El salón estaba atestado. Estaban Juan Carlos Portantiero, Noé Jitrik y Tununa Mercado, Mempo Giardinelli, David Viñas, Carlitos Ulanovsky, Ricardo Nudelman, Oscar Terán, Nacho Vélez, Pancho Talento, José Aricó, Adriana Puiggrós, Jorge Bernetti, Nicolás Casullo, Alcira Argumedo y muchos más que se me escapan de la memoria, muchos intelectuales, abogados y otros profesionales que desbordaban la Casa Argentina de Solidaridad en México. El exilio discutía la guerra de Malvinas desbordado por el extraordinario cortocircuito que nos producía que las Malvinas hubieran sido recuperadas por nuestros sanguinarios dictadores.
Cada discurso era larguísimo y todo el mundo estaba inquieto y perturbado por esa sinrazón que nos planteaba la Argentina a miles de kilómetros. Noé, que presidía la Asamblea, anunció que antes de comenzar el segundo día de discusiones iba a hablar “una compañera mexicana que nos viene a traer su solidaridad”.
Todo el mundo hizo silencio, era un gesto solidario que merecía aguantar un poco tanta ansiedad. Una señora, con apariencia de tía buena, saludó a los asambleístas. Y cuando todos esperaban que iba a expresar su solidaridad, anunció que iba a incendiar la ciudad de México “y como muestra de solidaridad, les traigo una caja de fósforos Tres Patitos, para que ayuden en el incendio, y una bolsa de frijoles para que tengan de comer”. La mujer levantó los brazos y, efectivamente, llevaba una caja de fósforos de madera y una bolsa de frijoles. Noé le agradeció, tomó solemnemente los fósforos y los frijoles y la señora se retiró.
Una situación loca atrae a los locos. No será políticamente correcto, pero eso es lo que pasa. Las Fuerzas Armadas formateadas por el Pentágono en la Doctrina de Seguridad Nacional que las convertía en fuerzas policiales, nunca podían enfrentar a sus aliados de la OTAN. Ideológicamente eran sus aliados, no sus enemigos. Y les importaba tres pepinos el colonialismo.
Nunca habían hablado antes de Malvinas. Habían aprendido a reprimir las protestas sociales en la Escuela de las Américas y con los argelinos, pero no sabían participar en una guerra convencional. Estaban preparados para perseguir cualquier intento nacional y popular, cualquier atisbo de reivindicación social, a cualquiera que hablara de antimperialismo.
Y ellos, a los que nunca les interesaron las Malvinas de repente estaban en las islas. Y nosotros, que habíamos sido perseguidos por posiciones nacionales, populares, anticolonialistas, teníamos que discutir si los apoyábamos. Era una situación loca.
Y lo digo con bronca, porque había sangre en el medio. Mis hermanos y muchos de mis amigos y compañeros habían sido secuestrados y estaban desaparecidos. Aún así, me parecía imposible estar en contra de algo que siempre habíamos reivindicado y al mismo tiempo había pibes de 18 años jugándose la vida por esa causa. Se decidió reivindicar los derechos argentinos sobre las islas y denunciar al mismo tiempo las violaciones de los derechos humanos en Argentina. Se hicieron dos actos, uno en cada embajada, la Argentina y la Británica.
Lo digo con mucha bronca ahora, porque para los generales argentinos fue una aventura política que se les dio vuelta cuando Margaret Thatcher decidió sacrificarlos a ellos, que eran sus aliados, en aras de su carrera política, que venía en baja. Esos generales no sabían de defensa nacional ni de guerras convencionales, pero lo que para ellos era una aventura política, para muchos argentinos fue una gesta patriótica por la que merecía dar la vida. Fue un gran engaño. Los generales estaban dispuestos a entregar las islas tras una negociación, pero la Thatcher vio la forma de ganar las elecciones y les cerró las puertas.
No es para desmerecer el combate de los aviadores, ni los actos de heroísmo de muchos combatientes. Y sobre todo de los verdaderos héroes en esa guerra: los soldados que sin equipo para el frío y el agua, con mal armamento, y casi sin instrucción militar enfrentaron a uno de los ejércitos más fuertes del planeta.
Pero me da bronca haber dudado de lo que me decía la historia de los últimos años del país, y nuestra propia historia. La Doctrina de la Seguridad Nacional es una ideología colonialista. Las Fuerzas Armadas formadas en ese pensamiento no podían ser nunca protagonistas de una lucha anticolonial.
El informe Rattenbach lo confirmó: Los vehículos que llevaron no estaban preparados para la turba, los borceguíes se humedecían después de un tiempo en los pozos de zorro, las capas se enfriaban y eran heladeras, igual que las carpas. A muchos se les trabaron los viejos FAL cuando quisieron disparar. La ropa que tenían no alcanzaba a resguardarlos del frío intenso y la comida era escasa.
Los oficiales formados en esa doctrina admiraban a los ingleses y renegaban de los negros argentinos y cualquier civil podía ser un enemigo para ellos. No son casuales las denuncias sobre maltratos y torturas a soldados por parte de oficiales en medio de la guerra.
Y basta con ver ahora la alianza entre los defensores de la dictadura y el macrismo, una fuerza que entregó la riqueza pesquera y del subsuelo de las Malvinas con el tratado Foradori-Duncan y cuyos integrantes hacen bromas como entregar las Malvinas a cambio de las vacunas británicas o se burlan de los derechos argentinos sobre las islas.
Voy a reivindicar siempre el reclamo argentino sobre las Malvinas porque es un reclamo patriótico y anticolonial. Y mi corazón estará siempre con los soldados que fueron a una guerra tan desigual porque estaban convencidos que era una gesta patriótica, ellos son los verdaderos héroes en esa historia. Pero nunca tendría que haber dudado que lo que estaban haciendo los genocidas era otro desastre que pagaría el pueblo argentino.