En un contexto en donde el cine de terror es degradado cada jueves con estrenos uno más burdo que el otro, sólo defendibles haciendo un uso reduccionista de la teoría de géneros –según la cual estos se basan en una serie de presupuestos que tanto sirven de patrón narrativo como de santo y seña con el espectador, pero confundiendo este concepto con el mero rejunte de lugares comunes–, Abattoir, recolector de pecados tiene al menos un punto que consigue salirse de esa lógica que le permite a cineastas mediocres repetirse hasta la farsa. Sin pedirle peras al olmo (o maestría a un director como Bousman, que con dificultad apenas puede con los rudimentos del oficio) y si bien la propuesta básica sigue girando en torno del “más de lo mismo” habitual, los creadores de la historia han conseguido al menos desarrollar una idea imaginativa. Por desgracia nunca consiguen insertarla en un universo que esté a la altura de su modesto logro.
Julia es una reportera encasillada en el rubro inmobiliario (extraño subgénero periodístico que linda con lo fantástico) quien escribe en un diario de cuarta y aspira a trabajar en la sección policial, deseo al cual su editor le poda constantemente las alas. Sin embargo el destino hará que ambas especialidades le resulten útiles para investigar un caso que la toca de forma personal, cuando un hombre masacra a la familia de su hermana sin motivo aparente. El asunto se enrarece más cuando la casa en donde ocurre el crimen se vende a un desconocido en menos de una semana y el cuarto en donde ocurrieron los asesinatos es removido de la construcción, incluyendo paredes, techo, piso, muebles, todo. A pesar de un elenco muy pobre y de un manejo técnico apenas regular, la introducción del elemento fantástico consigue el objetivo mínimo de la intriga. Julia descubre que lo que ocurrió en casa de su hermana no es un hecho aislado y la investigación la pone tras la pista de un coleccionista de habitaciones en las que han ocurrido crímenes trágicos y truculentos.
Aunque Bousman es un director poco dado a salirse del libreto y maneja el relato sin lugar para sorpresas –porque hasta los sustos y sobresaltos son planeados de forma tan rutinaria que se los ve venir incluso a varias escenas de distancia– la sola invitación a conocer ese laberinto espectral construido de habitaciones macabras soporta lo que de otro modo sería insostenible. Es esa promesa de potenciar ad absurdum el concepto de casa embrujada lo que hace menos arduo el trámite de seguir un relato realizado de forma torpe y apurada, cuya lógica por momentos parece sostenida con alfileres y con un cambalache de influencias obvias dejándose ver por acá y por allá. La promesa se cumplirá en una experiencia similar al concepto del viejo tren fantasma, lo cual será malo o bueno dependiendo del espectador. Aún así, el balance volverá a cerrar con números rojos, confirmando la crisis del género.