El Museo Erótico de la Ciudad de Buenos Aires existe aunque Google Maps lo niegue con su famoso alerta: “No se puede determinar su ubicación”. Lo fundó Eduardo Orenstein hace más de 20 años en el corazón del barrio de Flores. “Mirá si no va a existir”, dice y para contradecir al algoritmo abre las puertas de una vieja casona permitiendo que la luz del sol descubra grandes habitaciones pobladas por bibliotecas, vitrinas, cajas, archiveros y exhibidores en donde Orenstein investiga, ordena, protege, clasifica y documenta la mayor colección de objetos y artefactos sobre la historia del erotismo popular rioplatense desde el siglo XX.
Botellas fálicas de vidrio; superhéroes a los que un artesano anónimo les agregó poderosos atributos sexuales; radios eróticas que para cambiar de dial ofrecen pezones; muñequitas de plástico intervenidas para imaginar sesiones sados; viejos afiches de cine y partituras de tangos con alusiones sin filtro (como por ejemplo el conocido “¡Afeitate el 7 que el 8 es fiesta!”, de Antonio Lagomarsino); decenas de folletines sexuales sin pie de imprenta ni editorial reconocible y firmados con alevosos seudónimos (Benito Camela, Calderón de la Lancha a Nafta o Abraham Culiado); cancioneros en copla y en joda sobre gauchos penetrantes y penetrados; cajas con fotografías de gente anónima en pleno disfrute ante el flash e incluso las parodias al modo de los Tijuana Bibles –publicaciones clandestinas que circularon en los años '30 en EE.UU. en las que se representaba sexualmente a personajes clásicos de la historietas y del cine– de las tiras Don Fulgencio, El otro yo del Dr. Merengue y hasta del mismísimo moralista Patoruzú.
El primer Museo Erótico de la Ciudad de Buenos Aires no reconocido por Google Maps ni por el gobierno local (pese a las gestiones pertinentes) carece de las luces y las salas de exposición de los grandes museos sexuales que hay en el mundo: el Mosex de Nueva York, la Erótica de Barcelona o el de Arte Erótico Hamburgo, por citar algunos. Sin embargo, el de Orenstein es el único que no sucumbe a la facilidad de abordar la sexualidad como espectáculo y enmascararla bajo los signos del arte. No. El Museo de Orenstein –gestado como idea a principios de los ’90 y tras las experiencias de la revista El libertino y sus recordadas muestras Erotizarte, censuradas en su momento por el cardenal Antonio Quarracino– aspira a reconstruir el mapa erótico trazado por el imaginario sexual del ciudadano común, sin pretensiones artísticas ni comerciales, tan solo por el disfrute y el humor. Un mapa que marca las zonas de libertad adonde no llegan las sombras de las políticas represivas, de las penalidades religiosas, morales y de la eterna solemnidad que asola a las sociedades rioplatenses.
“El Museo apunta a eso que los franceses llaman Erotisme du dimanche, erotismo del domingo, que no es otra cosa que el erotismo popular que encuentra en el chiste, en el chasco y hasta en objetos industriales y/o artesanales, el disfrute y la picardía de lo erótico-pornográfico. Porque a mí me gusta todo lo que tiene que ver con el sexo como trasgresión, como aspecto subversivo. Posiblemente esto se deba a que pertenezco a una generación reprimida por las dictaduras, pero también tiene que ver con que a mí me interesa el erotismo en tanto misterio. Yo creo que el erotismo es uno de los últimos reductos misteriosos del individuo. Y como la sexualidad contradice todo lo que promueve la cultura establecida, y como yo soy un neurótico y creo que efectivamente el orden que tenemos no es bueno, veo en el sexo un camino de libertad”.
Así habla y piensa Orenstein, montevideano nacido en 1957 y radicado en Buenos Aires desde 1974. Un gran conversador, un cuidadoso coleccionista de objetos que la cultura predominante desprecia y considera “arte bruto”; un librero de muchos años y que conduce Rayo Rojo, librería (hoy también editorial) que mantiene saludable a la galería Bond Street. Un documentalista de cuidado con producciones curiosas como Manga: el Japón dibujado, El arte de resistir y La historia del estrangulador del descuartizador de Lima; un descubridor de palíndromos (“porque los palíndromos no se crean, se descubren”), y uno de los más inteligentes rastreadores de esa literatura que los ociosos académicos persisten en calificar de rarezas cuando se les desordena el tratado.
