Allá por los 90 el país era un quilombo -cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia-- y con los mellis, mis hermanos, pasamos del colegio privado y confesional a la escuela pública del barrio. Yo estaba por comenzar tercer grado. Venía con las ínfulas de la escuela católica, el uniforme debajo del delantal blanco, el peinado perfecto ‑dos trencitas anudadas con moñitos-, los zapatitos bien lustrados, pero llegando tarde, como siempre. El timbre ya había tocado, la bandera ya se había izado y para colmo yo era la nueva.

Preguntando a las porteras llegué al salón de 3º "B" y toqué la puerta. Me abrió un muchachito morocho, de ojos marrones, más alto que yo -que ya era decir mucho para mí que fui siempre la última de la fila-, cruzamos las miradas y me invitó a sentarme en su mesa, que era la primera a la derecha del salón. Con el tiempo fuimos arrimando intereses, era del barrio, jugaba a la pelota en el club Río Negro, gustaba mucho de la lectura y además escribía poesías. Su nombre: Sebastián.

En un recreo me mandó una carta con uno de sus amigos para pedirme que fuera su novia y a mi me gustaba así que le dije que sí vía otro pedacito de papel enviado con una de mis mensajeras de confianza. Era tanta la vergüenza que no recuerdo alguna vez haberle dado la mano, nos mirábamos de lejos con cara de yo no fui, ni hablar de un abrazo o un beso, lo más cerca que estuvimos fue cuando bailamos un chamamé en un acto escolar, pero no importaba, yo a todos les decía que el Seba era mi novio.

Paso un año de esas primeras miradas y de los juegos compartidos cuando comenzamos cuarto grado. Durante las vacaciones de verano nos habíamos visto alguna que otra vez cuando mi papá me llevaba a jugar a su casa o lo invitábamos a tomar la leche a la mía. Pero en ese primer día de clases el Seba no estaba, me cuentan que se había mudado con toda su familia a un pequeño pueblito de la provincia de Mendoza, habían partido en busca de trabajo y un mejor pasar económico, no habíamos podido despedirnos.

Desde ese día empezaron a volar cartas entre nosotros, cartas de puño y letra. Mi vieja me llevaba hasta el correo que quedaba en calle Mendoza y yo enviaba mis esquelas a la calle Remedios de Escalada 460, al pueblito de San Martín, donde él vivía. Pasaba días esperando sus respuestas, acechaba carteros en mi búsqueda de noticias y cuando por fin tenía la carta entre mis manos, devoraba cada palabra con la imaginación intentando hacerme a la idea del nuevo paisaje que rodeaba a mi enamorado. Ni su familia ni la mía estaban en condiciones de cruzarse medio país por dos niñitos que jugaban a ser enamorados del siglo XIX.

Diez años después de mi primer día en la Escuela 528, ya adolescentes, nos reencontramos una tarde en el barrio. Nos dimos el gusto de recorrerlo de la mano, de compartirnos algunas historias, de reconocernos en las miradas y casi sin decirnos nada, en la plaza cercana a nuestra escuela, nos fundimos en un tímido beso postergado.

El tiempo siguió pasando, en San Martín y en Rosario, crecimos, pasaron otros amores, viajamos varias veces y de vez en cuando nos mandamos cartas, sólo para recordarnos esa historia de la niñez y para reírnos de la inocencia de jugar a ser enamorados.