A tono con la tradición –mínima, personal y casi de entrecasa– de todos sus discos desde 1970, la tapa del último trabajo del cantautor folk Michael Hurley está ilustrada con una de sus pinturas. Dos mujeres sentadas junto a un auto verde se sirven copas de vino tinto bajo un cielo de Van Gogh. Un perro descansa echado bajo los pies descalzos de una de ellas, en el fondo una cabaña con las luces encendidas y en primer plano unas dedaleras en flor. El tono es relajado, con algo de infantil y algo de rebeldía, y un aura de dulce extrañamiento sostiene toda la escena. Es, al fin y al cabo, el mismo aura que rodea a las canciones de Hurley desde 1964, año en que grabó su primer disco para continuar con una obra que lo llevaría a convertirse en referente para las movidas del country alternativo y el lo-fi en los noventa y el freak folk en los dos mil. Pero en estos días, con ochenta años de edad recién cumplidos, el también dibujante Hurley parece estar trascendiendo el under para cosechar un reconocimiento más amplio que no había tenido a lo largo de sus sesenta años de carrera, aunque más que de carrera correspondería hablar de una caminata sin apuro al costado de la ruta, un viaje de décadas en el que viene construyendo un universo particular con historietas de animales que se emborrachan y se desmayan en bares y canciones sobre gelatinas, aliens, cervezas, flores, amores, noticieros de madrugada, monos sueltos en la ruta, bancos robados a punta de pistola con la mano temblando, trasnoches enteras acodado en una barra o viajes imaginarios por la Polinesia.

Bandas y solistas como Yo La Tengo, Cat Power y Calexico lo homenajearon en junio del año pasado con el disco tributo Snockument, editado por el sello Blue Navigator. También recientemente ingresó oficialmente al Salón de la Fama de Oregon, ciudad en cuyas afueras se instaló en 2002 luego de treinta años viviendo donde hubiera alquileres baratos y trabajando de lo que pudiera. Su último (y decimocuarto) disco, The Time of the Foxgloves –una bellísima colección de canciones acústicas grabadas en su cocina tras doce años sin editar música nueva– fue una constante en muchas listas de los mejores discos del 2021. Medios como The New York Times o The Guardian lo entrevistaron por primera vez en los últimos meses, y ya firmó contrato con una editorial para editar sus memorias, un libro en el que además de fragmentos autobiográficos y versos caligrafiados de sus canciones va a incluir pinturas, historietas y fotografías que viene guardando desde su infancia hasta hoy. “Nunca me propuse hacer carrera con la música”, contó en una de esas entrevistas recientes. Y remató, en ese típico tono suyo que deja a sus interlocutores intentando adivinar si habla en serio o qué: “Solo trato de hacer lo menos posible mientras busco la manera de salir impune con eso”.

Nacido en diciembre de 1941 y criado en una zona rural de Pennsylvania, Hurley (que también firma sus canciones y cómics como Snock, Snockman, Doc Snock, Hi- Fi Snock, Elwood Snock o El Snocko) tiene la misma edad de Bob Dylan (con apenas algunos meses de diferencia), y no es difícil imaginar que Dylan habrá fantaseado más de una vez con llevar la vida de músico nómade y casi anónimo de su colega, viajando en autos viejos con su guitarra y pinturas a cuestas para tocar en bares o cafés. Hurley comenzó desde muy chico a enamorarse de la bohemia nocturna a través del trabajo de su padre, un escritor que nunca publicó y ocasional productor de óperas que se llevaba a toda su familia de viaje hacia cada lugar en el que representaban las obras en las que trabajaba. Según contó uno de sus amigos de infancia en el corto documental Snock N’ Roll, realizado de manera artesanal en 2009 por un músico y titiritero fanático suyo, uno de los pasatiempos preferidos de Snock durante aquellos días era sentarse con la espalda contra un árbol y un vaso de agua en la mano, imaginando que el día era noche, el agua vino y el árbol un poste en alguna vereda céntrica de Nueva York.

