Es difícil precisar cómo y cuándo empezó la tradición y, aún más, por qué ha perdurado por los siglos de los siglos. Pero lo cierto es que desde tiempos inmemoriales las mujeres llevan los cabellos largos, pretendido símbolo de feminidad, fertilidad, juventud, erotismo. Pasaron las épocas, las modas, los arreglos capilares, pero la melena kilométrica ha persistido, desde -como mínimo- las culturas romanas y griegas antiguas, suelta o recogida en complicados peinados. Incluso en momentos en los que era imposible lavarse las mechas con relativa frecuencia, como en la Edad Media, tocaba tener pelo abundante, a veces trenzado, en algunos casos escondido en cofias o gorros en pos de evitar miradas masculinas lascivas.
Nótese que hacia 1500s el doc Paracelso (que habría acuñado la frase “Solo la dosis hace al veneno”) definía la cabellera como “la corona real de la feminidad”, un concepto que ha inspirado a infinidad de pintores y poetas, desde Tiziano y los Prerrafaelistas hasta Ovidio y Quevedo, que dedicaron pinceladas y versos a las frondosas melenas de Medusa (en este caso, de serpientes, animal vinculado con la misoginia), Lady Godiva, María Magdalena… ¿Cuál es el máximo sacrificio que hace la resuelta Jo March para juntar unos mangos cuando su familia lo necesita? Cortarse el lustroso pelo, para asombro y admiración del resto de las Mujercitas. ¿Qué entregan ciertas enamoradas a sus galanes para mantener viva la chispa cuando toca estar lejos? Un fetichista mechón dentro de un relicario.
Fetiche que encuentra otra aplicación en 7 hermanas de fines del siglo XIX: las chicas Sutherland, que enloquecían a multitudes masculinas en los Estados Unidos con un show que básicamente consistía en soltarse sus cabelleras, tan largas que -en total- sumaban 11 metros. En tiempos en los que había que tener el pelo recogido, el lugar común insistía en que ese cortinado capilar ataba amores, enmascaraba desnudez, daba a varones sedoso refugio.
Aún cuando algunos mandatos ya no circulan, o lo hacen con menos bríos; aún cuando (vía Coco Chanel) hayamos mandado al diablo el corsé que inducía al desmayo con el objeto de tener la exigida cintura avispa; o más recientemente, los tacos obligatorios ¡incluso! en disciplinas deportivas, la cabellera larga perdura, como puede corroborarse haciendo un veloz zapping por la pantalla de tevé, particularmente en informativos y programas de chismes. O leyendo sobre la industria billonaria que, cada año, genera enorme consumo de champúes, tinturas, baños de crema, cortes de pelo, secadores, planchitas…
Pues sí, una mujer calva es disruptiva
A raíz de la tan comentada trifulca en los premios Oscar, se puso en foco la alopecia (por definición, la pérdida del cabello) femenina, condición que -desde años- lleva por el camino del miedo y la angustia a Jada Pinkett Smith, esposa de ya saben quién. La actriz ha hablado abiertamente del tema, explicando cómo la ha embargado la vergüenza, el dolor, la ansiedad, la depresión; contando que le costó muchísimo dejar de taparse con pañuelos y empezar a lucir orgullosamente la rapada; que finalmente dejó de pesarle (tanto) el hecho de no ajustarse a los cánones de belleza predominantes. Cánones que, en la comunidad afro, resultan aún más dolorosos, tienen ribetes más profundos: mucho se podría decir sobre la histórica presión añadida de tener una melena lacia, larga, brillosa; de alisar el cabello a costa de tratamientos que muchas veces causan escozor, lastiman los propios filamentos y las raíces, producen la caída del pelo…
En los últimos días, especialistas han explicado con pelos y señales que las causas de la alopecia son varias: estrés, predisposición genética, anemia, tracción o tensado excesivo, alteraciones tiroideas, COVID, dietas desbalanceadas, etcétera. Han señalado además que existen versiones autoinmunes como la alopecia areata, sobre la que más se ha discurrido. Y está también la alopecia cicatricial centrífuga central, que causa cicatrices y pérdida permanente, y afecta casi exclusivamente a mujeres afrodescendientes de entre 30 y 55 años. Se han escuchado además otros testimonios en distintas latitudes que dan cuenta del mismo sufrimiento y del mismo pavor a los que se ha referido Jada Pinkett; de cómo la mirada pública asume que una testa rasurada es sinónimo de tratamientos de cáncer; de cómo son invitadas a taparse la calva con pañuelos o pelucas. Cuando no son observadas con mirada intrusiva en lugares públicos como si fueran freakis.
Mujer rapada, mujer marginada
Tradicionalmente una mujer rapada fue tenida por marginada, chiflada, castigada, desexualizada. Hacia 1400s, el Malleus Maleficarum, manual favorito de inquisidores medievales, consideraba que el cabello de las brujas estaba tan cargado de poderes, que había que cortarles las mechas al ras antes de mandarlas a la pira. En el Antiguo Testamento, el Deuteronomio aclara que soldados encaprichados con cautivas de tribus enemigas podían casarse con ellas… siempre y cuando afeitaran antes a las chicas violentadas y esclavizadas como botín de guerra. Y en el siglo pasado, las francesas acusadas de “colaboracionismo horizontal” (o sea, de acostarse con el enemigo nazi) fueron públicamente rapadas, obligadas luego a desfilar por las calles descalzas, con esvásticas pintadas en el pecho con su propio lápiz labial…
Ha habido zarpadas como Grace Jones quien en los
70s eligió abrazar el look andrógino porque se le dio la gana, tan contenta de
que la pelada la hiciera lucir intimidante, “dura en un mundo suave”. Más cerca
en el tiempo, actrices y modelos como Kristen Stewart, Cara Delevigne y Zoë
Kravitz decidieron expresar su libertad capilar al ras, sin pruritos. Y está
Jada, claro, que ha hecho de la carencia virtud. Son pocas, aunque suficientes
para darle coraje a las que todavía no se animan a usar el pelo corto e ir más
livianas por la vida.