La casilla de madera, medio enclenque y apabullada de viento y salitre, los cobijaba bajo el cielo encapotado de una inesperada noche compartida. La retirada había sorprendido a uno de ellos pretendiendo luchar en vano contra el adormecimiento de sus extremidades, producto del congelamiento. El joven soldado se hallaba ensordecido en todo sentido, desde sus músculos que no le obedecían hasta sus oídos, producto del persistente bombardeo de la artillería de uno y otro bando que habían cruzado durante varias horas. El argie, como se referían a estos enemigos tan osados como australes, llevaba varios días comiendo mal, por lo que apreciaba. Algunos prisioneros les habían confesado que los alimentaban con magras raciones, siempre frías, de una comida impresentable, y que a medida que la aventura de la guerra se encarnizaba, les llegaba con más intermitencia.
El británico, vestido con ropas de camuflaje y pinturas del mismo estilo en su rostro, contemplaba al estropajo que representaba su reciente prisionero “en el granero del culo de este mundo”. Para él no tenía mucho sentido defender un archipiélago ubicado en el confín austral, que hasta hacía pocas semanas no registraba en el mapa de su vida. Había elegido la vida militar y le pagaban bien, mejor que cualquier empleo que pudiera clasificar. Pensaba vagamente en estas cuestiones mientras contemplaba al argie. El pibe tenía sus facciones endurecidas por la inclemencia de un otoño hostil. Permanecía dormido y exhausto. El inglés por unos segundos envidió el sueño del muchacho. ¿Cuántos años tendría? Aunque él era uno de los más jóvenes de su compañía, en aquel rostro deteriorado reconocía rastros de adolescencia. Sus labios partidos, representaban la crudeza de la realidad afrontada durante todo este tiempo. A él y a sus compañeros también les habían resultado extremadamente duras las condiciones climáticas. Pero también se sabía que los argies estaban gobernados por el ímpetu de un general golpista, borracho y, a juzgar por los resultados, de dudosa pericia militar.
Había escuchado a los oficiales, todavía a bordo del Camberra, que de la rapidez de las acciones en tierra, aire y mar, dependía el éxito de la empresa en estas latitudes. El invierno representaba para ellos un peligro que no querían tentar. Pero al parecer, para sus enemigos, el frío también representaba un obstáculo. Todavía no estaba dicho nada, sólo llevaban algunos días de desembarco en tierra firme. Atrás había quedado el soberbio convencimiento de que echarían a estos “indios del fin del mundo” con sólo un par de sobrevuelos rasantes con dos o tres Sea Harriers, y las fotos de la Royal Army en camino. Habían comprobado con estupor y desconcierto la destreza de los aviadores argies jamás imaginada, y que sólo por obra de algún milagro del Dios que los protegía, las decenas de bombas que habían perforado las embarcaciones no habían explotado. Por esa razón habían consolidado la tan necesaria cabeza de playa. Pero, desde ése momento no habían dejado de avanzar. A fin de cuentas ellos estaban preparados para algo así, pero cundió cierto estado de preocupación mientras veían hundirse al Sheffiel en la bahía de San Carlos con setenta de sus compatriotas. Aquella imagen los restregó sobre un principio de realidad que no estaba ni en los pronósticos más pesimistas. Pero, pasada una semana, comenzaban a tener la certeza que del otro lado se estaban quebrando.
El soldado británico sobrellevaba el frío de varios grados bajo cero mientras contemplaba a un moribundo, al que horas antes no hubiera dudado en aniquilarlo. Pero cuando encontró al pobre pibe tiritando de frío en su pozo de zorro, una especie de trinchera húmeda y maloliente que en ese momento, con excepción del soldado en cuestión, aparecía deshabitada, se compadeció. Todos sus compañeros se habían escapado a un reparo seguro de los morteros, pero al parecer, el pobre infeliz, en su lucha interna contra el hambre y el frío, ni se había enterado de su condición. En un primer momento lo había confundido con un compañero, pero al reconocerlo, se cubrió el rostro protegiéndolo con sus brazos mientras rogaba con muecas torpes, que no lo matara.
Le había obligado a beber de su cantimplora y compartido parte de su ración de chocolates. Sus labios morados y cortajeados por unos minutos parecieron cobrar algo de la vida que ahora se le volvía a esfumar. El pibe yacía acurrucado, casi en posición fetal. Su ropa húmeda parecía no calentarse más. La noche se cerraba. Sin embargo en cuanto aclarara el inglés debía ubicar su compañía y comunicar la novedad de su prisionero. Su compañía se había alejado rodeando un campo minado. Vieja estrategia que sortearon con relativa facilidad. Pero la nevisca y la paulatina oscuridad, y la necesidad de no delatar sus posiciones lo mantuvieron alejado, hasta que se tropezó con el soldadito, y decidió guarecerse y cargar a su prisionero.
Había algo en ese sueño de desmayo que lo conmovía. Mientras bebía algo de whisky observaba la precariedad de su uniforme, al tiempo que reflexionaba sobre el azar de la guerra. Él estaba con vida gracias a la asimétrica situación en la que se encontraba ese muchachito, que seguramente, de haberse mantenido lúcido y con puntería, le habría disparado sin contemplaciones como a una liebre en el campo. Tan sólo unas horas atrás y la situación hubiera sido muy diferente, pensó. Uno de los dos no estaría.
Por la mañana, y a resguardo entre los suyos, mientras se recuperaba de los estragos que había hecho el frío la noche anterior, pensaba en el rostro de su prisionero. De pronto a unos metros de donde estaba, reconoció al argie sobre una camilla. Su expectativa por la salud del pibe se desvaneció al ver cómo cubrían con una lona de color negro el cuerpo del muchacho. Sintió una puntada en el estómago, balbuceó una maldición con los labios apretados y dejó el café por un momento. Ese chico merecía una plegaria.