Microbios en el vidrio

Esculturas delicadas, intrincadas, precisas, transparentes, en vidrio; por lo general, hechas en una escala de un millón de veces el tamaño real de lo que representan. Una manera, pues, de hacer visible a los ojos… bacterias, virus, parásitos, algunos decididamente fatales, grandes matadores de la historia que Luke Jerram lleva a modo macro, para que se vean cuando no media un microscopio. Reputado artista británico, Glass Microbiology no nació con la pandemia, tiene más de una década y media de andadura, aunque evidentemente incluye en sus filas a SARS-CoV-2, una de las más recientes incorporaciones a una colección que ya se ha ocupado del virus Zika, de la bacteria E. coli, de la malaria, la viruela, entre otros. “Como soy daltónico, me interesa explorar los límites de la percepción”, resalta quien, previo a esculpir, trabaja con científicos de universidad de la Universidad de Bristol. Sus piezas, por cierto, se encuentran entre las colecciones permanentes de museos de Nueva York, Londres, Shanghái, han sido exhibidas a lo largo y ancho, han sido compradas por coleccionistas privados (“desde estrellas del pop hasta científicos”, se pavonea el propio Jerram). “Al principio de mi investigación descubrí que los virus no tienen color porque son más pequeños que la longitud de onda de la luz. Son tan pequeños que solo se pueden ver con un microscopio electrónico como imágenes granulosas bastante indefinidas”, anota, dando las razones por su predilección por obras incoloras, claras, detallistas. Y bonitas, todo sea dicho, porque “al trabajar en vidrio, creas algo que es increíblemente hermoso. Hay una tensión allí, entre la belleza del objeto y lo que representa”, señala el hombre que busca que “al hacer visible lo invisible, podamos sentir que tenemos un mejor control sobre lo que amenaza”.

Jesús, el perseverante

La vocación es tan fuerte en el pintor español Jesús Cees que no ha podido resistirse “a la inspiración”. Tal es el argumento que ha esgrimido este artista alicantino al conocer que podría ser sancionado por el Ayuntamiento de Alcoy, en España, por haber estampado murales en la Ermita de San Cristóbal, a pesar de que le negaran los permisos y a sabiendas de que se trata de un Bien de Relevancia Local, o sea, que está amparada por la ley de patrimonio de la Comunidad Valenciana. Ubicada a unos 900 metros de altitud, con acceso por senderos de montaña, se trata de una antiquísima ermita –iglesia pequeña dedicada a un santo o a una advocación mariana– de estilo medieval, presuntamente construida en los años 1300, que se ha mantenido en condiciones gracias a esfuerzos de los vecinos. Hace unos años, Cees fue de la partida: restauró el retrato de San Cristóbal que había perdido algo de color, pero ¡claro! viendo las paredes tan blancas, le dieron ganas de continuar. Entonces solicitó la autorización pertinente para intervenir los muros y el techo del petit santuario, que –dicho está– le fue negada. Cansado de tantas trabas, se mandó solito su alma, asumiendo las consecuencias, y en 2020, Cees tomó sus bártulos y estuvo hasta 4 meses pintando y pintando la ermita medieval. Solo interrumpió la faena cuando tuvo la mala pata de caerse y romperse ambas muñecas. Aunque ahora, ya curado, el hombre tiene intenciones de reanudar su trabajo, ¡aún cuando podrían sancionarlo por lo ya hecho! Perseverante o tozudo, según el cristal con el que se mire, Jesús claramente está en una misión porque, dicho está, se debe a su inspiración, que cita como única razón para las colorinches obras que ha plantado al interior de la capillita, anacrónicas como mínimo. Dicho lo dicho, no solo sigue compartiendo las piezas en sus redes: ha tenido el tupé de pedir al ayuntamiento un andamio para seguir, después de los reiterados “no” y la posible sanción.

