Juan Astica titula “Tempo” a la muestra que acaba de inaugurar en Smart Gallery, y la referencia a la música es obvia e inmediata. Siendo él mismo músico, no debe sorprender que no sea ésta la primera vez que Astica apela al inductivo reservorio de ese vocabulario, habida cuenta de que otra de sus muestras recientes se titulaba “Merecumbé”. En este caso, ha preferido apartarse de las alusiones danzísticas a las que suele asociarse el onomatopéyico estilo colombiano, para concentrarse en una resonancia mas conceptual.

Se acepta comúnmente que “tempo” es la velocidad de ejecución de una pieza, lo cual no debe confundirse con ritmo o compás, aunque al igual que ellos, y como su nombre lo indica, transcurre en el tiempo, y no en el espacio. Es decir, es sucesivo y no simultáneo –excepto cuando se traduce en fenómenos sonoros coincidentes– y su cualidad y timming queda a cargo del intérprete al cual, no obstante, se le especifica o sugiere, mediante anotaciones adicionales a la escritura musical, cómo debería ser el carácter de ese movimiento.

Las partituras de Astica sugieren haber sido compuestas bajo el imperio de dos “tempos” confluyentes: la acción pictórica que trasuntan, eso que nos invade en un primer instante al verlas, la sensación de estar frente al momento mismo de la elaboración del cuadro, es de “allegro vivace”. Y enseguida, ya entregadas a la predisposición dialoguista del fugaz contrato con el espectador, aquél vertiginoso impacto inicial parece haberse desacelerado imperceptiblemente en el delicado andar de un “moderato cantábile”.

La inmaculada neutralidad marfileña de las paredes de la galería, con la convicción de un diseño de montaje igualmente impecable, hace del ámbito una caja de resonancia de luminosidad estratégicamente calibrada, imprescindible para el efecto escénico de ese raro dinamismo binario, íntegramente sostenido en la relación virtuosa que Astica establece, justamente, entre la lividez ósea de la tela, las profusas irrupciones del pigmento blanco y la exquisita selectividad cromática de una paleta decorosamente radiante.

En el caso de los lienzos, el signo constructivo de Astica no se permite con la suficiente tolerancia el predominio visible de la pincelada, aunque esta tácita excentricidad nunca llega al punto de disolverla del todo. El pintor urde un subtexto de interrelaciones colorísticas segmentadas cuyo seccionamiento molecular apenas se advierte, dado que por sobre las lábiles suturas de esa ramazón inestable irrumpen de manera todavía más rupturista los rayos y las centellas, los chisporroteos, los borbotones, chorreados y desangramientos del óleo en insólita fluidez. El espectral derrame lácteo del espeso magma níveo es al mismo tiempo licuación y congelamiento, veladura y revelado, y de la acción y reacción de sus manifestaciones múltiples depende toda la lógica multiplicadora de esta suite obsesiva y obsesionante, en matemática enunciación muda que interpela y cautiva, que encandila y se deja ver en idénticas proporciones.

Las obras sobre papel, de dimensiones menores y de tactilidad casi íntima, destilan la precisión laboriosa del bordado gráfico y los jadeantes seseos del caligrafiado lineal, induciendo amorosamente al ojo a que entrene su músculo menos estimulado, para saltear la inercia de la legibilidad y entregarse a una nomenclatura autorreferida, sin que deje de persistir en sus recorridos forzosamente aleatorios el eco de un orden escritural. El inexorable espectro de un logos semántico semidesnudo ocasionalmente se engalana en los fugaces destellos que abren la fisonomía de esa retícula atonal a un simulacro de textualidad, donde cada célula dibujística amaga sumar eslabones a un estadío intermedio entre el plano y eso que se llama página.

Es llamativa la elocuencia con la que se hace visible aquella jocunda energía de elaboración originaria, su conjetural coreografía de gestos y maniobras manuales y corporales, y al mismo tiempo qué nítida se impone la conciencia acechante con la que el pícaro Astica se permite excederse en sus sensualistas devaneos, para enseguida domesticarse según la necesidad mucho menos azarosa de una orquestación conclusiva, cuyos factores deberán manifestarse en perfecta equidistancia.

Astica es, proverbialmente, “A painter´s painter”, es decir un “pintor de pintores”. Muchos de sus colegas le reconocemos no sólo su innegable categoría sino su lucidez rectora, su capacidad infatigable de marcar, sin alardes ni pontificaciones, rumbos pictóricamente intransigentes bajo el riesgo de comprometer eventualmente esas hipótesis, habitualmente indemostrables, de que cierto público anhela una sintonía menos áspera en términos de accesibilidad. Una vez más, eso no ha sucedido. Todos, propios y extraños, volvemos a ser testigos privilegiados del nuevo giro fenoménico que Astica aplica a su implacable economía metodológica de cálculo y derroche, de encorsetamiento y desmadre. Entre zigzagueos, salpicados, giros y volteretas, calculados manchones y descoyuntados alfabetos, el pintor logra nuevamente la locura tierna, el vector imposible de una pintura en estado de oxímoron visual: la pintura de la constancia inconstante, de lo contenido incontinente, de la dirección que desorienta, de la impertinente pertinencia.

* Dibujante y pintor. La exposición “Tempo”, de pinturas sobre tela y sobre papel de Juan Astica, sigue en Smart Gallery, Avenida Alvear 1580, planta baja, hasta el 27 de mayo.