Antonio Birabent se confunde en la ciudad. No es que ande a la deriva y aturdido entre las calles, las veredas y los edificios. Nada de eso. Birabent se confunde porque se pierde entre la muchedumbre, en la esquina de cualquier bar. Es uno más entre tantos y tantas que le dan sentido al paisaje urbano de Buenos Aires. “De alguna forma, ser independiente o que te reconozcan en la calle y te pidan un autógrafo son dos estilos o dos formas. Pero lo que yo hago es previo a eso. Entonces, entiendo que está bien manejarme en esas dos aguas”, dice este músico, actor y amante de la palabra que se mueve con la misma soltura en un escenario del under porteño o filmando en un set televisivo para HBO. “La independencia tiene que ver con el lugar propio. Pero en realidad no estamos en ningún lugar, estamos tratando todos nosotros de sobrevivir al caos que nos toca y avanzar con lo que hacemos”, dice el artista de 53 años, que elige el perfil bajo como estilo de vida.
Birabent tiene dos novedades importantes. La primera es que el viernes 8 a las 21 se presentará junto a su padre, Moris, en Café La Humedad (Carlos Calvo 2540). A fines de 2020 habían lanzado La última montaña, el segundo disco a dúo con Moris. “Es un concierto íntimo. Estará en el piano Lolo Miccuci. El piano nos lleva a un lugar antiguo y de una gran pureza”, adelanta Birabent. ”La última montaña fue un disco que, de alguna manera, volvió a producir esa empatía que generó Familia canción en 2011, que tiene que ver con el hecho de que un padre y un hijo se junten para componer y cantar. Después viene por supuesto lo musical, pero hay algo previo que es humano. Y esa parte es la que despierta y produce más sintonía con el oyente”, entiende.
La otra noticia que enciende sus días es la publicación de su primer libro. Tres (Malisia, 2022), que se publicará en abril y se presentará el 7 de mayo en la Feria del Libro, es un libro de relatos breves, “observaciones y algunas memorias”. “No hay nada que no haya pasado. Todo lo que cuento son situaciones que de alguna u otra manera sucedieron”, revela sobre el tono autobiográfico y costumbrista del libro. El título, en tanto, refiere a su padre, a su hijo Oliverio y a él. “Es una línea de tres corazones que están latiendo en un mismo momento, espacio y tiempo”, explica Birabent, sentado en una mesa de sus bares favoritos, Varela Varelita.
-¿En qué momento aparece la idea de hacer en un libro?
-En 2000 empecé a escribir cosas cortas, que guardé. Pasó tiempo y no hice nada con eso. Y en 2018 me fui a vivir un tiempo a Río de Janeiro, a trabajar. Y ahí empecé a escribir mucho. En la ausencia de Buenos Aires y la ausencia de mi familia. Y me di cuenta que había un libro. Me ayudó a verlo Juan José Becerra, amigo y gran escritor. Entonces, empecé a pensar en cómo sería ese libro. Y a entender que esas observaciones, memorias y pequeños relatos podían ir marcando una huella. Y después fue trabajo, tiempo, mucho papel y mucho lápiz. Escribí todo a mano. En un momento, Juanjo me dijo: "Antonio, urgente pasalo a una computadora". Me costaba mucho. Cuadernos y cuadernos escritos con letra pequeña. Pero fue muy útil escribir a la antigua, porque sentí que era una conexión muy directa con mi espíritu. Y después pasarlo al teclado fue una manera de pulirlo. También entendí que era un libro para salir de una manera independiente, con una pequeña editorial, como Malisia.
-Por momentos, el estilo de los relatos recuerdan a las aguafuertes porteñas de Arlt o al existencialismo de Scalabrini Ortiz. ¿Hay algo de esta tradición literaria ligada a la observación cotidiana de la ciudad?
-El otro día estaba filmando una película en el Maipo y nos fuimos con el equipo y los actores a tomar un café donde se cruza la esquina de Corrientes y Esmeralda. En un momento dije: "Acá estoy en la esquina de El hombre que está solo y espera (1931)". Scalabrini Ortiz, Arlt y hay una larga lista, son observadores. Yo me paso la vida observando y lo heredé sin dudas de algo familiar. Pienso en letras de mi viejo y está todo el tiempo mirando la ciudad. Pero me gustó esa dinámica de mirar para no componer canciones. Sino para escribir otra cosa, para meterme en otro formato. Y no estar pensando en la estrofa y el estribillo. Fue como empezar de vuelta también. Y entiendo además que el libro es un legado para mi propia estirpe, para mi hijo. Hay algo muy sanguíneo en todo el libro: mi padre, mi madre, mi hermano, mi hijo, nosotros en la ciudad. Y me gusta poder haber plasmado esto tan privado, porque son reflexiones muy íntimas, públicamente. Y ojalá tengan un valor para otras personas. Porque lo que yo cuento no es tan especial, es especial para mi familia, pero para la familia de al lado es un espejo de otras situaciones.
