El jueves al amanecer, en París, murió Miguel Ángel Estrella. Tenía 81 años y una vida dedicada a hacer de la música un arma de comunidad y encuentro, por sobre diferencias sociales y nacionalidades. “La Delegación Argentina ante la Unesco lamenta anunciar el fallecimiento de Miguel Ángel Estrella, quien fue Embajador de Argentina ante la Unesco y Embajador de Buena Voluntad de la Unesco, pianista y fundador de la ONG Música Esperanza”, informó muy temprano en su cuenta de Twitter la representación de la República Argentina ante la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).
A partir de ahí, durante toda la jornada distintas formas de condolencia por la muerte del pianista, que en la actualidad dirigía la Casa Argentina en la Ciudad Universitaria de París, se multiplicaron en las redes sociales, por parte de funcionarios del Gobierno nacional, personalidades de la cultura y de gente común. “Despedimos con inmenso dolor al gran músico argentino Miguel Ángel Estrella, ex embajador ante la UNESCO y luchador por los derechos humanos. Hasta siempre querido Miguel. Mis condolencias a familiares y amigos”, escribió bien temprano a través del Twitter la Vicepresidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner.
Mucho más que un músico, Miguel Ángel Estrella fue un humanista. Militante de la paz y los derechos humanos, el pianista vivió convencido de que la música podía sanar y nivelar para arriba y que podía y debía ser la herramienta para una nueva civilización. Divergente de un mundo orientado hacia el exhibicionismo y la individualidad, como el de la llamada música clásica, era más probable encontrarlo tocando en las cárceles, hospitales, centros de refugiados o en los barrios más pobres, que en la formalidad de las salas de concierto.
Estrella nació en San Miguel de Tucumán el 4 de julio de 1940, en una familia de emigrados libaneses de apellido Nashem -que en árabe significa “estrella”-, y pasó buena parte de su infancia en Vinará, en el departamento Río Hondo, en la provincia de Santiago del Estero. A los doce años escuchó en Tucumán un concierto con música de Frédéric Chopin y fue como una anunciación. Cuando terminó los estudios secundarios en el Gymnasium de la Universidad Nacional de Tucumán, con dieciocho años Estrella se trasladó a Buenos Aires para continuar sus estudios en el Conservatorio Nacional, con Orestes Castronuovo, Erwin Leuchter y Celia de Bronstein. Poco después, en 1965, una beca del Fondo Nacional de la Artes le permitió completar su formación en París, donde frecuentó las clases de maestros como Marguerite Long, Nadia Boulanger, Ivonne Loriot, Olivier Messiaen y Vlado Perlemuter, entre otros.
Abrir el mundo
Considerado en el mundo entre los pianistas más notables de su generación, Estrella no abordó en términos tradicionales lo que se dice una carrera. Prefirió volver a la Argentina para comenzar a expandir su arte de una manera diferente a la que indicaban los cánones de la música de concierto. Empezó así un trabajo de política artística para llevar esa música, la de Chopin, Brahms, Mozart, Beethoven y tantos más, considerada para una elite, a otros ámbitos sociales. Comenzó, podría decirse, a “tocar para la negrada”, como con rencor le achacarían más tarde sus torturadores.
“Me interesaba contar por qué estaba enamorado de Brahms, pero con mi mirada de originario de la Argentina profunda, hijo de un poeta socialista y una madre maestra rural, que creció en caseríos del noroeste, especie de Macondo donde lo milagroso podía ser natural. Así empecé con los conciertos conversados, que proponían otra manera de escuchar, buscaba establecer otra relación con el oyente. Fui creando un circuito amistoso de conciertos, a partir de relaciones humanas. Y eso me brindaba trabajo y sobre todo la libertad de ir a tocar donde me pareciese, incluso en las villas o en las comunidades indígenas”, dijo Estrella en 2014 en una entrevista a Página/12.
En esa misma entrevista, el pianista ponía en tela de juicio los procesos tradicionales en la formación de los músicos, cuestión que se convirtió una de sus preocupaciones a lo largo de su vida. “Yo hice el conservatorio porque había que hacerlo, había que tener un título, pero ya entonces con mi compañera, Marta González, detestábamos ese tipo de instrucción individualista. El conservatorio de entonces, como el de ahora, te ofrece una formación competitiva, en la que si no sos el primero de la clase, no servís. Eso incentiva el ego. Lo viví en el conservatorio acá y luego en París, en Londres, en la Unión Soviética. Es un círculo vicioso, donde finalmente los maestros se terminan dedicando a los mejores, porque son los que les darán prestigio como músico y docente. Todo eso es malsano y perverso, porque genera rabia entre los marginados de ese sistema. Ya desde entonces pienso en un conservatorio ideal, que nos prepare no para ser los mejores del mundo sino lo mejor que nosotros podamos ser. Pero que además nos enseñe a expandir eso en la sociedad en la que vivimos, a ser parte de esa sociedad y no creernos especiales”, aseguraba.
