El poder de la memoria es el poder del pasado en el presente. Las sociedades nunca están únicamente en el presente sino siempre acechadas por una espectralidad e inscriptas en una trama de tiempos diversos, en una “temporalidad plural” donde conviven pasado, presente y futuro. Y donde conviven la temporalidad del mito y la temporalidad de la historia, la repetición y lo irrepetible. También el lenguaje está investido por la historia, y la memoria de las palabras preserva los restos de antiguos combates sociales con los que abrir el porvenir.
Las tres mayores palabras atesoradas por la tradición revolucionaria, aunque antiguas, ofrendan siempre una inspiración renovada al trabajo de las generaciones que mantienen viva la pregunta por la emancipación. Pronunciada por todo el arco ideológico –es un término del que nadie abjura–, la palabra libertad aloja sin embargo una disputa por su significado. Distinto es lo que sucede con la palabra igualdad: impronunciable por las derechas en cualquiera de sus variantes, la lengua neoliberal apenas es capaz de decir –casi siempre con cinismo– “reducción de las desigualdades”. Nunca de pronunciar la palabra igualdad. Como si no existiera en su nomenclatura más que la “responsabilidad social empresaria” ante un mundo donde hay pobres con los que se pretende no tener nada que ver, y con los que en todo caso es necesario hacer algo por la amenaza que portan. Sin embargo, esos pobres son efecto necesario de un régimen de ganancia. A poco que se la piense, la cuestión de la igualdad concluye en que habrá pobres mientras haya ricos, y en que no es posible combatir la pobreza sin combatir la riqueza no distribuida, pues la riqueza de los ricos es la causa de la pobreza de los pobres.
La ideología de la “responsabilidad social” oculta lo que es: devolución infinitesimal de lo que se ha despojado en gran escala. La obra democrática, que para ser tal deberá orientarse por la igualdad y los derechos económicos (junto a los políticos, sociales, sexuales...), no podrá por ello escindir la lucha contra la pobreza de la lucha contra la riqueza concentrada en pocos, a costa del trabajo o la falta de trabajo de la mayoría.
Cuando inspirada por el anhelo de igualdad entre los seres humanos, la acción política concibe que sin ella no resulta posible la libertad ni la diferencia; que sin ella sólo imperan la dominación, la prepotencia, la explotación, y que ninguna libertad puede convivir con la dominación como lógica de las relaciones sociales. No hay libertad ni diferencia sin igualdad (aunque sí puede haber igualdad sin libertad, y la historia enseña el deber de rechazarla cuando se plantea de ese modo). No hay liberalismo político sin justicia social. Por ello el neoliberalismo económico es el obstáculo mayor del liberalismo en tanto sistema de las libertades individuales y colectivas. En otros términos: no hay libertad de expresión (en tanto núcleo del liberalismo político: posibilidad de pensar lo que se quiera y decir lo que se piensa) si un monopolio de los medios de comunicación concentra la circulación de significados sociales; si hay una concentración de la riqueza cuyo efecto es un despojo social que condena a millones de seres humanos a solo lidiar con el reino de la necesidad. Dominación no es libertad.
Cuando los tiempos son aciagos, como lo es el nuestro en América Latina, una de las tareas políticas mayores es la de construir una fraternidad entre las organizaciones del campo popular (que puede ser provisoriamente definido en base a lo dicho antes): en este caso los movimientos sociales, las izquierdas, los peronismos, los kirchnerismos, el radicalismo que aún atesora el legado de Alfonsín, el socialismo que busca honrar esa palabra y no malversarla con su puesta a disposición de los poderosos... Fraternidad es una forma de vínculo que no produce uniformidad, ni destituye diferencias, ni exige una renuncia de las identidades y las tradiciones. Fraternidad es siempre “fraternidad entre”, unidad de los diferentes que no dejan de serlo.
Si libertad e igualdad son ideas que trazan el horizonte de la acción política emancipatoria, fraternidad es lo que dota a esa acción de una imprescindible inscripción afectiva común, sin la cual sería frágil, impotente e ineficaz. La expresión “fraternidad latinoamericana”, de fecunda deriva teórica desde el siglo XIX y por un momento vuelta realidad en el siglo XXI, es el reverso del racismo –en el sentido más extenso del término (como desprecio del otro)–, también él una forma de vínculo que hoy se propaga en la Argentina en detrimento de la inclusión obtenida y de la que falta.
Concebida como sentimiento de apertura, fraternidad no procura reducir las intensidades de la política ni se propone disolverlas ingenuamente en una impostación de buenos modales, sino algo bien distinto: alojar los conflictos de intereses y los debates de ideas que atraviesan el campo popular en una trama de composición capaz de generar una potencia democrática compleja; capaz de transformar la dispersión autodestructiva –y destructiva de organizaciones compañeras o que podrían serlo– en un poder colectivo de disputar sentidos y proteger derechos de su destrucción.
No solo –ni principalmente– resistencia sino disputa y emergencia de una sabiduría colectiva de la adversidad, arte de transitar el tiempo oscuro y acuñación de una lengua capaz de expresarlo en su sentido más oculto.
Libertad, igualdad y fraternidad –al igual que memoria, verdad y justicia– son palabras que se protegen entre sí y adquieren su significado pleno cada una por relación a las otras. La construcción de una fraternidad popular entre las distintas organizaciones acaso contribuya a revitalizar los combates por la igualdad y las libertades que el macrismo denuesta, y acaso logre dotar a las luchas sociales con una afectividad de la que los puros conceptos carecen.
* Profesor de la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC).