Discutir la ciudadanía hoy en América Latina es plantearse qué tipo de organización social y política queremos como pueblo, como comunidad. Es la pregunta acerca de cuál es el significado que le damos a la democracia partiendo de la base que cualquier modelo político solo cobra sentido si su horizonte es generar condiciones para garantizar la vigencia integral de los derechos fundamentales. Un sentido sustancialmente diferente a la perspectiva que limita lo ciudadano apenas al ejercicio de los derechos políticos o la cuestión del ejercicio institucional del poder. No es lógico afirmar que las crisis que enfrentan nuestras sociedades solo pueden atribuirse apenas a la incapacidad de la dirigencia política, a su ineptitud o corrupción. Aunque estos sean componentes del problema, la raíz profunda de todas las crisis está en el atropello –por los motivos que sean- de los derechos sociales de gran parte nuestros pueblos que es, sin duda, violación de los derechos humanos.
En ese escenario no debería perderse de vista que el espacio público y la disputa de sentidos es un ámbito fundamental de la lucha simbólica por el poder. Esto sin perder de vista que solo la comunicación -los procesos comunicacionales en el ámbito público- permite la socialización y apropiación de los saberes sociales. La comunicación es democrática cuando los distintos actores generan mensajes y producen sentido desde su realidad, su historia, su identidad.
De allí la importancia de recuperar la memoria de las comunidades como fuente de un proyecto de sociedad y como síntesis de saberes que han sido acumulados y atesorados históricamente. La experiencia política y cultural de América Latina, también en la historia reciente, nos enseña en la materia.
El sentido de la democracia es la inclusión a través de derechos garantizados para todos y todas. Por eso seguimos luchando y demandando para mejorar esta democracia. Entre esos derechos está también la comunicación. No se trata solo de libertad de expresión ni de derecho a la información exclusivamente, sino del derecho a la comunicación como un concepto más complejo. Una categoría que también refiere al diálogo, a la participación, la educación para la mirada crítica frente a los mensajes que reciben las audiencias, el sentido ético y la responsabilidad de comunicadores y comunicadoras. Debe agregarse además la posibilidad de que los actores sociales reciban pluralidad de voces y puedan expresarse libremente mediante canales que lleguen a la mayoría de las audiencias.
Si se entiende que el derecho a la comunicación es facilitador de otros derechos, en tanto y cuanto habilita el acceso a los mismos, se convierte en una piedra basal de la democracia misma. Porque solo teniendo conciencia de los derechos se puede demandar su validez.
Mantener en vigencia el derecho a la comunicación es una tarea cultural pero inevitablemente política. A través de la comunicación se construye identidad nacional, se debaten ideas, se impulsan propuestas colectivas de cara a una sociedad con justicia y más vigencia plena de derechos.
Por todo lo anterior la comunicación tiene que ser atendida como una política pública, igual que la salud, la educación y hasta la misma economía. Debe incluir también redefiniciones que contemplen un equilibrio adecuado y una nueva relación entre lo privado comercial, lo social comunitario y lo público estatal. No puede ser la competencia el único camino para determinar el acceso a las audiencias y la manera excluyente de dirimir las diferencias de todo tipo. Sin perder de vista que se pueden establecer complementariedades y, sobre todo, reglas de juego a las que se atengan todos los operadores. Tan importante como generar mecanismos prácticos y operativos para que la ciudadanía, a través de organismos representativos, pueda incidir y auditar ciudadanamente la comunicación y a sus operadores.
Que el Estado renuncie la potestad de establecer políticas públicas de comunicación es resignar democracia y poner en peligro otros derechos fundamentales.