Entre crisis y auges, golpes cívico-militares y acontecimientos surrealistas de toda especie suele difuminarse un tema central: ¿Quién y cómo puede pensarse la realidad del país en clave integral? Si se repasa la historia argentina, esta temática parece languidecer a través del tiempo, dando paso a improvisaciones diversas o, peor aún, precipitando el ascenso de programas políticos, ya sea vía bayoneta, voto o situaciones intermedias, que dejan al "mercado" piense en lugar de la sociedad.
Si bien la dinámica del modelo agroexportador (1880-1930) tendía a reducir las discusiones sobre posibles incorporaciones sectoriales y delimitaba la cuestión social entre parámetros acotados, los vaivenes económicos, por caso guerra mundial y crisis capitalista de 1929, hacían necesaria una actualización del modelo de acumulación.
De alguna manera, naufragaba la fastuosidad del Centenario, aquella crónica de la opulencia oligárquica afrancesada tan bien trazada por Rubén Darío en Canto a la Argentina. El problema se tornó ostensible cuando sucumbió aquel modelo, en apariencia perenne, resquebrajando los tejidos sociales. Por supuesto que era un modelo basado, y pensado, alrededor de la ciudad-puerto, la París del Plata, con el Atlántico como ruta de salida de la producción primaria.
En este contexto, las iniciativas industrialistas, conocidas como ISI, se abrieron paso. Los intentos por armonizar ambos elementos, a saber, Granero-Taller, no estuvieron exentos de contradicciones, pues mediaba la virulencia de la restricción externa.
Planificación
Nuevos desafíos demandaban modernizar instrumentos y la estructura administrativa. En la década del veinte, se perfiló el recambio y profesionalización de la burocracia estatal. La técnica se adueñó de los asuntos públicos conforme crecía la complejidad del Estado. Un antecedente puede encontrarse en el trust de los cerebros, del cual participaba Raúl Prebisch junto a Federico Pinedo, Máximo Alemann, Ernesto Malaccorto y Felipe Spil, entre otros. El trust tuvo una línea de descendencia notoria con Orlando Maroglio, Alfredo Gómez Morales, Roberto Ares y Ramón Cereijo.
Posteriormente se puede identificar un amplio abanico de iniciativas que desde diversos sectores apostaron por una salida de tinte industrialista sin desestimar la esfera primaria. Con la Segunda Guerra como trasfondo, en el Plan de Reactivación o "Plan Pinedo" de 1940 se vislumbra la importancia de sentar las bases de una industrialización. Incluso desde ámbitos académicos y públicos, el ingeniero Alejandro Bunge reforzó aquella idea de transformar la fisionomía capilar económica-social centrada en el puerto de Buenos Aires.
Luego muchos otros aportaron. La posguerra habilitó la posibilidad de profundizar el proceso de industrialización a esta altura inevitable y de carácter mundial. Militares industrialistas vinculados con el desarrollo nacional como Enrique Mosconi, Manuel Savio y Alonso Baldrich habían sentado algunas bases en cuanto a petróleo, acero y la cuestión social. Pero quizá haya sido el Consejo Nacional de Posguerra de 1944 el organismo que diagnosticó y propuso soluciones para encarar la senda del crecimiento. Este trabajo fue tomado por Perón para reafirmar su compromiso en cuanto a combinar distribución con industrialización. Los sucesivos Planes Quinquenales apuntaron hacia aquella línea. El mismo Perón sostuvo: “no teníamos dinero, pero teníamos grandes ideas y grandes planes”.
Durante la experiencia de la Revolución Libertadora primó una restauración liberal con persecuciones y fusilamientos. El clima cambió, no así las proscripciones, con la irrupción del proyecto desarrollista encabezado por Rogelio Frigerio en el terreno de las ideas secundado por Arturo Frondizi en lo político. Esta novedosa manera de pensar el campo económico y social intentó superar las insuficiencias teóricas y prácticas del peronismo en un clima democrático limitado. En la etapa final de este desarrollismo fundacional se creó el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE). Este organismo, que marcó una época, encontró su esplendor entre el gobierno de Illia y el tercer peronismo. Sobresalieron por su rigurosidad los Planes Nacional de Desarrollo de 1964/1965. Y entre sus técnicos se destacaron Héctor Diéguez y Héctor Valle.
Posteriormente, la Revolución Argentina amarró sus principios a la "modernización autoritaria". El Plan de Estabilización y Desarrollo de 1967 apostó por el largo plazo entre ebullición política y social. De esta gestión corresponde el Plan Nacional de Desarrollo (1970-1974) de corte desarrollista, obviamente, supeditado a los tiempos políticos imperantes. En el tercer mandato de Perón se lanzó el Plan Trienal para la Reconstrucción y Liberación Nacional, que cayó en desgracia rápidamente.
Financiarización
Durante el Proceso (1976-1983) poco lugar quedaría para la planificación y la reflexión. El factor liberal-monetarista obturó cualquier salida industrialista. Es más, intentó desmontar los pilares del Estado de Bienestar. En su primera etapa, la democracia parida a la luz de la dictadura intentó retomar algunas ideas de la heterodoxia de la mano de Grinspun y demás colaboradores. Los tiempos políticos y los magros resultados económicos derrumbaron al gobierno radical.
El Menemato tardó un año en plegarse a las directivas de Washington con el neoliberalismo como estandarte. El "mercado", una vez más, se constituía como timón y cenit civilizatorio. El modelo terminó explotando por los aires en 2001 bajo la égida de la Alianza.
Entre 2003 y 2015 se impuso una experiencia neodesarrollista sin un voluminoso "plan" bajo el brazo, pero con ideas precisas en cuanto crecimiento y distribución. Macri volvió al reino del mercado. Cualquier iniciativa o insinuación de "planificación" quedó vedada sin más explicaciones que posibles reminiscencias autoritarias o soviéticas. Los resultados están a la vista. Actualmente, Fernández confía en un animal exótico, el capitalismo compasivo. Es cierto, algunos indicadores macro mejoraron, pero el déficit en la distribución del ingreso es notable.
Políticos, intelectuales y tecnoburocratas brillantes se buscan. Se los extraña porque alguna vez intentaron responder a la pregunta de fondo que el liberalismo juzga absurda y arbitraria: ¿Quién se apropia del excedente y cómo puede distribuirse de manera justa? La coyuntura no debe eclipsar un proyecto distributivo de largo aliento. Esa es la apuesta, no caer en el hastío y la inacción. Como reza el poema épico nacional, males que todos conocemos.
* Licenciado en Comercio Internacional y doctorando en Desarrollo Económico (UNQ), magister en Historia Económica y de las Políticas Económicas (UBA).