Un cuerpo es observado y retratado como una naturaleza muerta. El ángulo muerto podría ser una obra que ocurre en un museo. Hay algo de la plástica en relación a la disposición del espacio, a la posibilidad de apreciar lo que sucede desde distintos ángulos. Un gesto que obliga al público a recorrer la sala, a elegir el espacio desde donde mirar la escena, a cambiar de decisión y trasladarse.

La danza establece un diálogo con la poesía. El modo de contar las distintas etapas coreográficas tiene una forma poética, discontinua, mezcla de lenguajes donde la imagen, ese cuerpo de Lucía Giannoni fragmentado, que descubrimos a partir de variados procedimientos, hace de la danza un concepto.

La palabra es también una imagen, una proyección, una escritura íntima, tramos de un diario o un monólogo interior que deviene en una instancia de goce del propio cuerpo. La danza brinda la posibilidad de la abstracción, de trabajar sobre ideas que no tienen por qué ceñirse a un argumento o desarrollo.. El ángulo muerto podría ser una obra sobre la soledad, sobre las reflexiones que surgen del conocimiento del propio cuerpo y sobre la voluntad de exhibirlo como un experimento.

Giannoni como coreógrafa e intérprete, ofrece una pieza conceptual donde la noción de tiempo es puesta en cuestión a partir de una ilusión. Se puede bailar con el cuerpo desmembrado que en la pantalla surge como un territorio desconocido. La cara, el torso, la panza son entidades autónomas, se suceden en partes separadas en los lados de ese cubo que forma la pantalla. La coordinación audiovisual de Gonzalo Quintana y Hernán Quintana junto al diseño de estenografía de Valeria Nesis hacen de esa estructura un objeto o, más precisamente, un artefacto donde se concentra la escena. Pensamos que, tal vez, esa situación ocurrió en un pasado pero El ángulo muerto asume la idea de presencia como artificio, como escondite. La pantalla puede ser una caverna o un refugio. El deseo está encerrado en esa estructura blanca que miramos y la danza ocurre encriptada, La identidad de quien baila podría ser falsificada o mostrada descarnadamente. El cuerpo parece no tener secretos, se ofrece en sus variantes sin atenuantes como si pidiera salirse de los límites.

Hay una escritura del encierro en cada etapa de esta obra. Aquí la colaboración dramatúrgica de Martín Flores Cárdenas implica un cuidado en lo que se narra pero la acción no es propia de una historia sino de un transcurrir, de un esmero por capturar lo que ocurre cuando tenemos la impresión que nada pasa.

En la obra de Lucía Giannoni el cuerpo está sometido a la mutación. Aunque lo vemos a través de la pantalla está a la intemperie. No es un lugar seguro sino un territorio que se deteriora y así se lo explora en escena. Frente a un discurso que busca proteger los cuerpos, cuidarlos, moldearlos de una manera aceptable, Giannoni entiende al cuerpo como algo que se brinda a la vista desde su devenir. En el cuerpo está el tiempo. No existe la posibilidad de detenerlo ni congelarlo. Y es aquí donde la relación con el dispositivo audiovisual asume una lectura puramente teatral porque sucede en presente. La maquinaria técnica es una continuación del cuerpo y la danza acontece a partir de una mediación, como si lo que vemos estuviera expuesto en una vidriera y de ese modo se convirtiera en un objeto o en un espectáculo dentro de un escaparate. Una rareza humana que se cuenta a sí misma.

Como ocurría en Pulso, la obra de Eugenia Roces en la que también participó Giannoni, el dispositivo audiovisual amplia el espacio, permite al público acceder a sitios alejados de su alcance, a los recovecos de una escena que se le escapa. También es utilizado para poner una lupa sobre el cuerpo, para diseccionarlo y de ese modo verlo con ojos extraños, como nunca se lo vería. El virtuosismo de la danza no viene aquí a producir encantamiento sino a desnudar un cuerpo que ya está desnudo, a salirse de los hábitos de seducción. Como decía Virginie Despentes del personaje de Teoría King Kong, se trata de un ser cuyo sexo está puesto en cuestión porque no intenta seducir desde una identidad binaria sino habitar un cuerpo con una ingenuidad que es anterior a la cultura.

Al igual que en una película muda, la expresividad de un gesto permite desatar un mundo. La cámara va al detalle. Se puede bailar con el rostro o construir un semblante mientras se baila. El ángulo muerto se pregunta qué es bailar, cómo se baila pero, principalmente, cuándo se baila. Si el movimiento persistente de una ceja no entra en la categoría de la danza. Giannoni se desdobla. Mientras baila se mira. Es una obra de la contemplación donde el tiempo se decodifica como si descubriéramos el proceso que lleva a florecer y morir a un vegetal

Pero cuando el dispositivo se abre parece suceder la fiesta. La vitalidad de la presencia instala la vertiginosidad como si allí, frente a ese cuerpo que vimos pero sospechamos que había sido creado de a retazos, como un Frankesnstein, la solidez de esa imagen que nos sonríe y que se desplaza por la escena trajera algo del orden de lo real. Algo que se construye desde lo afectivo. Allí reside la belleza, en un ejercicio que despoja a la vista de lo esperable, que va hacia un cuerpo como si no tuviera un deseo ya formateado sino que se deja sorprender por el atractivo de lo imperfecto.

Los viernes a las 20 en El Cultural San Martín