-¿De dónde viene tu fascinación por la ciudad?
-Cuando nosotros volvimos a Buenos Aires en 1987 yo tenía 18 años. Mi experiencia con Buenos Aires era muy corta, porque nosotros nos fuimos en 1976, cuando tenía seis o siete años. Volvimos doce años después. Pero en seguida la ciudad me tocó el corazón. Recuerdo que una vez alguien un poco desafiándome, yo que he escrito -y lo digo sin falsa modestia- creo que más canciones sobre Buenos Aires que cualquier músico de rock argentino en los últimos 25 años, me preguntó: "¿Qué es lo que a vos te diferencia tanto, qué es lo que te pasa a vos con Buenos Aires?". Y en sincronía le dije: "Yo puedo llorar por la ciudad". Y no de pena, sino de emoción. De amor porteño. Y en un momento fue muy fuerte, sobre todo en la etapa de Buenos Aires (2003), Tiempo y espacio (2005) y Demoliciones (2007), que son tres discos que hablan prácticamente de Buenos Aires… luego de eso me obligué a escribir de otras cosas.
-En el libro, de todos modos, aparecen situaciones en Río de Janeiro, Medellín, Montevideo...
-Es que me gustan las ciudades. Y entiendo que si bien soy porteño pienso que si hubiera nacido, por ejemplo, en Mendoza le hubiera encontrado el gusto. A mí me gusta la pertenencia y siempre peleo por la pertenencia mía y de los demás. Muchas veces me encuentro con personas que me dicen "yo vivo en un pueblito, qué lindo sería ir a Buenos Aires". ¡Y a mí me resulta lindo ir a tu pueblito! Nos fascina tanto lo ajeno, estamos tan deslumbrados por las cosas que no conocemos, que está bien compensar un poco y decir: "Che, este lugar que es mi lugar a mí me gusta". Porque si no siempre está el deseo puesto muy lejos, ¿no? La globalización llevó al paroxismo esto, porque sentimos que "somos ciudadanos del mundo". Yo no me siento ningún ciudadano del mundo, de ninguna manera. Me siento ciudadano del lugar en el cual estoy. Pero los dos meses que viví en Río de Janeiro llegué a sentir que era un poco local.
-En el libro hay varios tópicos recurrentes: el exilio, los viajes, el amor, la ciudad, la familia, la existencia. Pero aparece mucho tu viejo, Moris, a quien llamás "El". ¿Desde el principio querías que fuera un personaje central en el libro?
-Fue totalmente involuntario, pero enseguida entendí que necesitaba retratar esos momentos con mi papá y esa conexión que tenemos tan especial, de tantas horas y horas de conversar. Y me parecía bien lograr esa comunión entre algo que es tan común: tenemos padres y algunos tenemos hijos. Cuando están esos dos polos el otro ser humano está en el medio y le toca estar en ese lugar hasta que el tiempo pase. Y me parecía muy lindo ese lugar tan evidente pero por otro lado tan misterioso. Estoy parado en el medio de un niño y un señor ya grande. Y estoy ejerciendo de balance. Me gustaba ese rol de "balanceador" entre mi hijo y mi papá. Decidimos mencionarlo como El y sin acento. Hay un juego con la ortografía. Cuando hice la última lectura, lo pude leer ajenamente y pensé: "Qué graciosa esta familia".
-Otro de los temas recurrentes en el libro es el de la comunicación/ incomunicación. ¿Es algo que te preocupa?
-Cada vez más percibo el autismo digital. Y abogo un poco contra eso. Recién la moza me dice: "Qué bien te quedan los anteojos". Y le digo: "Me cuesta mucho usar anteojos". Porque siento que un poco me bloquean. Estamos rodeados de trabas: digitales, el barbijo, el pudor, la dificultad para abrirnos, los auriculares, las pantallas. A mí me sigue gustando mucho salir a la calle y no saber qué me va a pasar. Esa incertidumbre me gusta. Y siento que si estamos tan protegidos el nivel de incertidumbre baja mucho. Lo que pasa en este bar, la gente charlando y riendo en esa mesa, sigue siendo esperanzador para mí. En el disco O (2016) hay una canción que se llama "Charlemos" y la voy a tocar en Café La Humedad. Es hasta provocador decir "charlemos". A mí me gusta hablar en la calle, estar disponible, sonreírle a una persona. Porque si no siento que eso de que vivimos en comunidad es un verso. Si perdemos la noción de que somos pares es más fácil dominarnos. Más ajenos a la interacción también es más fácil vivir en la tristeza.