Ninguna de las involucradas en el proyecto puede afirmar con certeza que Cruz del Sur sea el primer bar único en su tipo, pero lo cierto es que es muy singular: está ubicado adentro de un neuropsiquiátrico y lo atienden cuatro mujeres que se encuentran alojadas allí y una que ya fue externada. Y lo comanda una enfermera con un criterio muy amplio respecto de su oficio, quien considera que va más allá de controlar la medicación y el aseo personal de sus pacientes. Cruz del Sur se encuentra en el Hospital Esteves, de Temperley, partido de Lomas de Zamora. Es un pequeño salón blanco y luminoso, con sillas y mesas de plástico, rodeado de árboles y de las paredes tristes y descascaradas de edificios centenarios, que exhiben carteles con nombres de antiguas autoridades locales y provinciales. La pandemia se llevó al kiosco que ahí funcionaba, y nació esta iniciativa que convoca, ante todo, a las usuarias de salud mental.
La directora ejecutiva del Esteves, María Rosa Roure, detalla a Página/12 que el proyecto se enmarca dentro del programa “Buenos Aires libre de manicomios”, una apuesta a la “transformación” de los cuatro neuropsiquiátricos de la provincia --la colonia Doctor Cabred, de Luján; el hospital Alejandro Korn, de Melchor Romero; y el Taraborelli, de Necochea, son los otros-- teniendo en cuenta los parámetros de la Ley Nacional de Salud Mental. "Eran asilos, depósitos de personas, y se trata de transformarlos en hospitales abiertos, inclusivos, en los que la salud mental deje de ser atendida como si el encierro fuese la única respuesta", explica Roure, en su cargo desde 2020.
En el Esteves, que se fundó hace 113 años como una colonia de verano del entonces superpoblado Moyano, las internaciones de quienes ingresan ya no pueden superar los 160 días. "Cuando llegué a este hospital como psiquiatra, hace 24 años, había 1250 mujeres. En marzo de 2020 había 620 en el sector de crónicos, y al día de hoy hay 396, con entre dos y hasta 60 años de internación, y diez de promedio. La intención es ir cerrando las salas de internación crónica con la externación asistida, mediante, entre otras cosas, un programa que funciona desde 1999. Van a quedar las que son muy viejitas o las más jóvenes con cuadros de discapacidad muy graves", indica Roure.
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Por ahora, Cruz del Sur abre de lunes a viernes de 8 a 13, pero Patricia, Máxima, Daisy, Norma y Andrea, quienes lo atienden, resolvieron en asamblea pedir que el horario se extendiera. "¡Me quieren hacer trabajar hasta las cinco de la tarde!", dice entre risas Sandra Marano, la enfermera que coordina al staff, de cabello colorado todo en trenzas. Patricia, Máxima, Daisy y Andrea conviven en la sala de residencia, espacio que aloja a 27 usuarias que están por recomenzar sus vidas tras los muros. En términos filosóficos es el más parecido a una casa de toda la institución: hay que organizarse colectivamente para las tareas domésticas y cuenta con patio privado, un inmenso pedazo arbolado. Al ingresar se percibe que las ideas van más rápido que los recursos: una vieja TV de tubo que se ve con rayas en un canal de aire acompaña a una señora que almuerza y a otra que toma tereré. Las camas son las clásicas de hierro de hospital.
De las trabajadoras del bar, Norma es la única externada. Las cinco fueron entrevistadas para sumarse. Con esto se intenta que cuenten con un ingreso más para apoyar su externación, aparte de las pensiones y subsidios. También, que ellas mismas sean "motores" del proceso, en palabras de Roure. Cobran por semana, de acuerdo a las ganancias, ya que el sistema es de cooperativa. Además hay un equipo de producción, conformado por otras siete usuarias, que cocina para el emprendimiento. Según indica el cartel que está al lado del mostrador se ofrecen cafés, exprimidos, limonadas, budines, lemon pie, alfajores, tartas de coco, empanadas y pizzetas. El gran éxito es la promo de café con alfajor, a 100 pesos. Hay delivery: en tal caso los productos se envuelven en una caja de cartón. Y se apunta a la comida saludable.
El salón está decorado con guirnaldas de colores. Sus paredes blancas lucen impolutas. Todas las chicas llevan barbijo. El bar --cuyo aspecto no refleja en lo más mínimo la particularidad de su ubicación-- funciona en el mismo edificio que un centro donde se realizan actividades recreativas, en la parte de adelante. Hay mesas adentro y al aire libre. En cada una, un frasco con flores lilas y una botella de alcohol en gel. La fachada está decorada con un pañuelo de Madres de Plaza de Mayo hecho con tapas de botellas. En la puerta hay una vieja heladera devenida biblioteca. Se están preparando alfajores --exquisitos-- y cortando papas para una tortilla cuando Patricia exclama "¡nos vamos a hacer famosas!" y se predispone a conversar con la cronista. Es que por estos días, tras la inauguración oficial del espacio, fueron varios los medios que se acercaron al neuropsiquiátrico. Y eso, da a entender Patricia, no es para nada habitual.
