Cada quien es un universo y cualquier momento en ese universo, puede ser un instante de eternidad, repetía Benjamin Lowenstein, en su pequeño local de la galería Maipú, situado entre comercios de compra venta de oro, y rostros dudosos de sí mismos. El local carecía de carteles o anuncios, aunque todos sabían cómo llegar a la vidriera opaca, con dos o tres aperos cubiertos de polvo sobre una mesa acorde. Nadie entraba para comprarle esos objetos relativamente bien trenzados, que sin embargo todos terminaban adquiriendo. Me encuentro entre los que solo cuentan con menos de cuarenta o cincuenta de aquellos elementos.

Dicen que todo empezó, al menos para cierto círculo, cuando Lilita Demeter se vio empujada al local de Lowenstein, ante la posibilidad de ser descubierta empeñando los últimos objetos de su malograda fortuna, aunque ese velo jamás podrá ser corrido. Lowenstein, sin mayor prerrogativa, la sentó frente a la trenza recién empezada de un rebenque y la indujo diciendo "la repetición de un acto, perfecciona, aunque también nos va degradando con el tiempo, anímese fijando el ojo en el vacío entre los tientos". La experiencia fue inefable. No así la rápida recuperación de su fortuna. De más está decir la proporción de elementos que gradualmente llenaron la calle Maipú, y despertó el fastidio de los vecinos de Lowenstein, quienes sensibles a cualquier variación en su comercio, rápidamente se repusieron rebajando a Lowenstein al rumor de ser en realidad un peón de campo de Villada, aunque también decían que huía de más allá, de la zona de Chazón, por deber una cuatrocientas cabezas de ganado.

Para cuando finalmente conseguí la recomendación de un amigo de Lilita Demeter para llegar a Lowestein, éste solo atendía por la noche, dando turnos personalmente de una semana para la otra. Lo miraba fijamente a uno, hacía la pregunta de cuál sería la consulta y extendía el número arrancado de un talonario de feria. Soda, recuerdo, decía bajo el número cuatro, mi primer turno. El procedimiento era bastante sencillo, después de saludar, comenzaba la sesión con un sacudón o una buena cachetada y a los segundos se empezaba a tejer la trenza de rigor, guiado siempre por Lowenstein. Si se le erraba por mal pulso o simplemente por desconocimiento, el procedimiento se reiniciaba. "En la esencia de la repetición está la puerta de entrada" insistía a veces impaciente Lowenstein. Creo que recién en la cuarta o quinta sesión pude ver algo, aunque todo sucedió durante la sexta. No sé si fue la luz tenue del local, o mi cansancio, pero entre los huecos que se producían al tejer la trenza, algo se detuvo, o se abrió y me sentí extender al infinito, con múltiples opciones de futuros sostenidos en mis manos que para ese momento, ya eran riendas. La mujer de mis desvelos se acurrucaba, se desvanecía, o me amaba entre los dedos que eran el destino. En ninguno de esos futuros paralelos ella me rechazaba como lo hacía en el presente. En todos yo era feliz. Lowenstein me sacó de esa eternidad diciendo: "Ahora tiene confianza y destreza, en las próximas terminará de dominar las riendas".

Pasaban los lazos, las fustas y más riendas, y no conseguía abrir nuevamente las puertas de los futuros. Lowestein parecía distraído o molesto. Por cualquier motivo salía inquieto del local. Después de interrumpir una de las sesiones, para hablar con Lilita Demeter, Lowenstein regresó muy animado, dio varios consejos indicando cómo se podía acelerar el proceso. Para la semana siguiente el compromiso serían dos turnos diarios. Durante el fin de semana supe que el rechazo de la mujer que anhelaba había crecido y la pérdida parecía irreparable. Tal vez por esa ansiedad, las puertas se abrieron en cada una de las sesiones siguientes. En la última, con sagacidad no me detuve a sentir la eternidad de esos posibles futuros, sino que me propuse construir solo uno junto a mi amada. Elegí el más sencillo. La tranquilidad en una casa amplia junto al mar. En los dichos de Lowenstein al despedirme noté cierta ironía "también usted cómo se demora en elegir un sueño" Le pague por los aperos que supe terminar sin entender la intriga en su saludo y sin saber que no volvería a verlo.

 

Días después, una faja de clausura indicaba la fuga de Lowenstein y Lilita Demeter al Uruguay. Se los acusó de estafa y demás delitos. Aún hoy, en el local abandonado de la galería Maipú, veo tras la vidriera el "Manual de Talabartería para iniciados", junto al rechazo definitivo de mi amada, amparada en mi creencia infantil de poder digitar el destino. Lo que no sé, ni nadie puede explicar, es cómo fabricaba Lowenstein esos futuros paralelos todos contenidos en un instante de eternidad.

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