“Me pegaba a la radio para escuchar a Fats Domino, los Everly Brothers, Hank Williams o Bo Diddley. A mi papá me gustaba el jazz, a mi mamá el pop. Cuando yo tenía once, mi hermana mayor empezó a comprar discos de rock and roll. Ella cantaba, mis papás cantaban, y pronto empecé a cantar yo también”. Comenzó a escribir sus primeras canciones a los trece mientras creaba fanzines de historietas con nombres como “El té de la mañana” –un hábito que sostendría a lo largo de décadas–, y pocos años después dejó el colegio y empezó a viajar a dedo con una guitarra que había comprado su hermana. “A los diecisiete empecé a vagabundear. Quería tener una vida como la de los beatniks, que no tenían que ir al colegio, tomaban vino y se veían cool. Viajaba a dedo a Nueva Orleans, México y Nueva York, donde a los veintiuno me instalé durante un año y terminé mezclado en la escena del Greenwich Village”.

Ahí donde Zimmerman se convirtió en Dylan absorbiendo tradiciones a la vez que experimentaba con nuevas ideas y avanzaba hacia esa compleja personalidad que contendría multitudes, Hurley –según él mismo cuenta– entraba y salía de la escena sin más ambiciones que pasar un buen rato. “Estaba más interesado en sentarme afuera en un sofá abandonado con una pinta de cerveza y un sandwich de salame en la mano que en unirme a una escena. Tocaba mis canciones en la calle, en cafés o en fiestas con amigos. No pensaba que todo ese vandalismo musical me pudiera llevar a ningún lado, pero una cosa llevó a la otra y terminé grabando mi primer disco”. Sucedió así: el productor de música folk Fred Ramsey, que entre otros artistas había grabado a Leadbelly y trabajaba en el prestigioso sello Folkways, lo descubrió tocando en la calle. Le gustó lo que escuchó y unos días después se lo llevó a a su casa a grabar las canciones que acabarían en First Songs, el debut de Hurley. Fue la primera de las muchas grabaciones caseras que terminaría editando a lo largo de su trayectoria, algo que le ganaría a partir de los noventa una fama de pionero del lo-fi de habitación de la que él suele reír. En una entrevista reciente, a propósito de su ingreso al Salón de la Fama de Oregon, Hurley comento: “Grabé mi primer disco en un dormitorio”. “Los mejores discos fueron siempre hechos en dormitorios”, señaló la entrevistadora.

“No sabía eso”, respondió Hurley. “Grabé los últimos en la cocina, voy a tener que volver ahí”.

Para hacerse una idea de ese estilo particular que llamó la atención de Ramsey basta escuchar piezas de su primer disco, como las geniales “You Get Down By the Pook Hall Clickety Clack”, “No, No, No, I Won’t Come (Go) Down No More” (muy probable inspiración de Jeff Tweedy para el estribillo de “I’m Always in Love”) o “Intersoular Blues”, con ese título tan de Watanabe y su Cowboy Bebop. Pero First Songs no tuvo una gran repercusión: “No es que no quisiera convertirme en un músico más grande”, contó Snock en otra entrevista, recordando aquellos primeros días. “La verdad es que no estaba del todo informado acerca de las cosas que se hacen para darle difusión a un disco. Y también me faltaba esa determinación que te lleva a organizarte de manera progresiva para lograrlo. No disfrutaba del proceso de buscar fechas ni tenía la constancia necesaria para penetrar en esas cosas que a su vez traen tantos problemas. Entonces me quedaba con tocar en pequeñas juntadas, tomar con amigos, saltar por el río. Después conocí a mi primera mujer, Pasta. Me casé y tuve tres hijos, y esas cosas te llevan a otro tipo de vida”.

Hoy en día Hurley tiene tres hijos y dos hijas: la menor, Wilder Mountain Honey, nació de su relación con su tercera compañera hace apenas once años. De alguna manera, al igual que su padre, Snock supo conciliar esas vivencias en familia con presentaciones ocasionales en ciudades de toda norteamérica a las que viajaba mientras seguía creando fanzines que distribuía por correo y se dedicaba temporalmente a trabajos de lo más variados: recolector de chauchas, plantador de gingseng, agujereador de persianas, operario en una fábrica de galletitas, vendedor de tamales o barredor en un cine y un galpón. Todo mientras compraba, reparaba, coleccionaba y revendía autos viejos y continuaba grabando discos de manera casera junto a amigos que se iba haciendo en el camino.