La mujer, de 41 años, está un poco desanimada porque el día anterior no pudo venir a trabajar. Teme que le descuenten el día. No vino porque le agarraron "angustia" y "melancolía" por sus dos hijos, a quienes no ve hace seis años. Dice que siquiera puede hablar con ellos por teléfono, por una decisión judicial. "Pienso en mis hijos todo el día, pero vengo acá y me distrae. Sandra me dice que venga. Vengo acá y no pienso. O si me siento mal hablo. Estoy muy contenta", expresa. Máxima tiene 32 años. Está en el hospital hace tres. "Me gusta trabajar. El bar es lindo. Me representa que voy a salir pronto afuera. La pimera vez le derramé a una chica el café y me asusté. Fue sin querer. A la segunda se me cayó el lemmon pie. ¡De todo me pasó! Pero bueno, sigo adelante", cuenta, con voz aguda e impasible. Antes había trabajado limpiando para Libremente, un centro comunitario ubicado en la misma localidad. "Yo trabajaba acá en el lavadero, que cerró por la pandemia. Así que no tenía trabajo y dependía de mi hija, que es mamá soltera", dice Daisy, 56 años, oriunda de Paraguay. Agrega, firme: "No quiero un hombre al lado mío. Me arreglo sola. No me hace falta. Soy distinta a las demás. Hay gente que no puede vivir sin un hombre. Yo sí". El trabajo le refuerza su sensación de independencia. Es día de cobro. Las mujeres están ansiosas y le preguntan por esto a Sandra, quien les pide que esperen a cerrar la caja.
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Ellas dicen que esta mañana el local no está tan concurrido como otras --abrió en febrero, pero la inauguración oficial, con corte de cinta incluido y la presencia de autoridades, fue el martes pasado--. No obstante, hay un momento en que están casi todas las mesas de adentro ocupadas. Dos usuarias de salud mental conversan distendidas café de por medio. Otras disfrutan de una limonada. Al rato entran dos policías --personal de seguridad del neuropsiquiátrico-- preguntando qué hay para comer. Luego llega una mujer grande con un billete de 500 pesos en las manos. Le tiemblan. Pide una limonada. Se la toma rapidísimo, al lado del mostrador, sin sentarse. Argumenta que la están esperando en el sector de admisión. Las que más se acercan son ellas, las mujeres alojadas en las salas. Algunas regalan dibujos, como una que en el día de hoy elige hacerse llamar Lupita. Se entretiene posando para las fotos. Otras, de manera muy insistente, piden cigarrillos.
"Es el primer bar que tiene el hospital en 113 años. Había un comedor médico, pero olvidate de que fueran las pacientes. No hubo nunca un lugar de socialización. Por eso es un lugar de encuentro interesante", define Roure. "Empieza a haber otra circulación, otra energía. La promo de apertura, el café con el alfajor, revolucionó al Esteves. El bar borra diferencias. Están la paciente, la enfermera, el de mantenimiento, el proveedor, el médico, el trabajador social... todos sentados en la misma mesa."
Otra de las que regala dibujos es Sandra, una chica de poco más de 20 años que integra el equipo de producción y se instala en el bar por un rato largo. Tiene una característica muy particular: el rostro le cambia por completo cuando se ríe. "Te quiero mucho yo, Sandra", firma al lado del dibujo de un perro. "Sacame una foto con esta preciosura", pide al fotógrafo. La preciosura es Sandra, la enfermera que la "salvó". Revela que quiso suicidarse varias veces y que intentaba escapar del neuropsiquiátrico e insultaba al personal de seguridad. Sandra la salvó porque le ofreció "mimos", resume con simpleza y claridad.
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No se ve tanta gente deambulando por el predio de ocho hectáreas. Sandra, la enfermera --a quien por todos lados saludan con cariño--, dice que es una secuela de la pandemia, que muchas mujeres se acostumbraron a quedarse dentro de los pabellones. Hay algunas imágenes dispersas. Una joven con unas alpargatas que le quedan enormes baila y canta una cumbia frente al bar, con el entusiasmo de quien tuviera público. Una señora encorvada arrastra una silla como si fuera un andador. Otra pide: birome y hojas, para escribir una carta. Lejos de Cruz del Sur, tres mujeres conversan sentadas al sol frente a la que, aseguran, es la sala con mejor atención del hospital. Sin embargo, la más grande se queja de los maltratos de una enfermera. Un grupo de gatos grises y gordos bordea el edificio. Es ella la que les da de comer. "¿Fuiste al bar? ¿Tuviste que pagar?", pregunta a otra que más temprano se había tomado un café. "Yo no iría a un bar adentro de un neuropsiquiátrico. No me da a libertad", concluye.
"La mayor parte de las mujeres tiene algún ingreso a través de pensiones. Está bueno que puedan ir con su dinero y pagar por lo que consuman. Es más digno que pedir cosas gratis. Pero a las señoras que no tienen ingresos se les ofrece algún alfajorcito, un pedazo de torta para que se sientan incluidas", aclara Roure. Al emprendimiento del bar se suma una huerta. Y pronto abrirán un restaurante y una panadería.
Se espera que Cruz del Sur extienda sus redes hacia el afuera, la comunidad toda; que se acerquen les que quieran. Por ahora parece ser, sobre todo, un refugio para ellas. Y salvo por el testimonio de la señora que no encuentra libertad siquiera en este espacio, todo parece indicar que el proyecto se necesitaba. A las 13, cuando las puertas del bar se cierran, dos mujeres se encaprichan afuera. "¿Cómo que ya cierran? ¡Yo quiero un café!" Sandra promete regresar en un rato para servirles uno.