La oscuridad rebota en los ocho rincones, se agota en su eco. La luz no la puede, allá afuera se la están comiendo. El piso transpira orines. Un sonido se granula leve; caen arena y costra de pintura desde los muros. Son cucarachas que bajan. Caminan sobre la sangre, hurgan, comen. El hombre se mueve y ellas se repliegan. Vuelven. El hombre se sacude, le duele. Se toca las manos, palpa su vientre, no siente los genitales. Recuerda el elástico y los cables. Los hombres con capucha, las preguntas y los baldazos de agua. Descubre sangre seca en la cara y una herida abierta en la cabeza. Otra vez se paraliza y lo cubren las cucarachas.

La luz le da en la cara. Un rayo oblicuo va desde un ventanuco a su frente. Se levanta, hueso sobre hueso. El rayo se queda en el piso. Sus ojos llegan al borde de la ventana. Ve pasto entre los barrotes. Es amarillo. Está seco, seco porque es invierno. Yo tenía la polera bordó, se dice. Salí por atrás, Toni. No pude, sentí los golpes y el tiro. Me volví.

Ve pasar pies descalzos, bastos, con pelos. Tropiezan. Mocasines marrones con medias blancas los obligan. Un par de acordonados negros, lustrosos, se detienen, aplastan un cigarrillo. Pisan papeles rotos, escritos. Imposible rearmar lo que dicen.

Un gato negro se echa frente a su ventana, se duerme al sol. Tengo frío, mamá. Mirá al mariconcito, sacudilo otra vez, Juárez. El gato se estira y se pierde.

Lejos ve arbustos. Intermitentes. La ruta. Vas por la cuarenta, levantás a la piba y cruzás, dale Toni, te marcaron, se van despacio, ella se tiene que cuidar.

Ahora son borcegos que arrastran una melena negra; los pies pequeños, muy blancos, raspan en el suelo. Se detiene. Otro par de borcegos, se agachan, casi les ve la cara, levantan las piernas y las manosean. Siguen: borcegos, la mujer que adivina, borcegos.

Decime el nombre, pendejo. Llevalo a la parrilla, Juárez.

Se tira en el cemento. Aprieta los ojos. Se tapa los oídos.

Ya está Juárez, tiralo al hoyo.

La luz construye el bar: tres vidrieras, atrás, un espejo del techo al piso. A Cristina, la resolana del río se le espeja en el pelo y borra el nombre de sus libros. Él habla bajo, a los ojos de ella. Mueve las manos, atrapa sol y lo suelta. Ella pestañea lento, mueve la cabeza, asiente. Él mira alrededor. Paga y se va. Ella ara el pelo negro con los dedos blancos. Se mira en el espejo del fondo. Se para, se estira la pollera en la cola, abraza los libros.

En la calle camina mirando el piso, el pelo le llueve en la cara. Las botas van siseando la vereda. Sube la barranca por la escalera, uno, dos, tres, pierde la cuenta; su hermano le dijo que son ciento cuatro. Tres cuadras de chalets hasta que encuentra la parada del colectivo.

Un tipo se le para al lado, quiere darle charla; ella revolea el pelo y mira para otro lado. El tipo le dice malita; ella baja el cordón y mira la calle hasta donde le dan los ojos: nada. Camina hasta el medio del pavimento, mira el reloj. El tipo insiste. Por fin el doscientos diez la levanta, la deja en el centro.

Entra en una cabina, hace una llamada de diez segundos. Se para frente las vidrieras de la tienda grande, se mete en el hall de los encuentros, saluda con una sonrisa a dos compañeras de la facultad, entra a la tienda, se perfuma en un probador, camina hasta la escalera mecánica y vuelve a salir; las chicas ya se fueron. Se apoya en la pared de mármol, se deja atropellar por un jovencito, suelta los libros; se agachan juntos a recogerlos; él se lleva los volantes que le dio Toni.

Taconea rápido, le arde la cara, mira si alguien la sigue. Tres cuadras adelante deja que el orgullo le relaje el pecho. Camina, sin sentirlo, hasta la pensión de Toni. No ve al tipo que la acosó en la parada sentado en el bar de la esquina.

Él no llegó, sale de la fábrica a las ocho. Lo espera en la pieza que comparte con el Chiquitín. Lee las paredes: “Hace apenas dos años que nos juntamos/ para hacer algo/ aunque sea bien poco/ por la patria doméstica/ la pobrecita/ jodida”. Da una mirada a las demás pegatinas, se sienta al borde de la cama, junto a la mesa de luz. Levanta el visor de diapositivas, como el que dan en los circos, dice: qué mirás boludo. “Es para los servicios, por si alguna vez me allanan”. Se recuesta, siente el olor a Toni en la almohada, la abraza y se duerme.

Él le revuelve el pelo para despertarla. Cristina se enciende con su relato, le dice que está para más, se queda con él.

Se despierta con los ojos tapados, oye la compañía: alguien se queja, alguien llora, alguien dice algo que no comprende.

Putitos, ¿van a comer ahora?, les sacan las vendas, les desparraman la comida. Se pueden mirar entre ellos, son espejos de la propia desgracia.

Juárez patea a Toni. Che, buchón, está preñada la minita; tranquilo pibe, esta noche te sacamos a pasear y, en una de esas, la ves. Todos saben de qué habla. Nico se contrae, no le contesta.

Quedan solos; las palabras roncas empiezan a brotar. Los nombres, de dónde son. Miguelito llama a alguien. Efraín le pasa un brazo por los hombros, fantasea con que los van a soltar, a veces fue así. Un colorado flaquito plantea la evasión. Se aferran: golpeamos al tipo, le quitamos el fierro, atropellamos, ¿por dónde está la salida?

Les apagan la luz.

Julia se limpia las manos con aguarrás: la piel blanca está roja, azul, verde, de los aerosoles. Las frota, las sopla; un mechón de cabello negro le cae en la cara; lo va a recoger, se frena . Llama a su mamá, le pide trapos y algo para el pelo. Cristina le pregunta si es el pasacalle fijo o el que encabezará la marcha. Le recoge las mechas con una gomita. ¿Te vienen a buscar los compañeros? Nos vamos juntos hasta los Tribunales; se para, la abraza. ¿Venís con nosotros viejita?

Las palmeras del boulevard no saben dar sombra, es noviembre. Se aguantan. Sostienen las pancartas , los mástiles de los pasacalles. Las banderas, donde flamean Nico y otros desaparecidos, están altas. Cantan, comparten el agua. Arman una plataforma de sonido. Se escuchan y se alientan.

Cristina baja de un auto azul, la custodian dos trajeados. Da la vuelta, levanta los brazos, pone los dedos en V. Le responden: ahora y siempre, ahora y siempre, no nos han vencido y otras cosas que se acoplan y no llegan claras. Con la garganta seca les grita un ¡Juicio y Castigo! entrecortado. Entra a los Tribunales.

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