En el imposible ejercicio de recuperación del tiempo perdido, en los últimos días sucedió de todo en Buenos Aires. Al menos en términos de recitales internacionales. Desde la vuelta de Lollapalooza hasta la épica de Jungle, pasando por el debut de la colombiana hi-fi Ela Minus. Pero no hubo nada como Caribou. Ni tampoco lo habrá. Más que pensarlo como un proyecto o álter ego, Dan Snaith necesitaba de algún tipo de identidad que aludiera (al mejor estilo de los superhéroes) a sus súper poderes. Dentro de la fauna ya existente, en cuyo bioma conviven arañas, murciélagos y otros bichos, optó por la del reno norteamericano. Debido a su origen canadiense, y porque, así como su música, tiene cualidades especiales. Entre las que destaca la migración, la reinvención y su visión ultravioleta, paralelismos que lo convirtieron en todo un paladín no sólo del indie sino también de la electrónica (o de la mezcla de ambas: la indietrónica) que se lucubra apenas comenzó este siglo.
La realidad es que el músico y productor nacido hace 43 años en Ontario tiene otras identidades, pero ésta es la más conocida. Sucedió luego de la aparición de su segundo material como Caribou, Andorra (2007). Preámbulo de su universalidad, que llegó en 2010 con Swim, devenido en uno de los mejores discos de esa temporada. A partir de ese entonces, se deseó con ganas, expectativas y exitismo su desembarco porteño. Casi un imposible (y hasta un desaire) después de que actuara en Chile en pleno clímax de su carrera, hace 12 años, sin pasar por acá. Se llegó a decir que su show era caro. Y ahí quedó. Sin embargo, en el momento menos pensado se anunció ese esperado estreno en la capital argentina. Bueno, ya no era tan esperado. Lo que le vino bien a todos: tanto a Snaith como a las 1500 personas que fueron a verlo a la Ciudad Cultural Konex, porque esa carencia de expectativas allanó el camino para un espectáculo tremendo.
A manera de símbolo de ese idilio entre performance y público, en el final de “Sun” el artista se puso a un costado del escenario, mientras su banda tocaba, y bailando levantó su brazo derecho invocando ese gesto deportivo del triunfo. Ni siquiera estaba cerca del final de su recital, y ya parecía un ciclista cantando victoria antes de cruzar la meta. Aunque podría haberlo hecho antes en “Our Love”, donde cerraron exorcizando uno de los grandes clásicos del house de fines de los ochenta: “Good Life”, de Inner City. Para llegar a esa suerte de tributo, y hacerlo algo suyo, Caribou debió manipular las texturas sonoras, lo que se volvió en su identikit como superhéroe musical. Snaith tiene la cualidad nigromante de operar melodías, capas de sonido, bombos en negra y hasta las voces para lograr algo único en una pista de baile o sobre un escenario. Ese desdoblamiento lo hace desde un lugar suspendido en el tiempo y el espacio, por lo que parece fantasmal.
Pero el canadiense está más que vivo. Sólo que prefiere un mundo de ensueños, psicodelia y de espirales, donde el lenguaje es un todo. Por eso la voz, tal como lo hace Juana Molina, es una enredadera onomatopéyica, a pesar de las palabras. Todo un susurro que invita a bailar o la contemplación del baile. Aferrado a ese metadiscurso (en el que un sampleo de voces es más que eso dentro del paisaje) comenzó el show, poco luego de las 20 hs (duró alrededor de hora y cuarto), con “New Jade”, tema incluido en su último álbum, Suddenly (2020). Le sucedió uno de los hits globales y radiales del artista: “Odessa”, himno millennial con forma de pop erudito participe del repertorio de Swim. De ahí también es “Bowls”, con el que el músico y productor subió la apuesta e intensidad pisteras. Al punto de que la conclusión estuvo más cercana a la construcción dance que a la deconstrucción que propone el tema original. Y es que Caribou no es obvio sino más bien el antídoto a lo predecible.
A contramano de lo establecido, Snait tiene como cómplices a otros tres músicos vestidos de blanco que construyen desde lo analógico (y en tiempo real) esa riqueza orgánica cuyo atesoramiento y trascendencia parecen habérsela confiado a la inteligencia artificial. En esa emocionalidad cabe “Silver”, con la que el show baja un cambio, y que conecta luego con la lectura del pop a lo nórdico (elegante, elocuente, melódico y bailable, tal cual lo cimentaron los noruegos Röyksopp a fines de los noventa). En tanto que “You & I” recrea ese pop de “sintetizadores para todos” (en respuesta al elitismo del synth pop del alba de los ochenta) por el que pasaron Styx o Alan Parsons Project. Como antípoda de Suddenly, “Ravi” mostró el lado más efectivo del repertorio al flirtear con el eurodance. Pero “Never Come Back”, buscando un punto intermedio en la producción conceptual del disco, redimió al house más seminal.
Antes de que los cuatro músicos llegaran al corolario de su actuación, repasaron una versión taciturna y espectral de “Jamelia”. En medio de ese juego de luces sobrias, que tenían en la oscuridad otro recurso estético, las fastidiosas columnas del escenario indoor del Konex cobraban otro sentido. De impedir la vista completa de lo que estaba en frente, se transformaron en una especie de pilotes de catatumbas que tomaban forma de club boutique. Lo que se potenció con esas visuales minimalistas basadas en rayas, círculos y cuadrados, así como en colores pop. Con ese cuadro de fondo, Caribou invocó el hausero “You Can’t Do It”, flamante single lanzado el año pasado. Entonces la banda salió de escena, y se escondió entre las sombras. Con el público enfiestado, no se pudieron resistir e hicieron una más. Era el empático, arengador, festivo, presto al baile y aparte espacial “Can't Do Without You”. Una muestra más de que el infinito y más allá está siempre entre nosotros.