Pero por sobre todas las cosas, Orenstein es un narrador nato, un desaforado contador de historias porque así son también los apasionados lectores. Su obra se compone de ocho novelas (escritas bajo el seudónimo de Agente Rayo) de La Saga del Gaucho sin Cabeza; una notable trilogía de nouvelles sobre el suicidio y ese gran policial titulado Agujero negro en el que describe como nadie los diferentes monstruos que habitan el cuerpo y la mente de los coleccionistas. “Nosotros los coleccionistas tenemos un sentido muy riguroso de la completud, no nos puede faltar una caramelera, no nos puede faltar una figurita, no nos puede faltar una revista, no nos puede faltar lo que había en un estante y ahora está vacío. Eso empaña cualquier fiesta”, confiesa el personaje de su gran novela.
Pero a Orenstein hoy le importa el Museo. Se puede ingresar a museoerotico.com.ar para espiar apenas una parte de su acervo cultural y entender los lineamientos del proyecto. “Para mí un museo erótico no es cualquier cosa, no es sólo la belleza de los cuerpos o una recopilación del arte de tipos que pintaron culos y tetas, sino un lugar donde se puede entender la sexualidad en función del desarrollo político y cultural de las sociedades, incluso mi museo debería incluir objetos horribles que rodean al sexo como, por ejemplo, un equipo para hacer abortos, porque es algo que se solía hacer y tiene relación directa con la conducta sexual de la gente. Y claro, también lo que suelen llamar perversiones, porque un museo no puede evitar el relato que nos cuenta la sexualidad acerca de la gente en determinado período histórico, de no hacerlo estamos validando el relato del poder y su objetivo de sancionar. Para mí hay ciertas cosas polémicas que deberían estar dentro de un museo de lo erótico-pornográfico, porque ¿quién puede definir lo que es el límite entre el placer y el dolor? Es una frontera muy lábil. Lo que a un individuo lo satisface o lo excita es algo muy particular, y eso para mí es el misterio que encierra lo erótico”, dice Orenstein mientras hojea el primero de los cinco libros previstos para este 2022 que integrarán la colección Museo Erótico: Cojer: La Pornografía Clandestina en el Río de la Plata durante el siglo XX.
“La colección es una expresión del Museo Erótico tal como lo concebí, quiero decir, existe su archivo, existe su acervo y es único. Es la demostración de su existencia”, dice y anticipa que entre los títulos previstos se pueden mencionar: El otro yo del Sr. Divito, reunión completa de los chistes eróticos, explícitos e incorrectos que hiciera el fundador de Rico Tipo; Una historia sexual de la humanidad, a partir de una selección de dibujos de autor anónimo realizados en todo tipo de papel, y Una historia de amor, acerca de la colección fotográfica y de vellos púbicos de César y Pepita coleccionados entre 1930 y 1960. “Ese señor juntó en bolsitas de celofán los vellos durante 30 años cada vez que tenían relaciones y anotó su lugar y fecha. No es un fetiche en el sentido de trofeo, sino la devoción de un hombre por su mujer”.
El lenguaje de los bárbaros
El libro Cojer, con j de joder, de joda y de jodón, pero también con j de jabón, es decir de miedo ante lo prohibido, no sólo es una recopilación documental de diversas publicaciones (mayormente cancioneros, escenas casi teatrales, parodias de temas musicales, poemas líricos y asuntos religiosos) que circulaban de bolsillo en bolsillo entre los pornógrafos y entre todos aquellos adeptos a la picardía, a los dibujos sucios. Es también la historia gráfica de una resistencia cultural ante el poder de la moral dominante, porque aquellos papelitos, revistas o folletines –algunos impresos en mimeógrafos e imprentas clandestinas, tal como cuenta Orenstein en el prólogo– tenían el valor de un pasaporte directo a la Juiciosa (la cárcel) tanto a comienzos del siglo XX como hasta principios de los ’70 cuando la pornografía ya vive en plenitud su fase industrial.
“Antes si te agarraban con algunas de esas publicaciones te metían preso, te comías 15 días y una multa. Yo conozco gente que estuvo presa en la década del '70 por vender pornografía, así de fácil. Mi investigación llega hasta comienzos del ’70, porque si bien es cierto que fue con la vuelta de la democracia cuando se derogaron todos los reglamentos, edictos y leyes contra la pornografía, a mediados de esa década y comienzos de la siguiente ingresaron al país muchas revistas pornográficas, como por ejemplo las de historietas pertenecientes al destape español (El Víbora, Tótem), es decir, ya el escenario de la clandestinidad había cambiado”.
