El tablero político no encuentra equilibrio. Lo que hasta ayer parecía resuelto entra nuevamente en discusión y volvemos a foja cero. Cuando la razón de estado es la negativa perpetua, la oposición no tiene otra razón de existencia que vaya más allá de la obstrucción.
Partiendo de la diferencia entre Alberto y Cristina, siguiendo por las segundas líneas para terminar en las internas locales, la torre de Babel se reproduce al infinito sin síntesis visible. Tal vez eso mismo sea lo importante. Un estado de rebelión democrática logre quebrar la lógica mortal de los caza bobos macristas.
En la oposición nada luce diferente. Los radicales, expertos en peleas internas, parecen convocados a lo que más les gusta. El PRO, por su lado, talvez el más experto en el ejercicio del poder, viene de gobernar cuatro años con aliados que solamente asintieron a políticas erráticas y antagónicas con su tradición centenaria.
La tercera dimensión de la política reflejada en movimientos sociales, de mujeres, de DDHH, y hasta el propio movimiento obrero, sintieron las consecuencias del congelamiento político aplicado por la pandemia. La súbita renovación simultánea de conducciones, producto de acumulativas postergaciones, desembocó en un descontrol político de consecuencias mal disimuladas. El inesperado final del barrionuevismo marca la culminación de una historia que fue pilar entre 1984 y 2001 de un modelo sindical basado en la financiación bipartidista, en la figura de Luis Barrionuevo y Enrique “Coti” Nosiglia.
El tercer intento de desarrollo industrial por sustitución de importaciones tuvo su peor final el 24/03/1976 con su herencia de genocidios, desapariciones, arrasamientos de derechos centenarios conquistados en una rica historia del movimiento obrero. El compendio de esa historia de marchas y contramarchas en Argentina se llama Peronismo y encierra la particularidad de un proyecto nacional a la vez de alianza de clases de antagonismos irresueltos y de desarrollo de un Estado potente que signó la segunda mitad del siglo pasado. Lo que llevamos del siglo XXI se resume en intentos de retomar una y otra vez la hegemonía oligárquica más brutal tiñendo de odio el discurso político. El primer cuarto de siglo se va de la mano de una deslucida lideranza política incapaz de presentar un programa concreto que ponga negro sobre blanco, lo que debería ser un formulario útil para ubicar a la Argentina en el mundo, con una fuerte incidencia en la integración regional.
La abrupta sucesión de liderazgos gremiales muestra un paisaje que aumenta la incertidumbre. El retardo en producir los cambios necesarios nos transformó en una rutina frecuente. Cada elección es en potencia una sorpresa y el rumbo del movimiento en general carece de certeza, lo que impide garantizar un horizonte que lo torne previsible.
Por primera vez en décadas la democracia sindical está dando cuentas de las peores prácticas a las que nos tuvieron sometidos civiles y militares.
El movimiento obrero además de su secular existencia activa y protagónica ha logrado un discurso y un entramado institucional que condiciona los demás poderes del Estado. La democracia sindical, largamente reclamada por los sectores más combativos, se da de patadas con su carácter masivo y su identidad política hegemónica.
El antiperonismo es el antídoto del discurso de clases que acompaña la acción sindical. Los sucesivos estallidos sociales acaecidos en Latinoamérica (Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Uruguay) marcan una etapa diferente en toda la región. El liderazgo obrero sobre el conjunto de los sectores populares muestra claramente una nueva vanguardia de carácter clasista. Argentina está en perfecta sintonía con esa tendencia.
La celebrada derrota de Calo muestra la otra cara de la contradicción. La renovación de 20 años también habla de la mora etaria con que los estamentos dirigenciales se desplazan por la vida. Solo los supremos y los Obispos compiten con ellos.