En el cielo las estrellas/ en el campo las espinas/ y en el medio de mi pecho/ las islas Malvinas. Ese debía ser el verso. Pero nosotros, niños y niñas, lo cambiábamos porque nada hay más lejano a la solemnidad que la niñez. Entonces era…tata, tata, tata, todo igual, pero remataba así: “y en el medio de mi pecho, una lata de sardinas”. Ahora, que han pasado muchas décadas desde ese cantito en la vereda o en el patio del colegio o en el aula frente al mapa de las islas que ninguna escuela publica dejaba de tener, creo comprender que la causa Malvinas está pegada al ADN de nuestra condición de argentinos y argentinas: no por una guerra maldita y perdida de los dictadores que planearon también ayudar a la OTAN a sentar sus bases bélicas en el Atlántico Sur como si fuera un cíclope guerrero que vigila el mundo; tampoco porque los mapas dibujen la silueta de las islas de celeste y blanco; no porque aparezcan dentro de los límites geográficos de la plataforma continental …No porque el Estado haya pedido perdón por el extravío salvaje de un general borracho y una banda de criminales que sólo lanzaron a nuestros jóvenes a la muerte para salvarse del juicio de la ley y de la historia por sus delitos de lesa humanidad. No porque cada tanto en Naciones Unidas una resolución burocrática diga que esas islas no son totalmente inglesas y exija --con la voz afónica de quien grita en el desierto-- que las “partes” deben sentarse a discutir la solución del conflicto que lleva tantos años (desde 1833) casi como la existencia nuestra nación independiente. No porque cada vez, cada año, cada invierno o verano, cada estación de lluvia o de frío intenso nuestro cuerpo diplomático defienda nuestros derechos a ese territorio como se defiende desde la infancia cada nombre y cada juguete y cada canción escolar como la que le dedicábamos a las Malvinas. No importa tampoco que a alguien se le haya ocurrido “seducir” a los kelpers (una forma horrible de autonombrarse como ciudadanos de la Corona, pero en los márgenes, o de segunda etiología) con osos de peluche. O que un verdadero idiota electo presidente, de repente, como en una película cómica clase B de Hollywood, se le ocurra decir que esas “rocas heladas” debían ser regaladas a las grandes empresas explotadoras de recursos naturales en donde, por supuesto, ese idiota con poder, que arrastra las palabras como si tuviera una papa en la boca, tendría también una cuenta off shore para sacar un provecho millonario que, además, intentaría maximizar evadiendo impuestos de todos los argentinos. No. Nada de eso importó para cambiar una identidad que, si alguna vez fue como una ilusión, o un juguete que alguien nos robó -como la canción infantil de la lata de sardinas- luego fue bandera, como lo fue para los intentos ingenuos de recuperarlas a pura valentía de los revolucionarios del setenta; y fue sangre derramada. Que es indeleble. Que es inolvidable, porque la fatalidad de la muerte laceró a miles de madres, hermanos, hijos e hijas, esposos, amigos y se remontó como un pájaro herido, de libre vuelo. Y se posa en la memoria que es tan indeleble como la sangre de los caídos. Como los derechos conculcados. Como la historia herida de nuestra identidad como nación.
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