Pero más allá del valor del rescate histórico, el libro de Orenstein es una caja de maravillas (su formato es cuadrado de 19 x 19 centímetros) que permite a un lector atento descubrir muchos libros a la vez. Por un lado Cojer se puede abordar como un diccionario de expresiones olvidadas o en desuso sobre los actos sexuales (“culear” o “ensartar”) y sobre la manera popular de nombrar las partes sexuales del cuerpo en otros tiempos (“cipote”, “roncha”, “cajeta”, “verija”, “cachucha” o “cotorra”). Por otro lado se puede leer como un libro de humor donde hay adivinanzas (“Camarada a ver si sabe, / qué cosa rara es ésta:/ es bicho, más no es de cesta,/ acaba, pero no empieza,/ abre las puertas, no es llave,/ no se duerme pero sueña”) y parodias a la cultura popular como puede ser la famosa canción de Leonardo Favio (“Ding dong, ding dong / ojo con la purgación”) o la “Milonga para una niña”, de Zitarrosa (“El que ha vivido culeando / sin usar nunca condón, / debe haber sido campeón/ si nunca estuvo goteando”). Pero también, claro que sí, se puede abordar como una gran antología de la poesía rioplatense que se murmuraba en las calles, en los bares, en los prostíbulos, en las cárceles, en los puertos y en todas esas orillas de las grandes ciudades donde el erotismo florece siempre como una flor nueva sin nombre propio.
*Cojer se consigue en la librería Rayo Rojo, Santa Fe 1670, y también ingresando en www.rayoroweb.com.
El prólogo de Eduardo Orenstein a Cojer
Antes del algoritmo está el código.
El algoritmo es una receta, una serie de pasos que conducen a un resultado. Puede ser una receta de ingredientes mezclados en cantidades exactas y pasos precisos que lograrán un bizcochuelo, o una serie de cálculos matemáticos que descubrirán si hay vida en otra galaxia o si se publicaron tetas en Facebook.
El algoritmo no tiene la culpa, es una herramienta y puede o no desencadenar un proceso.
Por ejemplo, datos de una imagen detectan una forma humana y el algoritmo la distingue diferente a la de una jirafa, si en la forma humana se ven las tetas, el algoritmo pone en marcha un proceso por el cual cancela la publicación. Si a la jirafa se le ven las tetas, el algoritmo ignora el hecho y cancela el proceso, no le interesan las tetas de jirafa. Si el que publicó la forma humana con tetas, reincide, (otro dato que incorpora el algoritmo), entonces se expulsa al individuo de la comunidad.
Antes del algoritmo era la ley.
Hasta el año 1984, en la Argentina, y sin internet, estuvo vigente el artículo 129 del Código Penal que, sin ningún parámetro preciso, procuraba castigar a “quién, de cualquier modo, ofendiera el pudor y las buenas costumbres con hechos de grave escándalo o trascendencia no comprendidos en otros artículos de este Código”, previendo penas de multa y prisión por “Delitos contra la Honestidad” o por “Corrupción, Abuso Deshonesto y Ultrajes al Pudor”. Nada tan preciso como el algoritmo “no-teta”. Las definiciones pendulantes como “...no comprendidos en este Código”, “Honestidad”, “Deshonestidad” y “Pudor” ofrecen una amplia gama de interpretaciones que los juristas tampoco ayudan a disipar cuando se respaldan en el “pudor público”, o atacan lo “obsceno”.
Según la Real Academia Española, obsceno es lo “impúdico, torpe, ofensivo al pudor”, y pudor sería la “honestidad, modestia, recato”, con lo cual un elocuente político o un payaso de circo se vuelven obscenos y pasibles de cárcel.
La cosa se complica aún más al incorporar otra palabra a aquellas poco explícitas. Pornográfico es, de acuerdo a su origen etimológico, (del griego porne, prostituta, y grapho, escribir), escribir sobre las prostitutas, y más específicamente, sobre la historia de la prostitución, para lo que los franceses crearon el término. Ya, en nuestro idioma, la RAE amplía lo pornográfico a la “presentación abierta y cruda del sexo que busca producir excitación”. Si vamos a la definición estricta, lo pornográfico no sería un atentado a la honestidad, modestia y recato, sino un relato histórico o, a lo sumo, una sugerencia de excitación al pudoroso, que no entendemos por qué se debería ofender.
Pero así fue, en salvaguarda de un sentido social de lo púdico, previendo terribles consecuencias tan imprecisas como el tema en cuestión, durante buena parte del Siglo 20, los que no entendieron esa sensibilidad tuvieron que padecer diferentes castigos económicos, físicos, y hasta perdida de la libertad.
Y así los pornógrafos, para evadir la persecución, pasaron a la clandestinidad. Porque está claro que prohibiendo nada desaparece.
