En el colegio San Román, del barrio de Belgrano, las autoridades hacían un culto del ascetismo y la discreción, pero aquel 2 de abril acompañaron con indulgencia los "desbordes" de algarabía estudiantil: un par de pibes colgaron una bandera argentina, hubo cánticos de cancha compartidos en el aula y la mayoría de las materias del día se vieron intervenidas por la emoción del momento. Era como volver a vivir el Mundial 78.
Los alumnos del 4° año bachiller nos dejábamos llevar por una euforia que apenas se vio empañada durante la clase de Historia, cuando la profesora, la señorita Eiras, nos zamarreó con su insospechada dosis de escepticismo. Palabras más, palabras menos, dijo así: "Ojalá me equivoque, pero esto que ustedes están festejando me parece una locura. Pensar que podemos lanzarnos a una guerra con Inglaterra y ganarla es un delirio absoluto, pero bueno, a lo mejor tienen razón ustedes". La distancia reverencial que nos separaba de la profe no impidió que la consideráramos --en silencio-- una amargada y una aguafiestas.
No hubo impugnaciones adicionales para nuestra alegría adolescente. La gesta coincidió con un período de transición en la conducción del colegio de curas: el ala nacionalista y ultra católica había desplazado de la dirección a la corriente liberal. Nosotros -los estudiantes- no entendíamos mucho por entonces, pero la grieta se veía insalvable: por un lado mitristas pro Estados Unidos y pro dictadura militar; por el otro, rosistas pro España (sí, la España católica era la medida de las cosas) y pro dictadura militar; estos últimos, que establecieron su primer bunker en la materia "Moral y Religión", planteaban un matiz: aprobaban la política antisubversiva del Proceso pero condenaban el liberalismo económico de Martínez de Hoz y sus sucesores. La aventura malvinera fue --para ellos-- el canto del cisne.
Varios de mis compañeros eran hijos de militares. El colegio, muy estricto en términos burocráticos, tenía con ellos ciertas excepciones. Por ejemplo, podían inscribirse en cualquier época del año, según como se definieran los eventuales traslados de sus padres. Pero casi todos --tanto hijos de militares como hijos de libreros, como era mi caso-- teníamos muy naturalizados ciertos códigos castrenses que incluían desde la camaradería deportiva entre varones (recién muchos años después aceptaron mujeres en el San Román) hasta las exigencias con el uniforme y el pelo, cortado con maquinita en la nuca, de tal modo que siempre quedaran dos dedos libres por encima del cuello de la camisa.
Pese a esta familiaridad costumbrista que daba por sentadas otras afinidades, estábamos tan lejos de la guerra como la inmensa mayoría de los argentinos. Los soldaditos, que tenían dos años más que nosotros, pasaban de largo desde la provincia de Corrientes hasta las islas Malvinas; la mayoría de los padres militares de nuestros compañeros ocupaban puestos de logística en Buenos Aires o eran funcionarios del gobierno, pero en ningún caso teníamos acceso a información privilegiada.
Así que fuimos ganando hasta el final, mientras compartíamos ejemplares alentadores de las revistas Gente, La Semana y 7 Días con el mismo espíritu con el que leíamos El Gráfico y Goles Match. Todas las fake news eran de nuestro agrado. Con varios compañeros fuimos a ver el festival rockero de la Solidaridad Latinoamericana pero salimos un poco confundidos, después de haber agitado durante todo el día consignas bélicas para terminar cantando emocionados "Algo de paz".
El 14 de junio varios de los chicos faltaron al colegio. Pero en realidad, de algún modo, faltamos todos. Ya conocíamos la noticia de la rendición pero nadie dijo una palabra. El estupor se tradujo en un silencio generalizado que empezó en el aula, se trasladó al patio en el recreo y continuó en el regreso a casa, ya dispersados, porque teníamos prohibido formar grupitos de más de dos estudiantes en las esquinas. Solo volví a sentir en la calle un silencio similar el día que se descubrió el doping de Maradona en el Mundial '94.
El deshielo se demoró un poco más que en otros colegios pero fue derramando también sobre el San Román. Un día un pibe trajo un casete que tenía de un lado temas de los Redonditos de Ricota y del otro "canciones prohibidas" de Piero. Al mes siguiente otro nos pasó por debajo de la mesa un ejemplar de la revista Humor. Uno de los mejores promedios de la clase se confesó radical. Hasta se relajó un par de centímetros la exigencia de los celadores para el corte de pelo. Pero hasta que terminamos la secundaria nunca más se volvió a hablar de Malvinas.