Jugar y beber alcohol parecen ser modos de consumo institucionalizados. Asociados muchas veces con el tiempo del ocio y el placer, conforman una díada indisoluble a la hora de salir, tanto en jóvenes como en adultos. Forma parte de la arquitectura de los casinos, los bingos, hipódromos y mesas de juego, la imagen y el sonido de las botellas o el tintineo particular de los hielos en un vaso, lo que nos lleva a pensar en la comorbilidad de ambas.

Esta asociación, juego y alcohol, también podemos constatarla en las previas de los adolescentes. Ellos juegan en esos encuentros. Pueden usar cartas, palabras y frases encadenadas, confesiones verdaderas y falsas, por turnos, y las prendas suelen ser beber cada vez un poco más, o hacer fondo. Son encuentros donde se trata de pasar el aburrimiento, la timidez y divertirse un poco.

Jugar constituye, da forma al psiquismo, da alegría, entre/tiene. Pero estar entre las redes del juego, atrapado allí es otra cosa. Entretenerse con el juego o que el juego lo tenga a uno entretenido son dos cuestiones muy distintas. En el primer caso, el sujeto arma su juego, o su vida. En el otro caso, el sujeto se juega la vida, depende del destino, del dios que invente, del número, del crupier o de su habilidad para sacarle ventaja al casino.

¿Por qué en algunas personas el juego se transforma en una adicción? 

En el juego algo se elabora. Pensemos en el infante y el inicio de sus primeros juegos, a partir de los cuales modifica su mundo, se diferencia del exterior, aprende. Posteriormente, el juego podrá o no acompañar su vida, y seguir siendo un medio para transformar y tramitar, respetando reglas, haciendo trampas, diferenciándose del otro, ficcionando jugar a lo imposible, a lo que no hay. 

Las salas de juego, disponen todo para dar respuesta al problema de la soledad, la angustia, la insatisfacción. El bullicio, la invasión de luces, sonidos, imágenes, el aturdimiento y la embriaguez del lugar generan una atemporalidad y un fuera de la escena de la vida. Todo pulsa hacia lo mudo. La pasión por el juego se incrementa con el alcohol y viceversa, en una pasión por el silencio. La toxicidad del jugar y el beber en algunos casos, comulgan en un único dios.

Salamone (1) nos indica que beber otorga una satisfacción erótica y tóxica, y que la toxicidad propia del goce que gobierna a un sujeto que juega tiene algo en común con el goce dionisíaco del alcohólico. Estado dionisíaco, de entusiasmo, embriaguez, necesarios parar seguir jugando, para aquietar el superyó y destruir el miedo.

Cuando un jugador adicto no puede parar, no existen razonamientos, sentido común ni prioridades que logren acotar esa pasión desenfrenada y violenta en la que se fue transformando el juego. Como si una pulsión loca, suelta, ande circulando por su cuerpo y sus emociones, y requiera de una inmediata y específica descarga. Desde el psicoanálisis nombramos a esa pasión, goce, que nada tiene que ver con el placer y el ocio y la alegría de jugar de un niño, por ejemplo. Un sujeto así capturado, sufre, se escapa, se escabulle de vivir, y no puede ‑como casi todos los humanos‑ inventar algo para no sentir que muere un poco cada día. Solo late pensando cómo hacer para ganar/le, para que salga esa cifra que lo espera, y solo espera eso que transforme su vida. Su vida transcurre en "modo zombie", como aquél que circula por el casino, con su vaso en la mano, la mirada desencajada, enajenado, yendo de un lado a otro a llenar el vaso de fichas y de alcohol. Un muerto viviente.

(1) Salamone, Luis Darío: Alcohol, tabaco y otros vicios. Ed. Gramma.

*Psicoanalista. F: Red Ludopatía Rosario. [email protected]