Pasado el último control de milicianos ucranianos, se hace el desierto en la estrecha carretera. A ambos lados del asfalto van pasando algún coche calcinado, campos arrasados y casas destruidas. Hay trincheras excavadas, pero sin combatientes dentro. Solo un silencio que sobrecoge, más aún cuando lo rompe el estruendo de la artillería cayendo a pocos kilómetros.
Junto a la iglesia de la Virgen María solo pasa un anciano que empuja su bicicleta entre los socavones horadados por las bombas. Lo que queda de la cúpula dorada refulge ahora con tristeza, sobre todo los fragmentos que ya están en el suelo, junto a los cascotes y las marcas de metralla en las paredes que no hace ni un mes eran azules y blancas. Alrededor debió de haber casas no hace mucho, pero ya solo hay montones de escombros junto a los predios yermos que ya debieran estar sembrados de trigo y girasoles.
El anciano se acerca como ávido de contar lo que hace muy pocos días pasó en Yasnohorodka, o lo que quedaba de ella. O lo que lleva pasando desde que el 6 de marzo fuera asediada y tomada por las tropas rusas. Pero no hay tiempo. De repente irrumpen dos milicianos armados que apuntan a los periodistas con sus armas largas mientras piden a gritos que no se dé un paso más. Tras comprobar la documentación y revisar las imágenes tomadas, señalan el camino de vuelta tajantemente: "No es seguro. Hay combates de artillería y disparos en toda la zona. Estamos en un área liberada, pero no controlada. Esto está lleno de soldados rusos vestidos de civil".
Esta pequeña aldea, a solo 40 kilómetros al oeste de Kiev, cayó en manos rusas a los pocos días de la invasión. Es una de las etapas necesarias de esa guerra relámpago con la que Putin llegó a las puertas de la capital en pocos días. Pero sus tropas no pudieron avanzar más, a pesar de los bombardeos que han asolado esta y otras poblaciones más adelante.
Kiev: De la teoría a la práctica
El Ejército ucraniano aseguró esta semana que gran parte de esta zona del noroeste de la capital ha sido liberada en una contraofensiva con la que lograron hacer retroceder a los soldados rusos, envolverlos y cortar sus vías de suministro en localidades que rodean Kiev, como Gostomel, Bucha y Makariv. El alcalde de la capital, Vitali Klitschko, llegó a asegurar que la mayor parte de Irpin volvía a estar en poder de su Ejército.
En teoría, las poblaciones de la carretera desde Kiev hasta Makariv, a 70 kilómetros, vuelven a estar en manos ucranianas, aunque es prácticamente un suicidio recorrer el camino para comprobarlo. Hay bombardeos constantemente, soldados rusos desperdigados por los bosques tras separarse de su pelotón, francotiradores y drones letales que atacan sin ser avistados, enumeran los milicianos de la última barricada en la carretera.
Aunque los militares de Moscú hayan perdido sus posiciones, los habitantes de Yasnohorodka aún no pueden volver a sus casas, si es que siguen en pie. Los combates arrecian muy cerca y ya no se ven las caravanas de vecinos que hace tan solo dos días hacían cola en los checkpoints para ver si eran ciertas las noticias que diferentes autoridades ucranianas habían difundido en sus canales de Telegram. Querían ver si ya no había rusos en las calles de sus pueblos y si sus casas se habían librado de la embestida. Pero ningún coche circulaba este sábado más allá del último puesto de control, donde voluntarios locales, sin formación militar, pero con rifles automáticos colgando del hombro, se encargan de comprobar quién entra y sale de la carretera.
La "zona gris", tierra de nadie
Oleksandr Hruzevich, brigadier de las Fuerzas Terrestres de Ucrania, definió este territorio como una "zona gris". En una comparecencia pública el viernes, insistió en que hicieron retroceder a las tropas rusas. Pero en realidad, la zona es tierra de nadie, con una línea de frente difuminada y confusa, pero que da oxígeno a la defensa ucraniana ante la temida ofensiva rusa por Kiev.
Lo saben, aunque con la respiración contenida, los habitantes que aún quedan en Muzychi, diez kilómetros al oeste de Yasnohorodka. Es el último pueblo libre de combates en dirección a la capital, y también es la última localidad en la que queda un puente sin destruir sobre el río Irpín. En el único bar del pueblo, varias mujeres toman café al calor de la chimenea mientras entran y salen soldados que muestran en sus móviles los videos de las últimas batallas.
El camarero, un joven de 24 años, reparte tabaco y chocolatinas. "Nunca me he planteado irme. Este es mi pueblo. A veces también voy a combatir. No soy voluntario, soy partisano", afirma mostrando una foto suya sobre un tanque ruso destrozado.
Antes, aquí se juntaban los vecinos alrededor del humo del narguile y se comían tartas. Ahora impera la ley marcial y sirve para tejer redes de camuflaje con trapos. Todo el pueblo vive por y para el combate, salvo las mujeres jóvenes con niños o embarazadas, que han huido a Polonia y otros países vecinos, explican los parroquianos.
No todos combaten, aunque todos luchan de una u otra forma. En el pueblo hay un gran centro de reclutamiento de voluntarios que sirve de refugio a milicianos, soldados y civiles, aunque reconocen que aquí todos duermen en sus camas. "Ya ha pasado un mes, la adrenalina ha bajado bastante", comenta el camarero.
El miedo cotidiano
Las cámaras están prácticamente prohibidas en la localidad, más aún dentro del otrora centro cultural, que ahora es un auténtico cuartel general de uniformados. "Tenemos registrados los formularios de 150 voluntarios de la zona. Pero todos sabemos que hay muchos más combatiendo que no han venido a rellenar la solicitud", dice Irina. Ella era profesora de inglés en el pueblo, pero se reconvirtió en analista forense de documentos. Ahora se encarga del papeleo del centro del pueblo mientras su marido está al mando de los voluntarios de las Unidades de Defensa Territorial.
El miedo en Muzychi ya es algo tan cotidiano que apenas se repara en él. "Solo ha caído un cohete, y ha sido en el cementerio. Por suerte no hay ningún herido", explica en la cola del ultramarinos Nadiesda, de 70 años. Han visto como los vecinos del pueblo de al lado han salido en estampida tras la llegada de los soldados rusos, pero ella no piensa moverse, quiere ayudar en lo que pueda y, además, uno de sus hijos es miliciano. "Está por la zona, si tiene información siempre puede venir a avisar de que vayamos al refugio. Si nos escondiéramos siempre que suena la sirena no haríamos otra cosa, y hay mucho que hacer", asegura. Tiene confianza en su Ejército, al fin y al cabo han impedido que los rusos lleguen a su pueblo en 31 días de combates.
La incógnita ahora es si Vladímir Putin cejará en su intento de tomar Kiev, como aseguraron sus generales el viernes, para centrarse en consolidar su control en el Dombass, o si responderá con fuerza desmedida a esta contraofensiva ucraniana. Nadiesda, cuya familia vivió la Segunda Guerra Mundial, sabe que queda batalla para rato y que su pueblo sigue estando en mitad del camino ruso hacia la capital. "Solo podemos rezar para que siga sin pasar nada aquí", reconoce.
*Enviado especial a Ucrania del diario español Público, especial para Página/12.