Hay algo de intemperie, como si se pudiera sentir la presencia de un viento que no se detiene a pesar del cobijo que los personajes encuentran esa noche. Un poco dejándose ganar por lo que no está planificado o por un propósito que, a veces, se vuelve intrincado, indeciso, demasiado aferrado a los orígenes para dar cuenta de su voluntad, Lorena se encuentra en la casa de sus amigxs de la infancia. Su viaje esconde una desolación pero esa noche es luminosa. Podríamos imaginarnos una estufa a leña y disfrutar del sabor de ese vino que toman casi para evitar el pudor que les genera verse y aceptar que allí, entre Marina, Jorge y Lorena se juega un deseo que no es tan simple delimitar y entender.

En la dramaturgia de Pilar Ruiz el recurso del viaje, del regreso a la casa de la infancia, se cuenta en Aire de Montaña a partir de un procedimiento literario que la autora y directora traduce al terreno teatral. Los parlamentos se desdoblan en pensamientos y diálogos. Aquello que los personajes dicen para un público o para ellxs mismxs y esa parte del texto que comparten en la trama. Así la estructura se piensa desde esas situaciones que podrían enmarcarse en el orden de las apariencias, de lo que nos atrevemos a manifestar, y aquellas otras palabras que construyen la espesura, lo que queda afuera pero que la autora decide integrar a la escena, incluso darle un protagonismo que podría poner en crisis cada secuencia del diálogo.

Desde esa desposesión que deja a los personajes un poco indefensos y, a la vez, armados de unas contradicciones que podrían explotar en la calidez de ese encuentro buscado y negado al mismo tiempo, la escenografía que realiza Julieta Potenze se convierte en un elemento narrativo. Estar adentro o afuera, en lo alto de la montaña, retenidxs por la nieve que no permite escapatoria, pasa a ser una decisión vacilante. Las paredes y puertas de esa casa podrían desaparecer en un instante. El resguardo es tan frágil que si Lorena sigue allí, a Marina y Jorge no les quedará más remedio que reconocer que sienten por ella algo que no logró aplacarse en los treinta años que pasaron sin verse. Por el contrario, está al acecho, dispuesto a saltarle en el cuerpo con solo cruzarse dos palabras.

Pero Lorena no llega sola a esa casa en la Patagonia tan perfecta como triste en su añoranza por un deseo no cumplido. Está con ella Tomás, su hijo, un joven que se interesa por la fotografía, un oficio que su madre abandonó en su juventud y que de algún modo se convierte en el formato que guía la acción. Aire de montaña se piensa a través de fotos como una síntesis poética del tiempo vivido, como instantes sin desarrollo o con una conclusión ausente. Tomás es quien mira la escena desde afuera y quién intenta revelar cierta verdad o secreto que Lorena preferiría no compartir con sus amigxs. ¿Cuánto de lo que se habla en voz alta es escuchado o negado? ¿Cuánto opera de verdad en las reacciones y en el desenlace ?

En el elenco, el texto termina de hallar un estado siempre apacible y festivo. María Inés Sancerni tiene ese brillo permanente, como si mirara los hechos en una película y los disfrutara, como un ser que cree que hay felicidad allí donde solamente tendrían que existir desdichas y lamentos. Carlos Portaluppi tiene esa impronta que parece estar a punto de derribar la escena, tomarla en un puño, para después demostrar una emoción que surge en el momento más insospechado. Clarisa Korovsky entiende ese lugar secundario que Marina tuvo siempre en relación a Lorena, pero lo más interesante de la dirección de Ruiz es que esos datos definitivos, los que marcan una vida, surgen sin estridencias, con una aplomo que a los personajes les da una serenidad totalmente convincente. En la misma línea interviene Juan Soler porque la puesta de Ruiz es armoniosa, con esos desequilibrios momentáneos que son el cimiento de un estabilidad permanente.

Aire de montaña se presenta los martes a las 21 en el Galpón de Guevara.