Uno de esos discos, Have Moicy!, un conjunto de piezas de ánimo satírico y despojado con tapa de su autoría y grabado en 1972 junto a la banda The Holy Modal Rounders, repercutió en la escena al punto de que el prestigioso crítico Robert Christgau lo llamó “El mejor disco de folk de la era del rock”. Luego de ese álbum siguió en la suya, grabando y editando en sellos independientes discos con canciones como viñetas coloridas e inusuales sobre la vida en los suburbios, todo entre líneas que juegan con el absurdo y la ciencia ficción, a veces de manera graciosa (“It Must Be Gelatine”: Si se ve como gelatina/ y tiembla como gelatina/ entonces debe ser gelatina), a veces brillando desde la tristeza (“Waiting for the Aliens”: Nos quedamos toda la noche sin dormir/ esperando a los aliens/ listos para partir) y otras desde la oscuridad de un pozo depresivo (“Twilight Zone”: Todo se volvió tan raro/ justo como más temía/ alguien me llama en un tono de pesadilla/ no quiero vivir más en la dimensión desconocida). Recién a mediados de los ochenta comenzó a vivir de su arte, aunque no de la música: “Un día enmarqué algunas de mis pinturas, las llevé a una fecha y las colgué en el escenario donde toqué. Vendí siete. Ese fue el comienzo del fin de trabajar vendiendo árboles de navidad, pintando casas o atendiendo en un stand de comidas”. 

En los años noventa tuvo lugar el primer redescubrimiento de su música, cuando fue versionado por bandas y artistas como Yo La Tengo, Violent Femmes, Cat Power o Bill Callahan, y luego en los dos mil sería considerado padrino de la escena freak folk en la que destacó Devendra Banhart (que editó dos discos de Snock en su sello Gnomonsong). Desde entonces, Hurley comenzó a ser invitado a festivales más grandes de los que acostumbraba frecuentar, al punto de que recién en 2013 tocó por primera vez en el prestigioso Newport Folk Festival. “Ya no había bandas folk cuando estuve ahí”, rió en una entrevista, “así que toqué un par de canciones tradicionales. Supongo que me vería como el abuelito que todos querían tener”.

The Time of the Foxgloves llega doce años después de su último disco, Ida con Snock, editado en 2009. Inicialmente iba a ser producido por Will Oldham, pero la pandemonia, como Hurley la llama, desbarató todos los planes. Entonces se juntó con un grupo de jóvenes instrumentistas en banjo, percusión, violines y voces y lo grabó junto a ellos en su cocina. “Are You Here For The Festival?”, la canción que abre su nuevo trabajo, nació de una línea que se le ocurrió una noche mientras juntaba moras en su jardín (¿Alguna vez saliste de Nelsonville con el corazón roto?) y de allí en más el disco continúa con el ulular fantasmal de la juguetona –y título en castellano– “Se Fue En La Noche”, el hipnótico instrumental “Knocko the Monk” (que recuerda a los ambientes cancioneros experimentales de bandas como The Books), el dueto en “Jakob’s Ladder” junto a la otrora cantante de funerales y apasionada por Lorca Josephine Foster (que acaba de editar hace unos días su decimocuarto disco, el bellísimo Godmother) o el cierre magistral con “Lush Green Trees”, canción que ya había aparecido en su segundo disco, Armchair Boogie (1971), en cuyas últimas líneas canta: Tristeza/ por favor ignorame/ y dejame acá/ en días como estos. 

“Para este disco decidí dar un paso hacia el Hi-Fi”, contó Hurley recientemente. “Quizás eso le dé mas aire en la radio. Me di cuenta de que los DJs en estos programas de folk solo pasan grabaciones de esas que cuestan como treinta mil dólares, así que pense que para este sería bueno que hubiera al menos algo de tecnología para hacerlo sonar mejor, porque lo grabé en una portaestudio de cuatro pistas de 1978 en la que vengo haciendo todos mis discos. También tengo dos máquinas de escribir con las que vengo escribiendo las memorias que ahora voy a publicar”. La autobiografía va a ir desde sus años formativos hasta estos días en que, luego de sesenta años creando una obra única a su ritmo, sin preocuparse demasiado por cómo o dónde, está finalmente recibiendo el reconocimiento que siempre mereció. “Va a ser un libro de poco menos de una pulgada de grueso. La idea es que... ponele que estás en uno de esos comedores de un colegio con mesas largas y llegás con el libro debajo del brazo. Alguien te pregunta, ‘¿Qué es eso?’. Vos se lo tirás arriba de la mesa. Pum. Esa es la idea: que haga algo de ruido al caer”.