El psicólogo le preguntó si podía ubicar temporalmente el hecho que estaba contando. Rápidamente le respondió “marzo del 83”. Pensar que en aquel momento todavía no había cumplido los 5 años le revivió el desamparo que sintió aquella vez. Una sensación de soledad tan extrema que se parecía mucho al frío.

-Entonces: era marzo del 83, usted va por primera vez al preescolar, en un transporte, sin sus padres ¿y en vez de entrar se queda solo en la puerta de la escuela?

-Sí, fue así –respondió Fernando.

-¿Dónde se quedó?

-Sentado en un macetón donde había un árbol, en la vereda, delante de la puerta de ingreso.

-¿Nadie lo vio?

Está seguro de que por varias horas nadie lo vio. Resulta muy extraño para él y no tanto para su analista, que le habla de la decadencia del nivel inicial en esa época, de la ausencia de contenidos, de la violencia que todavía recorría las instituciones (entre ellas la escuela) como telón de fondo.

La memoria, muchas veces, es una telaraña pegajosa que, cuando se enciende, lo envuelve todo. Fernando volvió a sentir el calor del sol de la siesta sobre la cara, los gritos de los chicos adentro del colegio; el silencio aterrador cuando entraron a los salones y supo que lo habían olvidado afuera. Porque si bien él había jurado nunca ir a la escuela y quedarse con su mamá, cuando comprendió que estaba en la calle, solo, tuvo mucho miedo.

-¿Dice que tuvo miedo? ¿Miedo a qué? –interrogó el psicólogo.

-Miedo, miedo. A nada concreto. Me parece que en aquel momento no tenía mucha idea de lo que le podía pasar a un nene de 4 o 5 años en la calle, a 40 cuadras de su casa (donde ni siquiera tenían teléfono). A lo mejor tuve miedo de quedarme solo para siempre, creo.

-¿Qué hizo en ese rato? ¿Se acuerda?

-Me quedé sentado mirando el frente de la escuela. Por lo menos pasé dos horas ahí, o un poco más. En algún momento logré abrir la mochila, me costó mucho trabajo. Adentro había una bolsita con galletitas, obleas. Comí algunas y las que quedaron las volví a guardar. No sé si pensaba en algo, estaba ahí, sentado, quieto, callado. Estoy seguro de que no lloré.

Hubiera querido que el psicólogo hablara más. Necesitaba entender por qué este recuerdo afloraba recién después de 40 años, por qué se quedó afuera, quién se lo olvidó, por qué fue invisible. Pero su analista toma notas en silencio, con la cara oscurecida por la sombra que dibuja la lámpara sobre él.

No sabe si tiene sueño o le bajó la presión, se siente somnoliento. Desata el silencio y el alboroto de recuerdos con una pregunta:

-¿Y si alguien me llevaba?

-¿Quiere hablar de eso ahora?, ¿de las situaciones posibles que finalmente no sucedieron?

-No, la verdad es que no puedo hablar de eso, me da mucha tristeza.

-¿Prefiere contarme lo que sí pasó?

-Bueno, mejor. Yo seguí ahí, sentadito, con un poco de calor, porque eran los primeros días de marzo y tenía puesto una remera más mi delantal manga larga. Creo que me acosté sobre el macetón y me entredormí.

-Ajá –susurró el psicólogo mientras dejaba en una mesita el anotador y la birome.

-Me despertó un grito: “¿Qué hace éste nene acá? ¿Quién se lo olvidó? ¡Dios mío!”. Era la portera. Gritó con miedo también, tengo esa sensación. No estaba enojada, estaba asustada. No me acuerdo su nombre. Bueno, me agarró de un brazo, levantó la mochila del piso y me llevó medio a la rastra hasta la entrada del colegio. Era buena, me llevaba con fuerza pero era buena.

-¿Y después?

-Me abrazó fuerte y me dijo: olvídate lo que pasó, no le contés a nadie. Ya pasó. Ya pasó, querido. ¿Entendiste?

- ¿Y usted se lo contó a alguien?

-No, nunca lo conté; solamente a usted –Fernando se quedó unos instantes en silencio, como si masticara la idea de ese secreto que estaba develando-. Después atravesamos el patio, que me pareció enorme. Sentí que también ahí adentro me podía perder. Íbamos de la mano. Yo me estiraba porque la portera era muy alta. Entramos a un aula y todos me miraron. Se acercó a la maestra y le dijo algo.

-¿Y cómo estaba usted en ese momento, se acuerda? –preguntó el psicólogo.

-Todavía tenía miedo, pero un miedo distinto. ¿Cómo explicarlo? Miedo por lo que pudiera venir, el castigo, que me reten… que sé yo. Y me parece que vergüenza también, tenía bastante vergüenza.

-¿Qué fue lo primero que hizo ahí, en el aula?

-Me quedé al lado de un nene que me hizo señas para que me sentara en la única sillita vacía. Y después, bueno, creo que me olvidé de todo lo que había pasado, como pidió la portera. Eva se llamaba, sí, Eva.

El analista volvió a agarrar el anotador, escribió “EVA” bien grande, lo enmarcó en un círculo y le dijo que tenían que ir cerrando. Así que se fue como siempre, ahogado en preguntas sin respuestas.

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