El que con el tiempo habría de convertirse, sólo para sorpresa de quienes no lo conocíamos, en “el ídolo de los estudiantes rebeldes” del Mayo francés del 68, nació setenta años antes en Berlín en el seno de una culta familia judía, a sus 20 años vivió el estallido de la revolución alemana, la que lo encontró ya miembro del partido de la Socialdemocracia, al que abandonaría en 1919, después de los asesinatos de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburgo, perpetrados por la policía dirigida por los mismos socialdemócratas. Luego, ocupó el cargo de redactor filosófico de la revista del Partido, Gesellschaft, aunque se mantuvo independiente, hasta que dejó Berlín y se encerró en el sur del país, donde terminó su tesis de filosofía (“Hegel y el fundamento de una teoría de la historicidad”), en la Universidad de Friburgo, bajo la dirección de Martin Heidegger. Vista la situación de Alemania, se exilió primero en Suiza y en Francia, con Adorno y Horkheimer, y en 1934-37 en los Estados Unidos donde recién en 1950 comenzaría a enseñar en la Universidad de Columbia y más tarde en la Universidad de Harvard.
Perteneciente desde su fundación en 1931 por Max Horkheimer al grupo o la llamada Escuela Filosófica de Frankfurt, junto a Walter Benjamin, Theodor Adorno, Erich Fromm y otros pensadores prominentes, Herbert Marcuse es autor de una numerosa y calificada obra (con marcada influencia freudiana) que incluye Eros y civilización, El hombre unidimensional, Cultura y sociedad, Contrarrevolución y revuelta, entre otras. Preocupado también siempre por la cuestión estética, desde su primera tesis de doctorado de 1922, Der deutscheKünstlerroman (La novela de “artista” o de “iniciación” (1922): Tesis del doctorado de estudiante sobre las relaciones entre el arte y la sociedad), cuando final y exclusivamente se ocupa, en una de sus últimas obras, de 1977, de La dimensión estética, Marcuse formula una crítica en totalidad de la estética marxista “ortodoxa” partiendo de la base de sus coincidencias con ella: ver la obra de arte en el contexto de las relaciones de producción y asignarle al arte una función y un potencial políticos, pero, “a la inversa de la crítica marxista ortodoxa, encontrando en el arte mismo, en la forma estética en tanto tal, el potencial político del arte”. Y poniendo de relieve, además, que, en virtud de su forma estética, el arte goza en una amplia medida de autonomía respecto de las relaciones sociales dadas.
Debate entonces algunas de las premisas fundamentales de esa ortodoxia: que haya un vínculo determinado entre el arte y las condiciones materiales de la sociedad, que haya un vínculo estrecho entre arte y clase social, que en consecuencia la política y la estética tiendan a coincidir, que el autor tenga el deber de articular y de expresar los intereses y las necesidades de una clase, que una clase en declinación o sus representantes sean incapaces de producir otra cosa que no un arte decadente, que haya que considerar al realismo como la forma de arte que corresponde más estrechamente a las relaciones sociales, y que en consecuencia sea la forma de arte “correcta”. Esos imperativos estéticos derivan de la idea de una relación base/superestructura, pero, a diferencia de las formulaciones dialécticas de Marx y de Engels, se ha hecho de esa idea un esquema rígido, y la esquematización ha tenido consecuencias catastróficas para la estética.
Lo más grave en el campo de las ideas es que toda esa “objetividad” desvaloriza la subjetividad, y la historia de esta “no es idéntica a su existencia social. Es la historia particular de sus encuentros, de sus pasiones, de sus alegrías y de sus penas -tantas experiencias que no se fundan en su situación de clase y que no son de ningún modo comprensibles desde esa perspectiva”. Por otra parte “no es suficiente, para convertirse en una obra de arte auténtica, que ella represente verdaderamente los intereses o la visión del mundo del proletariado o de la burguesía. Esta característica “material” puede facilitar su recepción, puede conferirle una gran concretización, pero ella no es de ningún modo constitutiva. La universalidad del arte no puede fundarse en el universo y la concepción del universo de una clase particular pues el arte dirige su perspectiva hacia un universal concreto, la humanidad (Menschlichkeit), que no está contenido en ninguna clase particular, ni siquiera en el proletariado, la “clase universal” de Marx”.
Bajando todavía un poco más a tierra, Marcuse toma ejemplos muy concretos de protagonistas de La Comedia humana, que es una de las obras que, desde Marx, ha tomado siempre como modelo el marxismo: “Cierto, ellos se mueven y sufren en la sociedad de su tiempo y son efectivamente representativos de esta sociedad; pero la calidad estética y la verdad propias de La Comedia humana residen en la individualización de lo social”, así como el destino de los protagonistas del Egmont de Goethe, los de Lessing o Schiller “no es visto tanto como el de participantes de la lucha de clases sino el de amantes, bribones o engañados”. En esas obras “los elementos burgueses (exteriores, contextuales) restan episódicos”.
Poniendo sobre todo de relieve que, en arte, es la forma la que se impone al “contenido”, y que la preocupación por la forma está primero, puesto que la “estlización”, es decir, para él, “la sumisión a la forma estética”, es lo fundamental, aquello que mejor resume toda su idea de los contactos queridos por el marxismo entre el arte y las masas es que “la posibilidad de una alianza entre el arte y 'el pueblo' supone que los hombres y las mujeres administrados por el capitalismo monopolista desaprendan el lenguaje, los conceptos y las imágenes de esta administración, que hagan la experiencia de la dimensión del cambio cualitativo, que recuperen su subjetividad, su interioridad”.
Rescata también, en un sentido positivo, la idea de “lo bello”, repudiada siempre como “estética burguesa”, salvándola del “sistema que la ha creado y vendido con provecho, bajo la forma de la pureza plástica y de la lindeza, lo que constituye una penetración de los valores de cambio en la dimensión erótica-estética”, y le asigna la función de representar el principio de placer. Más aún: “la obra de arte habla el lenguaje liberador, evoca las imágenes liberadoras de la subordinación a la muerte y a la destrucción del deseo de vivir. Tal es el elemento emancipador de la afirmación estética”.
Como bien escribió de la Escuela de Frankfurt el gran especialista en el pensamiento alemán Jean-Michel Palmier, “el marxismo no es para ella un sistema acabado o un discurso mágico que ejerce violencia sobre los hechos para que entren en la teoría, sino una problemática abierta, una escuela de lucidez”.
Mario Goloboff es escritor y docente universitario.