Flavia corta los tomates en rodajas finas. Me habla. Yo muevo la cabeza. Afirmo. No escucho pero afirmo. Faltan dos minutos para las doce. Me acerco, le doy un beso, le robo una rodaja de tomate.
-¿Carlitos? -digo.
-En la pieza -dice. Camino hasta la pieza. Detrás del ruido de mi boca masticando, de los golpes del cuchillo sobre la tabla, de la aguja del segundero arrastrándose hasta las doce, Flavia, habla. Entro y me siento al lado de Carlitos.
-¿Empezó? -digo. Carlitos no contesta. Está sentado. Inmóvil. Parece esculpido como un gran juguete. Los brazos estirados. Tensos. Los puños apretados sobre las rodillas. Los ojos bien abiertos. Fijos. Unidos al televisor como por un hilo de acero invisible.
El locutor habla. Su voz es grave. Segura. Poderosa. Mientras dice que es un luchador invencible, la luz, despacio, baja. Enfocan el telón. Son dos cortinas rojas, gruesas, pesadas, separadas en el medio. Se abren y aparece: la momia blanca. Miro a Carlitos que aprieta los dedos como cuando se aprieta un limón después de haberlo exprimido dos o tres veces. Le digo que no es invencible. Que una vez, yo, la vi perder, le digo. Entonces me mira. Fue hace mucho. Tenía la misma edad que vos ahora, le digo. El locutor habla y Carlitos no me escucha más, no me mira más.
Un haz de luz blanquísima ilumina un círculo perfecto sobre la cortina roja para que entre el campeón: Martín Karadagián.
-¡Vamos! -grita Carlitos. Es un grito tan fuerte que, por un segundo, parece desprenderse de la silla y flotar en el aire. El armenio camina con los brazos levantados. Los chicos lo rodean, lo tocan. Cuando sube al ring, Carlitos, se acomoda en la silla.
Durante los no más de dos minutos que dura la pelea, los ojos de Carlitos, a veces, brillan. A veces se nublan. Siempre, siempre, están abiertos. Graba las imágenes. Talla los colores. Dibuja los gritos. Todo se junta, se compagina y arma un recuerdo. Un recuerdo que va a quedar en su memoria. Un recuerdo en el que yo, que estoy sentado al lado, no voy a estar.
-¡Carlitos! -grita Flavia cuando la momia esquiva una patada voladora. Flavia no entiende. No entiende que Carlitos no va a responder. No puede decir: "¿Qué?". Mucho menos: "¿Qué, mamá?". Y muchísimo menos: "Ya voy". Flavia no entiende. Carlitos no puede decir nada porque no está acá. Esta allá. Del otro lado de la pantalla. En el ring. En la forma en que, ahora, pone las manos sobre el cuello de Martín Karadagián. Es tanta la fuerza con la que presiona la momia que la venda a la altura de su boca se agita con más fuerza. El locutor dice que es imposible zafarse. Que es una llave mortal, dice.
-¡Carlitos! -dice Flavia.
Miro a Carlitos, a sus pies que no llegan al piso, a sus ojos con el brillo acuoso que produce la tristeza, a su boca apenas abierta, a su respiración contenida.
La momia hunde más las manos en el cuello del armenio hasta que, Karadagian, apoya una rodilla en el suelo. Después, la otra. La momia lo suelta y el campeón cae de espaldas sobre la lona. Se escucha un ruido a tablas que se quiebran. El árbitro agita los brazos, la gente abuchea. Un médico sube al ring. Karadagian tiene los ojos cerrados y mueve la cabeza como un títere mal manejado. La voz en off dice: No. No va más, dice. La momia baja del ring. Camina lento. Tiembla. Las vendas parecen desprenderse del cuerpo, pero no. Se agitan. Flamean como banderas rotas, cansadas de ganar batallas. Los chicos la ven pasar y la abuchean; no se acercan. Algunos muestran los pulgares hacia abajo. La momia cruza el telón rojo. Desaparece.
Flavia entra a la pieza.
-¿Nadie me escucha? -dice. No mira a Carlitos. Me mira a mí.
-Ya terminó -digo.
Carlitos no dice nada. Karadagian se retuerce sobre el ring como una babosa a la que le echaron sal. A Carlitos no le importa que el locutor anuncie que va a haber una revancha. Dentro de un mes, dice. En el Olimpia Basketball Club de Venado Tuerto, dice.
Miro a Carlitos. Le digo que dentro de un mes son las vacaciones. Le cuento que planeamos ir a algún lado. Miro a Flavia. Ella habla de olas, de lobos marinos y churros rellenos. A Carlitos la pupila se le achica y el azul del iris se nubla. Va a ser un domingo de mierda para Carlitos.
-¿Me podés decir que voy a hacer yo en Venado Tuerto? -dijo Flavia.
-No va a durar más de una hora. A lo sumo, dos -dije.
-Yo pensé a la costa. O a Córdoba. O a Mendoza.
-Pensá en Carlitos.
-¿Me podés decir que voy a hacer yo en Venado Tuerto? -dijo.
Esa noche y la otra y todas las que siguieron hasta el día de la fecha del show, Carlitos durmió abrazado a una foto de Karadagián. Lo sé porque yo dormí al lado de su cama, en el piso.
Tiene los brazos estirados. Tensos. Los puños apretados sobre las rodillas. Los ojos bien abiertos. Fijos en el ring. Un cuadrado alto, grande y acolchado a solo tres metros de nosotros. El locutor habla. Su voz es grave. Segura. Poderosa. Dice que es un luchador invencible. La luz, despacio, baja. El telón se abre. Aparece. La momia blanca. Miro a Carlitos que aprieta los dedos, los dientes. Entonces le digo que no es invencible. Que una vez, yo, la vi perder, le digo. Carlitos no me escucha. No me mira.
Un haz de luz blanquísima ilumina un círculo perfecto sobre el telón para que entre el campeón: Martín Karadagián.
-¡Vamos! -grita Carlitos. Es un grito tan fuerte que por un segundo parece desprenderse de la silla y flotar en el aire. El armenio camina con los brazos levantados. Los chicos bajan de la platea y lo rodean, lo tocan. Cuando sube al ring, Carlitos, se para sobre la silla. Empieza la lucha. La momia esquiva una patada voladora y el campeón termina enredado entre las cuerdas. La momia se acerca y pone las manos sobre el cuello de Martín Karadagian. Es tanta la fuerza con la que presiona la momia que la venda a la altura de su boca se agita con más fuerza. El locutor dice que es imposible zafarse. Que es una llave mortal, dice. Miro a Carlitos. los ojos vidriosos. La boca apenas abierta. La respiración contenida.
Entonces, me paro. Salto las vallas de contención y corro hasta el ring. Subo. Karadagian está en el piso. Las luces hacen que todo se vea muy claro. La momia, tiembla. Sube y baja los brazos en un claro signo de triunfo. El árbitro se agacha. Me agarra del brazo. Me dice algo. No escucho. Busco con la mirada a Carlitos. Lo veo parado arriba de la silla. Salta. La cara roja, las manos abiertas alrededor de la boca. Meto las manos por debajo de los brazos de Karadagian y tiro. Tiro con todas mis fuerzas.
-Soltáme -dice el armenio.
Y entonces imagino las pupilas de Carlitos: dos puntos enormes que se agigantan. Y en el centro del iris todo se vuelve tan azul, tan claro.