Desde Buenos Aires

Hace muy poquito se cumplieron 19 años que vivo en Buenos Aires. El tiempo pasó demasiado rápido en esta ciudad que debe estar entre las diez o quince más invivibles del mundo. La palabra “invivible” que refiere a un lugar que carece de bienestar, aparece en el diccionario de la Real Academia Española como una expresión colombiana. Es de suponer que en Colombia lo pasan peor que acá.

El motivo por el que me fui, y cómo lo hice, puede ser objetable. Miles de veces me lo cuestioné, como me cuestioné las veces que elegí quedarme a vivir en Buenos Aires o regresar a ella después de unos meses de escarceos en la ciudad de Santa Fe. La razón de más peso, siempre, fue el trabajo; aquí siempre había trabajo en el ámbito cultural.

Hace veinte años atrás a nadie le parecía raro que quisiera ser escritora en Buenos Aires. En cambio, en Rosario, como una vez me dijo Beatriz Vignoli, “si le comentás a una persona común que sos escritora te miran como a una retardada y agregan: ‘Qué lindo, sos bohemia’”. Como si dedicarse a la literatura fuera adherir a un estilo de ropa. Algo aun más importante me daba la ciudad de Buenos Aires: podía vivir de mi escritura. Ojo: vivir de la escritura significa para el 99 por ciento de los escritores argentinos, no vivir de derechos de autor. Aquí no hay escritores ricos, que hayan amasado una fortuna escribiendo libros. Puede haber fenómenos: tal libro vende mucho, en tal año.

Vivir de la escritura significa de vivir alrededor de la escritura, escribiendo. En ese sentido salvo traducir no hay trabajo que yo no haya hecho: corregir, editar, redactar, hacer periodismo en medios gráficos, en secciones de cultura, y en cocina, mujer, y hasta fui por un corto tiempo -yo, que por ese entonces no podía sostener una pareja estable – especialista en vínculos en una sección que abrió Clarín y duró muy poco.

Vivir de la escritura fue para mí escribir una columna de humor en un suplemento femenino y otra en una revista femenina, dar talleres de escritura creativa, ser jurado de preselección de algún concurso literario, y ser jurado de otro, escribir para la tele diálogos imposibles entre un avioncito de goma eva y una chica, escribir cortinas para el canal Playboy, escribir para los manuales de texto de la escuela, escribir discursos, contratapas, prólogos, solapas de libros; informes de lecturas editoriales, escribir teatro, escribir literatura en casi todos los géneros, tocar cuanta puerta había y meter el pie para que no la cierren. Perder la vergüenza e insistir, persistir, resistir. Enviar a cuanto concurso literario encontraba en el camino, por método, más que por convicción. Vivir, como dice esa expresión española con que tradujeron un libro de Paul Auster, a salto de mata.

Hubo dos cosas que no dejé de hacer jamás: leer una o dos horas por día, lo que da cien páginas, según recomendación de Beatriz Sarlo a sus alumnos en sus cátedras, y escribir cuanto se pueda. Cuando empecé a escribir, recibí el consejo de Mirta Rosenberg, una de las poetas más grandes que tuvimos y rosarina también: ella, que vivía de traducir y escribía poesía -repito, una poesía suprema -, una vez me dijo: “Mi capital son mis lecturas”.

Así que sabía que la cosa podía venir por acá, seguir leyendo.

Un escritor se hace leyendo mucho y escribiendo mucho. En el camino pasan cosas, las computadoras se queman y se pierde material, aquello que iba a ser tu novela magna debió interrumpirse porque primero estaba la cuenta del alquiler, el tema que esperabas encarar se lo dan a otro, la editorial pierde el interés en vos, una pierde el deseo; las ganas, una recupera el deseo, las ganas. Una se endeuda, una se confunde.

La escritura vertiginosa no es para todo el mundo. Pero deja sus enseñanzas acerca de la capacidad y las limitaciones de cada uno en situación de estrés; en el 2007 estaba escribiendo a la vez en tres proyectos: un libro infantil para una editorial independiente que tenía de protagonistas a unos ratoncitos, unas cortinas para Playboy, y un texto teatral sobre el nazismo. Resultado: en el texto para niños me llamaron la atención porque yo había puesto que la Ratita Presumida no elegía al Ratón Pérez ya que él saltaba de cama en cama. “Saltar de cama en cama” no era una expresión apropiada para la infancia. Corregimos, por supuesto, el editor era un maravilloso y comprensivo colega, hoy director de ALIJA: Mario Méndez.

Hasta los cincuenta años no hubo una sola clase que yo haya dado en la que no me sintiera una impostora. A ver: no tengo título de profesora de letras, y soy algo así como licenciada de la nada. Cuando un alumno -siempre y lo digo sinceramente, adorables conmigo– me cuestionaba un concepto, yo entraba en pánico. Temblaba y decía para mis adentros: “Me descubrió, me descubrió”. Promediando los 48 años hice la cuenta de cuántos libros leí en mi vida, y creo que esos maestros me prestaron un poquito su voz para hacerlos hablar a través mío.

A los tres meses de vivir en Buenos Aires, cambié mi domicilio y me hice porteña. ¿El motivo? Quería asociarme a la Biblioteca Goethe y necesitaba una dirección porteña para que me prestaran libros. En Rosario, me había formado en bibliotecas: la Vigil, la Argentina, la de Empleados de Comercio, la del Centro Unión Dependientes, la de Mujeres, la del Concejo Deliberante… Hoy hablar de leer en bibliotecas es algo tan antiguo como la palabra palurdo.

No puedo quejarme de cómo ha sido Buenos Aires conmigo, porque desde que llegué me recibió con los brazos abiertos. A los seis meses de instalarme nació mi hija y recibí el Premio Clarín de Novela.; yo aun estaba fajada por la cesárea cuando fui a recibir el premio creyendo que me habían invitado por error a la entrega.

¿Qué le puedo reprochar a Buenos Aires?

¿Que lo primero que aprendí fue a perder la sonrisa?

Que aquí, sonreír da mala espina; y que la amabilidad puede esconder a un delincuente.

 

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