Millares de argentinos gritaban en decenas de ciudades “Se va a acabar/se va a acabar /la dictadura militar”. La consigna se había escuchado en algunas canchas de fútbol, en ciertos recitales. Repetirla era auto percibirse con futuro, ponía en palabras lo que, quizá, se consideraba imposible años o hasta meses atrás.
Algunos manifestantes entonaban “siga el baile/siga el baile/al compás del tamboril/CGT hay una sola/CGT la de Brasil”. Una forma de demarcar diferencias: CGT había dos. La participacionista (la oficial que conservaba la sede de Azopardo) y la combativa.
Millares de argentinos puteaban (puteábamos) a la cana que reprimía con saña. La gente común (con experiencia militante o novata en esas lides) encaraba, se atrevía. En la Capital, donde marchó este cronista, otros argentinos les daban una manito a los manifestantes. Abrían las puertas de las casas o los dejaban colarse en los cafés para esquivar las embestidas de los carros de asalto, la Guardia de Infantería, los “cosacos” montados a caballo. Los que balconeaban también puteaban, con más cuidado, pero puteaban. Con sabia cautela, arrojaban algún proyectil a los uniformados desde los balcones.
Los manifestantes procuraban llegar a la Plaza de Mayo, con suerte dispar. Los milicos la vallaron y defendían como si fuera el Alcázar de Toledo.
El 30 de marzo de 1982 sorprendió por su magnitud, porque la muchedumbre se sobrepuso al miedo, recuperó las calles. Fue mucho más decantación que estallido. Algo acuñado durante años, primero por pocos. La dictadura retrocedía.
Las cifras sobre participantes, número de detenidos y heridos son dudosas en tiempos de censura. Cientos de heridos, miles de presos, sin duda. Un asesinado, dirigente gremial también, en Mendoza: José Benedicto Ortiz.
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Saúl Ubaldini había crecido desde el pie, con su discurso sencillo, claro, directo, simple, tan similar al que repetiría en democracia. Decía al convocar a San Cayetano en 1981: “La patria convoca al pueblo (…) Contra la desocupación contra los salarios de hambre (…) con los brazos abiertos (…) Paz, pan y trabajo”. Un cóctel entre el primer peronismo y el cristianismo social. Saúl, un precursor de Francisco, sin saberlo ninguno de los dos.
Cuesta imaginar ahora cómo se fue haciendo popular (aunque más no fuera re-conocido) un gremialista de un sindicato pequeño, sin “fierros” comunicativos, sin el aparato de la CGT entreguista. Pero Saúl ya era querido, una referencia. Se fue legitimando a pura calle, a la comunicación boca a boca. Lorenzo Miguel lo digitó suponiendo (seguramente) que el cervecero tendría un techo, que siempre sería su “pollo”… se equivocó.
Las Madres y las Abuelas dieron el ejemplo, imborrable e inalcanzable. El 30 de marzo corroboró que la resistencia tuvo otros protagonistas, otros espacios, otros momentos. La jornada refulge por visibilidad; fue parte de un largo camino. La clase trabajadora demarcó hitos, desde el primer día. Sin tantos dirigentes a la cabeza… pero con algunos que aguantaron los trapos y se atrevieron cuando cualquier rebeldía podía costar la vida.
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Con los años se reveló que la mayoría de las víctimas de la dictadura fueron laburantes, que un porcentaje alto fue secuestrado de sus lugares de trabajo. La complicidad patronal se fue develando de a puchos aunque de modo incontrastable.
Además de quienes dejaron la vida o perdieron la libertad, hubo trabajadores que la pelearon con conciencia de clase desde el primer día. Modalidades ya conocidas se propagaron: el “trabajo a reglamento” cumpliendo todas las estipulaciones legales que lo hacen lento, “improductivo”, contrariando la productividad perseguida por los empleadores. Pequeños sabotajes cometidos por quienes conocían al dedillo sus laburos, imperceptibles al momento de cometerse, notorios al terminar el producto.
Y desde luego, los paros, las jornadas de protesta en establecimientos o pueblos determinados. El paro de abril de 1979, convocado por los “25” confrontando con el poder dictatorial, haciendo frente a los burócratas. Había que animarse en tamaño contexto, reconociendo incluso el temor que frenaba a compañeras y compañeros.
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La cercanía con el desembarco en Malvinas y el consiguiente viraje histórico distorsiona, tal vez, el sentido y la magnitud del 30 de marzo. Por lo pronto, no parece certero que el 2 de abril haya sido respuesta, el “quiero retruco” a la movilización que lo precedió. Los estudios históricos revelan que la movida se preparaba desde antes porque la tiranía atisbaba lo que el 30 de marzo puso en llaga. Se licuaba el poder, había que dar un golpe de mano.
El apoyo popular al desembarco primero y a la guerra después sorprendieron también. Contados dirigentes se sustrajeron a la tentación de sumarse. Entre los de primer nivel se destacó Raúl Alfonsín que llegaría a la presidencia en 1983. Captó como pocos el peligro que implicaba una revalidación de la dictadura.
Masas de argentinos se entusiasmaron, se alistaron, vivaron al dictador Leopoldo Fortunato Galtieri en la Plaza de Mayo. Algunos, tal vez lo habían confrontado a fin de marzo. En un libro formidable, “La otra guerra” la periodista Leila Guerriero narra una historia real, increíble. Julio Cao tenía 21 años, era maestro, su compañera estaba embarazada. El 30 se movilizó y gritó “Galtieri, hijo de puta”. Días después, conmovido por la invasión a Malvinas, se alistó, fue a la guerra. Su madre quiso disuadirlo. Le respondió “Yo no podría hablarles a mis alumnos de nuestros próceres de Belgrano y San Martín, si dejo a mis compañeros ir solos a defender a la patria”. Se fue, murió allá, su cuerpo se lo enterró como NN. Fue identificado años después gracias a la labor del Equipo Argentino de Antropología Forense. Esa historia es peculiar. No habla de una tendencia ni de estadística. Pero la buena crónica siempre enseña algo. Este cronista la glosa acá porque cree que ayuda a intuir rasgos de aquella época. Infernal, turbulenta, difícil, signada por la irresponsabilidad de la dictadura.
Retomemos, entonces. Cuando alboreaba ese glorioso 30 de marzo, el régimen se caía a pedazos, se aprestaba a dar un manotazo de ahogado. Lo derrumbaron sus errores, sus políticas, la economía. Pero la resistencia popular, la conciencia de clase, el compromiso de laburantes y dirigentes que le dieron pelea durante siete años y cuando se pudo ganaron el espacio público. Como el 17 de octubre del 45, como tantas veces desde entonces hasta nuestros días.