Dicen que el primero en verlo fue un linyera llamado Francisco Gil. Esa noche, en medio del hambre que le estrangulaba las tripas y el alcohol que licuaba sus neuronas, don Paco trataba de dormir en el zaguán de un conventillo. Fue en esas circunstancias que divisó a la criatura. La desafortunada figura del animal (cuerpo de perro y cabeza de gallo) más la coincidencia de haberlo avistado en plena calle Cangallo, acabó, tiempo después, por decidir su nombre. Paco pensó en un primer momento que se trataba de un pollo, pero como nadie ha visto nunca un pollo de cuatro patas creyó estar alucinando. El hambre hizo que intentara cazarlo aun sin estar seguro de lo que veía. Ahuecando la palma de su mano, acunó en ella un puñado de maíz que había recogido ese día de las baldosas de la plaza donde pasaba las tardes soleadas e intentó acercársele. Era el maíz que los niños dan de comer a las palomas y que él molía con una botella sobre el cordón de la vereda y cocinaba en una lata, remedando así su plato favorito: la polenta. Se agachó y llamando al bicho con un grotesco pío-pío se le fue acercando. El Cangallo le saltó encima derribándolo y, luego de lamerle la cara con su lengua verdosa y áspera, se puso a picotear el maíz desparramado por el piso. Apenas acabó de engullirlo, echó a correr desapareciendo en la oscuridad.

Mucho tiempo busqué a don Francisco pero nadie supo darme noticias de él. La leyenda asegura que quien ha visto al Cangallo desaparece para siempre. En el transcurso de mis investigaciones supe también de otras anécdotas pero tratábase siempre de encuentros poco creíbles. Nada que mi riguroso espíritu científico, no sé si ya les dije que soy biólogo e investigador de bestias improbables, pudiera tomar en serio.

Las sucesivas decepciones, producto de entrevistas con testigos nada confiables y la profusión de anécdotas a todas luces falsas, ya me estaban desanimando. Pero, en ese momento, en la sala de espera de un dentista al que me vi obligado a consultar por la oportuna aparición de una muela del juicio cortando mis encías, me fue dado leer un artículo del prestigioso criptozoólogo alemán Konrad “Patito” Lorenzi. El citado artículo había sido publicado en el anuario de la revista “Natura Non Presta”. Seguramente el descrédito en que había caído dicha revista a raíz de su obstinada y seudocientífica (decían los detractores) posición a favor de la existencia del Cangallo, era la razón por la cual me había sido posible encontrarla en un lugar tan inapropiado como la sala de espera de un dentista. No hay mal que por bien no venga, pensé, y me apresté a la atenta lectura del artículo.

Grande fue mi sorpresa al encontrar en el trabajo de Lorenzi la descripción de un animal en extremo parecido al Cangallo pero que habitaba el Amazonas paraguayo. Don Konrad halló al animal no en estado salvaje, como hubiera sido lo esperable, sino domesticado. Los autores de la hazaña eran una tribu sin contacto con la civilización, los Cambá-Maraca. Estos indios, con quienes Lorenzi pasó un largo tiempo, al principio en perfecta armonía, eran grandes músicos y bailarines. Fue en una de sus festicholas (como llaman ellos a sus celebraciones religiosas) que Patito Lorenzi comenzó a sospechar que se trataba de antropófagos. A pesar de la inquietante sospecha que pronto se volvió certeza cuando vio al cacique Mandaré Sinabusá escarbándose los dientes con una falangeta, su ardoroso interés científico lo conminó a continuar con la investigación. Hasta ese momento los Cambá respetaban su integridad física y, según parece, hasta lo querían un poco. El animal en cuestión, que la tribu emparienta con el aguará-guazú y el Tataupá Bataraz, es llamado por ellos Cangayé Porá. Afirma, Lorenzi, que esta bestia es el pariente selvático del Cangallo Urbano. Tal aseveración, sostenida con fuertes argumentos, desarma los delirios teóricos de los partidarios del Raelian Movement, que aseguran que el Cangallo no puede ser sino de origen extraterrestre.

