Fue actor, dramaturgo, director y comediante. A lo largo de una carrera de más de sesenta años hizo de todo: televisión, radio, cine, pero fundamentalmente teatro, ámbito que amaba con devoción. Su capital fue haber hecho reír a varias generaciones de argentinos contando en forma satírica las penurias nuestras de cada día, con una lucidez que simplemente se erguía en el sentido común de mostrar las contradicciones reinantes de un sistema que nunca cambia.
Eterno disconforme, dueño de una verborragia arrasadora, tan potente como el volumen de su cuerpo, Enrique Pinti fue un cronista agudo y único de la realidad argentina del último medio siglo. Capricho del destino, no habrá sido casualidad que el rey del monólogo haya muerto en la trasnoche del sábado, en ese horario en el que solía ir a comer a “Edelweiss” tras sus funciones, y justo en el Día Internacional del Teatro.
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Capocómico sin filtro, Pinti era una máquina de decir, más que de hablar. Frenética y sagaz, su locuacidad permanente nunca parecía detenerse, ni arriba del escenario ni cuando bajaba de él. En su caso, no había distancia entre el hombre y el artista. Su don fue haber vomitado verdades sin solemnidad, más bien con un estilo directo y guarango que siempre reivindicó y que el público aplaudió una y otra vez.
Despotricando sin medias tintas pero con un estilo en el que la carcajada de la platea vencía al enojo que sus palabras podían generar, fue la voz de muchos argentinos hartos de una realidad circular que se manifestó brutalmente en la vigencia de Salsa criolla, aquél espectáculo que se mantuvo a lleno total en la cartelera porteña durante una década, y que repuso 30 años después con gran afluencia de público.
Si el sello cultural-político de Pinti fue su incorrección, corriendo muchas veces el riesgo de colocar a todos los dirigentes políticos en la misma bolsa, su gran aporte artístico fue el de haber estructurado sus espectáculos (El infierno de Pinti, Pericón.com.ar, Pinti canta, Candombe nacional) dentro del music-hall estadounidense pero para resignificar su sentido. Si en el país del norte ese género suele servir para suavizar las consecuencias sociales de la política interna y mundial que aplica, pregonando el inalcanzable ideal de que el amor salvará al mundo y que al final la honradez tiene premio, el humorista se apalancó en esa estructura narrativa para señalar lo opuesto, subrayando las brutalidades con un humor ácido y corrosivo. Fue el otro camino de La vida es bella.
Representante audaz y enérgico de la catarsis argentina, Pinti tuvo la destreza de provocar la carcajada acorralándonos en nuestros pesares, miserias, mezquindades y contradicciones. Nos abrió la cabeza con crueldad e ironía, sin darnos respiro pero tampoco lecciones.
Fue un animal cultural que nunca cedió a la indulgencia. Cuando se supo de su fragilidad, en los últimos días se había convocado en las redes sociales a una oración por su salud. A donde esté, Pinti debe estar puteando, encabronado, diciendo, cuestionando tal cosa. Ya no estará físicamente por acá, pero como él bien escribió en esa canción con la que finalizaba Salsa Criolla: queda el artista. Para siempre.