Un juego, un mensaje

“Sigamos ayudando a construir un futuro en el que los rompecabezas sean cada más difíciles de armar”, reza una reciente iniciativa de la organización ecologista World Wildlife Fund, más precisamente de su sede en Canadá. La frase es bastante literal, no hay que romperse el coco para entenderla: esta entidad, que trabaja activamente en la protección y restauración del medioambiente, acaba de lanzar una serie de rompecabezas donde la cantidad de piezas representa el exacto número de cada especie de animal que queda en el planeta Tierra. Así, el del panda gigante se completa encastrando 1864 partes, que es el número de pandas vivito y coleando hoy día; una criatura a que, cabe recordar, ya no está “en peligro de extinción” sino “en situación vulnerable”, gracias a los exitosos esfuerzos de conservacionistas por salvaguardar al adorable bicho. Los rompecabezas restantes de la colección flamante, empero, pintan un panorama bastante más pesimista: el del tigre de Sumatra consta de apenas 400 piezas (tal su población viva); el del perezoso pigmeo de tres dedos contiene 79; y la orca residente del sur cuenta con tan solo 73. “Esta iniciativa proviene de nuestra necesidad por ilustrar de manera potente la crisis de la biodiversidad y la situación urgente de algunas especies en riesgo del planeta”, anota la ONG en su web, donde cada puzle pronto estará a la venta. Saldrán entre 30 y 45 dólares, y el dinero recaudado servirá a la propia fundación para perseverar en sus misiones. Porque evidentemente lo entretenido no quita lo inquietante; en palabras de Mark Charles, vicepresidente de marketing de WWF Canadá, “sabemos que el planeta está en crisis”. Así y todo, pone la nota luminosa el buen hombre al señalar que “todavía hay tiempo para revertir las cosas. Es nuestra misión garantizar que, con el correr del tiempo, la cantidad de piezas de los puzles crezca, y mucho”. Más dificultad en el armado equivale a más divertimento aunque, lo más importante, significaría que el número de bichos va en aumento.

¡El tiburón, el tiburón!

Una tarde de 1986, Bill Heine –un empresario y presentador de radio– tomaba una copa de vino con un amigo escultor, John Buckley, en su casa de Oxford, Inglaterra, cuando juntos tuvieron una extravagante idea: crear un tiburón de casi ocho metros, de fibra de vidrio, e instalarlo en el techo. La idea era que pareciese que el enorme pez había caído del cielo y se había estrellado en su propiedad del barrio de Headington. Apenas unos meses después, la casa de Heine se destacaba, y mucho, en el monótono paisaje suburbano gracias al tiburón estrolado, que colocó sin la aprobación de los funcionarios locales, convencido de que nadie tenía derecho a prohibirle qué hacer con su casa, y mucho menos qué era o no era una obra artística. El asunto devino batalla entre el ayuntamiento y este estadounidense que se había mudado a Reino Unido para estudiar leyes en la Universidad de Oxford en la década de 1960; durante años intentaron que retirara el objeto. En vano. Bill Heine, que murió en 2019, se salió con la suya: el bicharraco de unos 200 kilos permanece aún en la disruptiva fachada, un hito local muy apreciado por los vecinos, notable triunfo de la excentricidad por sobre la gris burocracia. Por cierto: aunque no estaba cerrada a interpretaciones, el hombre decía que, de algún modo, su tiburón era un símbolo antibélico, una declaración sobre la barbarie de la guerra y el sentimiento de impotencia y vulnerabilidad cuando acaece un desastre. También, acaso la lectura más lineal, era una forma de protesta contra las restricciones de la planificación urbana y la censura. Pues, los pasados días ha ocurrido algo que tiene por el camino de la amargura a Magnus Hanson-Heine, hijo de Bill, actual dueño de la afamada casita. En un giro –como mínimo– irónico, el mismo ayuntamiento que antaño batallara contra el pescado, ahora lo ha designado monumento protegido. Ajá: le han dado estatus de referencia, es ahora sitio patrimonial de Headington, tenido por “contribución especial a la comunidad”, en palabras de las autoridades. Y Magnus, que es químico cuántico, no solo no está contento con la noticia: ¡está que trina! “Que la misma institución de planificación urbana eleve a símbolo histórico una estructura pensada para desafiar la planificación urbana es un sinsentido”, a su encolerizado parecer. Nomás enterarse de la nominación, trató por todos los medios de detener el asunto, pero no rindió frutos su esmero: su hogar ya goza de una honra que, para él, no es tal. Incluso le impide desarticular la criatura el día de mañana, algo que no está en sus planes, pero que igualmente coarta su libertad de hacer lo que le venga en gana con el bicho acuático. La intención primera de mentado tiburón, absorbida por el statu quo, qué se le va a hacer.