tiburón, aunque en este caso se trataba sólo de pelotas de fútbol.
Los delanteros de los equipos rivales siempre le pateaban al lado sin brazo pero no había caso, aun cuando la pelota iba para allí, tarde o temprano hacía una curva y se dirigía finalmente hacia el costado útil del arquero. A veces no la atajaba, pero en la mayoría de los penales se lucía desviándola hacia un costado o incluso deteniéndola en el piso ayudado por su mano hábil. En el otro rincón de su arco anidaban pájaros que ni se molestaban en huir de allí despavoridos cuando la pelota llegaba raudamente.
Un día, terminado el partido, en el vestuario, Tucho observó que la mano superviviente del arquero era pequeña o, al menos no tan grande como lucía el guante. Cierto que la había visto muchas veces, pero sólo ahora se sacaba la piel de futbolero y se ponía la de detective, que en los partidos de fútbol dejaba en su casa debajo de alguna remera.
Esa noche, como un ladrón furtivo, entró al vestuario, abrió con una ganzúa el armario del arquero, sabiendo que, generalmente, los jugadores dejaban sus pertenencias para venir a buscarlas a la mañana siguiente y encontró rápidamente lo que buscaba, el famoso guante con un respetable imán adentro.
Tucho se preguntó para que serviría, los imanes no atraían pelotas. Hasta que se dio cuenta de que allí habían quedado dos pelotas; el dinero no daba para comprar más, y las revisó a fondo. Una de ellas no se había utilizado, se trataba de resguardarla lo máximo posible para el próximo evento, y la otra sí. Y en ésta se notaban todavía los restos de un papel metálico pegado, que podía significar la marca del producto o su precio, aunque la pelota era vieja y el papel parecía nuevo.
Al día siguiente fue a averiguar de qué trabajaba normalmente el arquero manco y le dijeron que era un mago muy solicitado en las fiestas infantiles, ya que hacer trucos con una sola mano resultaba para los chicos más interesante. Cuando el arquero se enteró de las indagaciones del árbitro detective, desapareció del barrio. ¿Era una confesión de que constituía un truco lo que hacía en la cancha? Es cierto que cuando se hizo pública la noticia, muchos jugadores se acordaron de que antes de cada penal el arquero manco se arrodillaba en el lugar en el que estaba depositada la pelota lista para ser pateada y parecía acariciarla suavemente, casi rezándole, pero todos pensaban que hacía eso porque le traía suerte. Y vaya si daba resultado. Tucho siguió dirigiendo partidos, pero se dio cuenta de que no podía olvidar su profesión de detective, aunque en esta también le convirtieran goles.