Mi padre no pudo estar presente en el hospital el día de mi nacimiento, su participación activa en los saqueos no se lo permitió. Tampoco acompañó a mi madre en sus tres partos anteriores, pero, el saqueador, sólo recordaba un nuevo aniversario de su epopeya en cada uno de mis cumpleaños sin festejos. Nadie elije nacer, tampoco en donde hacerlo, pero para aquellos que nos tocó venir a este mundo en el medio de la pobreza, sabemos que existe una circunstancia que puede agravar dicha suerte, la enfermedad. Una mala formación congénita en mi pie izquierdo sumado a distintas alergias a combatir con dosis sistemáticas de vacunas, me privaron, por un lado, de los juegos de la infancia y a su vez me invitaron a soñar con correr carreras, me fascinaba mirar la competencia de los 100 metros llanos, tal vez como un acto de justicia en donde todos los competidores partían desde la misma línea de largada. 

Don Guillermo, curandero respetado de la villa, quien me venía tratando desde la pata de cabra, aconsejó a mi madre que mi caso necesitaba ayuda de la ciencia. Madrugadas tras madrugadas, formando filas en distintos hospitales para conseguir número y posterior atención de profesionales, radiografías, análisis, operaciones, tratamientos, fueron actividades paralelas a mis horas de clases. A pesar de no contar con deficiencia intelectual alguna, el hecho de no poder salir a cartonear, ni aportar dinero para la economía hogareña, me hicieron merecedor del cruel dicho popular, "más caro que un hijo bobo", bautizándome el caro de la familia, “Carito", para los conocidos. 

Mi sosiego lo hallaba en la escuela. Luna era distinta a todos. Con un alma de maestra, me ayudaba en las tareas mientras me aconsejaba, "Ezequiel, sos hábil con los números, para los pobres, estudiar es sinónimo de rebeldía". Por las tardes miraba a mi compañera mucho más que al pizarrón, por las noches la buscaba en el cielo. Mi sufrimiento se atenuaba en cada viaje al Eva Perón cada vez que, con mi cabeza apoyada sobre el vidrio de la ventanilla del expreso, lograba divisarla entre las estrellas, de niño uno siente que se ama con el corazón, que no hace falta tocar, que tanto el inalcanzable satélite como el recuerdo de sus ojos negros estaban conmigo cuando más los necesitaba. 

Es mentira que uno se termina acostumbrando a todo. Mi pánico con el dentista nunca lo superé. El doctor Gazzola, odontólogo de guardia de la facultad, manejaba la magia del relato mejor que al torno. Sus historias increíbles ocurridas en distintos safaris, extrayendo molares a leones y mandriles sin anestesia alguna, me hacían reír sin ganas. Una noche, uno de sus relatos se convirtió en una pesadilla recurrente, con el mismo método del palo con el que decía atascar al maxilar superior de un cocodrilo, sentí, en sueños, mi boca trabada con una rama clavada en mi paladar y al profesional metiéndose de cuerpo entero para trabajar desde el interior de mi cavidad bucal. 

La muerte de mi madre fue la gota de dolor que rebasó el vaso de mi infortunio. Cuando la calle es un continente para una situación no deseada, un río de hastío corre por el asfalto hasta desembocar en el mar de la nada. Nada más difícil que llenar el día, el ocio creativo será cosa de griegos, la inactividad criolla es una empanada rellena con vicios. Roto el reloj de los hábitos, dormir suele ser el mejor lugar para esconderse de la realidad. "Todo es droga", solía decir José, mientras aspiraba nafta súper desde un bidón de plástico. No es bueno patear la calle en soledad. Sociedades de hecho, lo más anónimas posibles, se forman para luchar contra el hambre y la policía. 

Deseché el trabajo de limpiar parabrisas en los semáforos, no me sentí capaz de soportar cataratas de noes en el transcurso de una mañana, tampoco acepté la invitación del “araña” Javier para practicar el deporte nocturno de saltar tapiales y escalar terrazas, opté por continuar con mi tradición familiar, tomé un chango prestado de un súper y me dediqué a juntar cartones durante las horas en que el chofer del camión recolector descansa. Usando viejos métodos “gazzoleros", usé cajones de madera para trabar la boca de contenedores, con el fin de meterme de cuerpo entero adentro de las mandíbulas de los verdes dinosaurios urbanos. 

 Fue una noche de menudos hervidos y vino blanco en cajitas en la que escuché de labios de Guadalupe la noticia de la partida del viejo Guillermo. Uno nunca decide el regreso, una misteriosa fuerza centrífuga a la altura del pecho es la culpable de obligarnos a romper promesas. Volví a caminar por los sombríos pasillos de mi barrio sin un sentido aparente. Pude gambetear la entrada de mi antiguo hogar, llegué hasta la puerta de la vieja casa del brujo convertida en flamante búnker, me senté bajo la misma sombra del paraíso de mi infancia y antes de volverme a escapar la voz de Luna me llamó mágicamente desde el interior del salón de la vecinal. 

Profesora de Historia en distintas escuelas de Rosario, siempre regresó a sus orígenes para concientizar a las mujeres de la villa en distintos temas. Fue la primera vez que me animé a presenciar su clase, entré sin hacer ruido y me senté en una silla apartada del resto de las asistentes. Alcancé a leer en el pizarrón un número, 1789, debajo de un título, Revolución francesa y un nombre desconocido para mí, Olympe de Gouges. Al finalizar su clase preguntó al auditorio si teníamos preguntas para formularle. Fue entonces cuando no dudé en consultar desde mi lógica matemática, “si le sumo cien al número de cuatro cifras, me da la fecha en que se fundó el club de mis amores...le sumo otro centenar y me da como resultado el año de mi nacimiento, ¿usted me puede decir que es lo que cambió en todo este tiempo para los villeros?“. 

La docente me contestó como si no me conociera, me explicó que la película no había terminado, que la lucha era la misma, que los poderes se mimetizan, pero dijo también que no había que ser hipócrita ni desagradecido en la vida, que el sujeto histórico debe recordar siempre cuando quería lo que ahora tiene con el fin de no volverlo a perder, que debíamos cuidar la democracia, el derecho a estudiar y a cada una de las luchas ganadas por las mujeres en todo este último período. 

 En la calle, fue más directa hablándome en privado. "Eze... fijate un poco cómo estás. No te tuviste piedad. ¿Cuándo vas a hacer algo por vos?". Me hospedó un tiempo en su casa, volví a tener documento con una dirección potable para conseguir trabajo. Hace un año que formo parte del plantel de seguridad de un shopping. Me mudé a una pensión del centro, aprendí a quererme y cada mañana me acuerdo de todo lo que no tuve. 

Con el primer sueldo me compré unas llantas amarillas acolchadas que acarician mi pie zurdo, durante los paseos en mi día franco atesoro el deseo de terminar la secundaria. Dicen que soy bueno en lo que hago. Cuando observo a los clientes en el mercado de cosas intentar tapar sus vacíos existenciales consumiendo compulsivamente objetos que en su mayoría no necesitan, me acuerdo de José y le doy la razón. Nadie mejor que yo para proteger a los shopineros de los tres fantasmas que los acechan sin tregua, la pobreza, la enfermedad y los saqueos.

 

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