Al modo de Sans soleil, la película de Cris Marker, una voz firme, bella, sustanciosa, enlaza poesía y elementos de la crónica para recorrer el mundo donde le toca vivir, el mundo humano, el mundo animal, el determinado por el poder y la vulnerabilidad, el familiar, el íntimo.
Entregado a las delicias de la serie que guarda un sin fin de diferencias, el ojo de Genovese testifica sin perderse. En el poema "Las mulas", subjetiva en cada mula la singularidad disuelta en el plural: La que quiso alcanzar el avión/ hacia Madrid/ con unos atados de papel de aluminio. / La que empujaba el carrito en la frontera/ con los paquetes para el dealer. / La que lo hacía por única vez/ o una vez más, la última/ tomada por la furia o la necesidad. En el poema "Troncos", devuelve su identidad a cada pedazo de madera desprendido de un árbol: Troncos volcados a un costado/ del camino de sirgas, deformes./ Troncos mellados por el barro/ de las mareas;/en medio de la oscuridad te detienen/ como si cobraran vida/ animales agazapados.
Ser en el juego unx más, aceptar esa tensión entre lo colectivo y lo individuado que la era de Acuario trae como propuesta, por fuera de las generalidades, pero bajo el amparo de la atmósfera –amorosa, poética- que le da significado. Migrantes, traficantes, rescatistas, partidas (la de su amiga Irene Gruss en el conmovedor "Bagdad Café", o en "Mudar y mutar", la mudanza de su hija a una nueva casa), reencuentros, visitas a otras geografías, objetos y símbolos que van de una cultura a la otra, son tópicos que componen el escenario sobre el que Genovese escribió, probablemente, durante el tiempo de la pandemia. Prueba de que es fruto de esa época es que este libro también ofrece testimonio de aquel viaje hecho sin salir de la propia casa a través de las imágenes televisivas: El planeta ha vuelto/ a ser cristalino. / Cada casa, una cáscara de nuez partida, / un arca de Noé, / el abrazo que va a erizarnos/ para después del diluvio, dice en El continente negro. En estos versos, los animales circulan por una tierra que se mostraba deshabitada por la masa humana y en la imaginación idílica del poema, restituida al resto de las especies. Son varios los poemas que toman por tópico una animalidad que completa la figura de un mundo en movimiento. En La aceleración del tiempo, Genovese compara su lentitud con la velocidad que adquiere la lagartija cuando se asusta. En Las migrantes, una nube de abejas abandona su asentamiento, la colmena improvisada, y la autora se pregunta: ¿A dónde iremos abejas/ en la destemplanza?.
La materia se hace inseparable del lenguaje, o al revés, el verbo se hace carne en los versos corpóreos de Oro en la lejanía. Aquí Alicia no viaja a través de los espejos, sino que se arroja a una espesura más allá de sí misma, sobre los botes desbordados que el mar empuja a una playa de Cádiz, sobre una barcaza de náufragos que cruza el Mediterráneo. Este viaje nunca podría ser ligero, ni caer en la tentación de informar, porque el viaje mismo es el poema. Consta de treinta este libro, muchos de ellos son estampas de un arraigo a lo invisible del que se apropia en "Extranjera": Ser extranjera/ llevar una raíz expuesta, / una raíz aérea./ Recibir el alimento/ en esa suspensión./ Ser extranjera/ como un clavel del aire.
Pero también estos son poemas que hablan de la pertenencia a un universo sin exclusiones, el del lenguaje. Como Ulises camino a Itaca, el derrotero que propone la autora de La doble voz y La línea del desierto, entre otros libros fundamentales de nuestra poesía y ensayística contemporánea, es el hallazgo de la propia interioridad a través de las palabras que como dice en “Las herramientas (y todo lo que no se puede manipular)”, último poema del libro: Exigen tanta cautela/ como desprotección./ Con ellas, como pinzas y llaves,/ se ajusta y se abre,/ se va derecho a la desarmadura.