Aferrado al apoyabrazos del sillón del dentista llegué a la conclusión de que nuestro querido Konrad no había sobrevivido. Baso mi presunción en una nota a pie de página donde el editor consigna las extrañas circunstancias en que el manuscrito fue hallado. Un obrero de la empresa que estaba desmontando la selva para ampliar las fronteras sojeras civilizatorias y que había desencadenado una guerra desigual con los Cambacitos, como Lorenzi los llamaba, lo encontró en el hueco de un árbol podrido. Este dato y otros sospechosos detalles me condujeron a la infausta conclusión: sin duda, el propio Konrad había caído víctima de la guerra desencadenada por el choque de culturas y, en ese avatar, acabó sus días en los intestinos de algún Cambá. Sus restos circulan ahora por las primitivas cloacas de la selva amazónica.

Los hallazgos de Patito Lorenzi más la discutida experiencia de Paco Gil me llevaron hasta la orilla del arroyo Las Bostas, donde termina la calle Cangallo. Ahí, junto a sus fétidas aguas, lo vi por primera vez. No fue fácil entrar en contacto. Muchas bolsitas de pororó y no pocas chuletas de cerdo con puré de manzana me costó ganarme su confianza. Así, en largas noches de luna llena la triste bestia me contó su historia.

Cuando me enteré de que se trataba de un Cangallo hembra quise saber más sobre su reproducción. Me contó que eran ovíparos pero que amamantaban a sus crías hasta los quince años de edad. Tenían una vida larga, al menos ciento ochenta años que, en su mayoría, dedicaban a la reflexión filosófica cuando no a la topología lacaniana o al bonsai tibetano. Ella quería desahogarse, así que me dispuse a escucharla. La habían traído engañada, me dijo, no era originaria de la ciudad, venía del Paraguay. El nombre de su especie era Cangayé Porá y desde hacía innumerables generaciones vivían en paz con los Cambá Maraca, agregó, confirmando el escrito de Lorenzi publicado en aquella revista. Pero había cometido un grave error y, desde entonces, era la protagonista de una deleznable leyenda urbana.

En una ocasión un misionero visitó a los Cambá y aunque no consiguió convertirlos a su religión (ellos no querían renunciar a las festicholas) pudo, sin embargo, convencerla de viajar a esta ciudad. Le prometió una vida cómoda como mascota de una familia adinerada. Pero todo fue un engaño. Sólo la quería para intentar cruzarla con perros de pelea y gallos de riña para ganar dinero en los reñideros de Colombia. Elvira –así la bautizó el misionero- haciendo gala de la gran astucia de su especie, consiguió escapar.

Desde entonces, vaga por la calle Cangallo. Me explicó que no era verdad que fuera la responsable de las desapariciones. Ésa había sido la dictadura militar de turno que aprovechaba su leyenda para cargarle las culpas del genocidio que estaban perpetrando. Como es costumbre por estos lares, dijo, muchos estúpidos consumidores de noticieros televisivos, le creyeron. Al volver la democracia se sintió aliviada. Pero, luego, cuando cambiaron el nombre de la calle por el de un ex-presidente de sonoro apellido, se deprimió un poco. No porque tuviera alguna animosidad especial contra él –soy un cangallo, no un gorila, dijo- sino porque a partir de ese cambio de nombre comenzó a sentirse más extranjera que nunca.

Por último se refugió en los cien metros finales de la calle que habían recuperado el antiguo nombre. Pero estaba cansada y triste. Quería enamorarse, tener hijitos…ya estoy grande ¿viste? Por eso había decidido volver con los Cambá antes de que los civilizadores los hicieran desaparecer a pura topadora, incendio y glifosato. Así que al día siguiente tomaría el vapor que, remontando el Paraná, la llevaría de vuelta a Paraguay. Me dejó un besito picoteado y una foto autografiada.