En una época sin imágenes digitales, impresoras y fotocopias, los sacrificados aficionados debían manuscribir algún verso ocurrente que encontraban en una publicación o, a veces, fruto de la propia inspiración, para luego compartirlo con sus compañeros de oficina y en reuniones de amigos. La red clandestina se expandía con algún contacto que tuviera acceso a una copiadora de planos y, entonces, podían reproducir un tiraje mínimo de dibujos ocurrentes en impresión heliográfica, (lo más parecido a una fotocopia). Otra impresión casera era el mimeógrafo, donde los dibujos mal delineados dejaban abierta la imaginación que los textos explícitos acotaban. Ya en plan de imprimir, sin acceso a la tecnología offset de las grandes imprentas, se componían textos con tipografía para formar libelos de 16 páginas incluyendo algunas fotografías impresas con clichés, o a veces en offset, conseguidas a granel e intercaladas fuera de texto.
Los hubo que desafiaron a la autoridad con una completa ficha bibliográfica: Colección Parisien nº1, Paris, Abril 20 de 1934, Editado por Porongay & Cía, Rue nº31 Napoleón entra en Roma.
Otros simplemente ponían Valparaíso, La Habana, Cuba, Madrid, incluso Buenos Aires, pero cuidando no dar más datos. Tampoco los sabuesos defensores del “pudor público” podían capturar a los autores, que eran anónimos, o tenían seudónimos tan improbables como Benito Camelo, Zacarías Lalengua, Abrahan Culiado, o Alejo Laverga.
La marginalidad, por definición, no funciona con las reglas y leyes establecidas y, sobre todo, no conoce la propiedad intelectual. Es así que las publicaciones se multiplican repitiendo textos e imágenes de orígenes perdidos en el espacio y en el tiempo. De una publicación española, que las hubo y a veces legales, aprovechando la primavera cultural de la República, se repetían dibujos y fotos en otros libelos que acusaban haber sido impresos en Cuba o Chile. Fotografías de producción local publicadas en otros libritos, perdían definición volviéndose nebulosas con las sucesivas reproducciones sin derecho de autor.
Una industria editorial que, además de colmar los intereses lúbricos de los consumidores, iba escribiendo una crónica de la intimidad local con el desparpajo al que se atrevieron muy pocos académicos. Percibir que a través de la intimidad sexual se puede describir una sociedad es más que una ocurrencia y puede ser el bisturí que diseca la identidad de un grupo. Las palabras que se utilizan en relación al sexo no pueden tener otro origen que la vitalidad de los hablantes. El lunfardo y el hablar popular no tienen ortografía ni preocupaciones etimológicas, no responden a academias ni a literatos, ni dios, ni estado. Es libre, dice y escribe lo que quiere.
La palabra que nos convoca, “cojer”, no existe. En el diccionario aparece coger y, en su 31ª acepción, como vulgarismo, dice que es “realizar el acto sexual” para algunos países hispanoamericanos. No vamos a entrar a discutir el eufemismo de “realizar el acto sexual” que apenas nos evoca la escasez de buenas palabras para la introducción de un pene en una vagina, en un ano, o el frotamiento de partes sexuales de la anatomía con el fin de producir placer.
Las opciones no mejoran. Fornicar suena a pecado, follar, a paella, coito, a fisiología, copular, a zoología, hacer el amor, a telenovela y compromiso de casamiento. Entonces y por estas latitudes nos queda coger, cojer y garchar, junto con algunas otras ya en desuso como fifar y pirobar.
“Coger” es una palabra legítima, pero siniestra. El origen está, en la 22ª acepción del término, “cubrir el macho a la hembra” y, por supuesto, poseer, como hicieron los españoles en la conquista, con hembras autóctonas, riquezas y también machos. Nos cogieron para su placer y enriquecimiento individual y de la corona española. Parecería algún tipo de resignación seguir empleando la palabra para algo que nos gusta tanto y, será por eso, que muchos la transformaron para volverla propia y legítima.
En el Río de la Plata, no se coge, se agarra, y no se coge, se coje. Julio Cortázar, y en estos casos conviene evocar celebridades, en Libro de Manuel hace decir a su personaje el judío masturbador “...no se trata de saber por qué me masturbo en vez de cojer, sino de agarrar la cosa por el mango...”. Pedro Mairal, en el cuento “Coger en castellano”, el relator, desde los Estados Unidos, recuerda su juventud en Buenos Aires y que “...cojíamos así, con jota, con saliva argentina de pronunciar puteadas y ruegos”. Hay una afirmación identitaria al ortografiar la palabra y hacerla nuestra.
Lo que sigue es una selección de diferentes versos jocosos publicados en las revistas clandestinas de la época o encontradas en manuscritos, y se agrega una muestra del diseño y estética de las publicaciones. Por lo general provienen de pequeñas publicaciones de unas 16 páginas que alternan texto con imágenes, dibujos o fotos. Un formato perfecto para ocultar en el bolsillo.
Es un homenaje a aquellos héroes anónimos que han sabido desafiar las huestes de la censura, un humilde monumento al Pornógrafo Desconocido.
Un aporte que revindica cojer, en todos los sentidos.