Tras la explosión, la embarcación se dispersa en trozos, los cadáveres flotan. La desesperación se respira, con el agua en los pulmones de un sobreviviente. No será el único. ¿Qué es lo que provoca esta deriva? La Encomienda es la tercera película de Pablo Giorgelli (Las Acacias, Invisible) y el Espacio Incaa de la ciudad –sala Arteón (Sarmiento 778)–, ofrece una nueva función mañana a las 17.30. Presentada en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, La Encomienda es una coproducción entre Argentina y República Dominicana, protagonizada por Ettore D'Alesaandro, Henry Shaq Montero y Marcelo Subiotto.
“Fue rarísimo el origen de esta película. Me llama Ettore (D'Alesaandro), actor y productor dominicano, que había visto Invisible y le había gustado, para decirme: ‘Tengo una idea: dos náufragos en el agua durante toda la película’. Una gran idea. Pero obviamente, nunca se me había ocurrido hacer una película así, en Buenos Aires era imposible que se me cruzara esta temática. A partir de ahí, me puse a pensar qué película podía haber ahí. Le propuse escribir un guión, y la película se fue armando cuando encontré, entre los dos personajes, la dimensión política y social del asunto. Pero siempre estando cerca de ellos. Porque es una película íntima, no épica. No quise hacer Náufrago, lo que quise fue estar con ellos, cerca, tratar de intuir qué les pasa, por qué terminan ahí, en el mar, a la deriva”, explica Pablo Giorgelli a Rosario/12.
La presencia internacional del cine de Giorgelli se manifestó temprano con su ópera prima Las Acacias (2011), premiada, entre otros certámenes, en Cannes y San Sebastián. Que su segundo largometraje, Invisible (2017), haya despertado el interés de un productor extranjero da cuenta de una sensibilidad intrínseca a su cine, perceptible fronteras afuera. En La Encomienda, el personaje de Ettore D'Alesaandro trabaja en una embarcación clandestina, dedicada a transportar mercaderías y personas. Cuando deba confrontar y convivir con uno de los inmigrantes, la pregunta será la misma: ¿cuál es el “paraíso” que uno y otro persiguen? “¿Qué pasa para que un pibe de 17 años se suba a un barco clandestino, tratando de llegar a un primer mundo ideal, cuando en la mayoría de los casos del otro lado las esperanzas nunca se van a materializar?”, se pregunta Giorgelli. El pibe de 17 años está interpretado por el nobel actor dominicano Henry Shaq Montero, y tanto él como el marino funcionan como una síntesis de cuestiones mayores, polémicas y dolorosamente vigentes. “En el Caribe esto es moneda corriente, como en el Mediterráneo con África. Fue ahí cuando pude armar la película. Escribí el guión junto con Adrián Biniez y el propio Ettore, pero al querer comenzar vino la pandemia. Unos pocos meses después, República Dominicana empezó a levantar restricciones y me llamaron medio de un día para otro. Me consiguieron un vuelo humanitario de repatriados dominicanos, y me fui medio dudando, porque todavía no había vacuna. Me compré un par de barbijos y una máscara de acrílico como la que usaba el Diego, y me relajé. Estuve dos meses filmando, y fue una experiencia que marcó un antes y un después para mí. Filmar en el agua es otro mundo”, continúa.
Justamente, República Dominicana es una de las locaciones preparadas para llevar a cabo rodajes de estas características. Según el director: “La película se filmó en un estudio de agua, que es como un tanque gigante, construido al borde del mar, con distintas profundidades, máquinas para hacer olas, dispositivos para simular tormentas, con aletas de tiburón y rieles que van por debajo del agua. Casi todas las escenas de películas de agua se filman en estos lugares. Parece un despliegue tremendo pero al mismo tiempo estábamos en Latinoamérica y muchas cosas se siguen haciendo a nuestra usanza, con alambre, arrastrando con un hilito la aleta del tiburón para filmar. Tuve que entender rápidamente que uno no domina el agua y que el agua hace lo que quiere. A pesar de tener un equipo muy grande, con muchos asistentes de agua que están todo el día sujetando, moviendo o acomodando cosas, los actores se cansan y tenés que tener todo bastante pensado porque el clima es una locura y cada media hora hay una tormenta, se nubla, sale el sol, con temporales que te obligan a abandonar el set”.
Fiel a su impronta narradora, tan disfrutable, en La Encomienda Giorgelli relega el uso de la palabra a una instancia secundaria, sólo viable cuando la puesta en escena la requiere. De acuerdo con el director, “tuvimos un año de postproducción, efectos, montaje, y el sonido fue un trabajo gigantesco. Cuando finalmente pude verla, noté factores en común con mis películas anteriores. Al final, pareciera que uno siempre hace la misma película a lo largo del tiempo, a la que va puliendo y tal vez sofisticando. Pero es lo que me gusta, lo que me da ganas de atreverme al quilombo gigante y hermoso que es una película, para meterme en las cosas que me interesan y que tienen que ver con observar a los otros, en determinadas situaciones y contextos. En ese sentido, cuando la palabra es necesaria aparece, pero no es el elemento central que a mí me organice. Tiene el lugar que tiene que tener, tanto como los silencios”.
De acuerdo con lo que la temática de la película indica, “aquí están todos los elementos habituales del género: tormentas, tiburones, olas, derivas, ahogados, ¡hasta explosiones! Pero cuando la ves, no parece una película de náufragos, porque el corazón está puesto en otro lado. ¿Qué mundo estamos construyendo para que estos dos personajes terminen en el agua? La película para mí está ahí, todo lo demás es secundario. Por eso, la épica desaparece y aparece la mirada más empática, atenta a las personas”, concluye.