Los libros de Sergio Chejfec -sobre todo sus novelas- no contaban historias, se limitaban a apilar situaciones. Cada situación era una pieza literaria en sí misma, el pliegue tímido de una escena que abría desde su interior un espacio sideral. Félix, Samich, Delia, Baroni o Barroso (por mencionar a algunos de sus personajes, todos inofensivos y etéreos) eran seres varados en la mitad incierta de las acciones, figuras díscolas tocadas por el enigma de un hecho puro y delicadamente menor.
Lo menor era para él la forma misma de la literatura, un realismo transformado -como diría Luz Horne- que apuntaba a suprimir el eslabonamiento entre las acciones para darle lugar a eventos puros que se resistían a participar del capricho de la sucesión. En las páginas de sus libros, los eventos quedaban flotando. Eran dramas hondos y pudorosos que se vestían por discreción con los ropajes de un humorismo distante.
Había que entender sus chistes, aunque él los hacía para que, en caso de que no se entendieran, la lectora (el lector) se convirtieran en un público aún más real, capaz de restituirle con su sordera la esencia inútil de la literatura. En esto residía quizá todo su método: en despojar progresivamente a los hechos de una consciencia que los organizara.
El sueño incompleto de Chejfec era el de depositar en la literatura la posibilidad de que fueran directamente los hechos los que se pronunciaran, y por eso sus fraseos eran notables e inaprensibles, porque se desembarazaban de las reuniones que armaban las rutinas narrativas más inflexibles y visitadas.
Procediendo de este modo -literalmente “fuera de serie”-, dejaba vagando sus libros en una atmósfera enrarecida, un instante humano sumergido en el oleaje de un diálogo cómico entre los signos y las cosas. La literatura podía motivar estos diálogos, pero era una cotidianeidad casi invisible la que finalmente los unía.
Ya en “Lenta biografía”, su primera novela, se percibía su refinado gusto por empujar la literatura hacia su extremo más impalpable y recóndito. Desde esa madriguera tan bien excavada, Chejfec se las arreglaba para hacerlo todo. No le importaba que libros escritos con estilos más eficaces o más probados lo pasaran por las autopistas a toda velocidad; él prefería estas escenas pequeñas y memorables que engordaban al borde de los caminos, pastando con la distinguida serenidad de los animales rumiantes.
Nunca existió un libro suyo que yo no haya leído; los tengo todos y los guardo con amor en un anaquel apartado de mi biblioteca. Crecí leyendo esos libros, los vuelvo a visitar una y otra vez y sé, hoy más que nunca, que siempre será así.
La última vez que nos vimos, me pidió que lo llevara a conocer el garito húmedo de una podóloga que me había servido como locación de una novela reciente. Después caminamos por la ciudad durante un par de horas y por suerte me acordé de contarle, mientras él reía sonrojado, que cuando yo era un estudiante de veinte años entraba a garitos como ese y preguntaba: disculpen, ¿tienen la última de Sergio Chejfec?