Intérprete de nivel internacional, Estrella se constituyó en una referencia para el piano, aunque nunca entró en el juego de las competencias que establecía un mercado del que desconfiaba. “El mercado trabaja para sí mismo y por ende desarrolla lo personal, el egocentrismo. Desde muy joven sentí que el mercado era mi enemigo, por eso nunca tuve empresario ni pensé en términos de carrera. Esa palabra me parece bestial. Claro que me gustó haber llegado a tocar en las grandes salas del mundo, pero nunca me la creí”, decía.
Música como esperanza
En 1976, a raíz de las persecuciones de las que fue objeto por parte de la instalada dictadura cívico-militar, Estrella tuvo que dejar el país y al año siguiente fue secuestrado por grupos paramilitares en Uruguay. Humillado y torturado -significativamente fueron sus manos el fetiche de sus torturadores- estuvo en cautiverio durante más de dos años. Finalmente fue liberado, porque su caso había dado vueltas al mundo a través de una gran campaña internacional, conducida, entre otros, por la compositora francesa Nadia Boulanger y el violinista de origen ruso con ascendencia judía nacido en Estados Unidos Yehudi Menuhin.
Reintegrado a la vida civil y artística, Estrella no dudó profundizar su militancia por los derechos humanos y por la difusión de la música como un instrumento de defensa de la dignidad y de elevación de la condición humana. Sobre esta idea fundó el 10 de diciembre de 1982 el movimiento internacional “Música Esperanza”, una organización humanitaria independiente, sin fines de lucro ni filiaciones políticas o confesionales, que con el objetivo común de devolver a la música su rol de comunicación social, de puente entre culturas y de instrumento para la paz, se extendió por Europa, el Este Europeo, América Latina y Medio Oriente.
La figura de músico social es la que mejor describe la naturaleza artística de Estrella, que con un promedio de cien conciertos anuales, en gran parte dedicados a programas de solidaridad, también colaboró con las Madres de Plaza de Mayo en la creación de una escuela popular de música, con la carrera de músico social, y un taller experimental para niños maltratados. En el Mercosur fue el promotor del programa “La voz de los sin voz”, dedicado a los campesinos e indígenas talentosos que se juntan y hacen música, y en Medio Oriente de la Orquesta para la Paz, integrada por cuarenta jóvenes músicos de las tres religiones de los hijos de Abraham (cristianos, musulmanes y judíos). En Argentina fue artífice del Concurso Chopin de piano, una competencia muy particular en la que todos los participantes tenían asegurada una devolución por escrito por parte de los jurados.
El Senado de la Nación lo distinguió por su carrera y su defensa de los derechos humanos, el gobierno de Francia lo nombró “Caballero de la Legión de Honor”, fue condecorado “Comandante de la Orden de las Artes y las Letras” y varias universidades del mundo, entre ellas la de Tucumán, le otorgaron el título Doctor Honoris Causa. Fue varias veces miembro del jurado del “Tribunal Russell sobre Palestina” y en 2014 recibió el premio Danielle Mitterrand de la Fundación France Libertés. Entre varias filmaciones que lo recordarán, hay un notable documental basado en su vida, El Piano Mudo, dirigido por Jorge Zuhair Jury.
Como solista, con orquesta o con el Cuarteto de dos mundos -la formación que impulsó para hacer confluir culturas musicales, por la que pasaron el guitarrista Omar Espinosa y el gran quenista Raúl Mercado, entre otros-, Estrella deja una discografía particularmente interesante. Ahí está el reflejo de una idea amplia de música, que se extiende desde la sabiduría que bajaba de ese hablar lento y pausado, en el que las inflexiones duras de su acento tucumano se enternecían con la deliciosa materia de sus relatos.
Queda además el hermoso anecdotario de un gran conversador. Estrella solía contar con intensidad y admiración historias que sucedieron en los Valles Calchaquíes -que nunca dejó de considerar su lugar de militancia, pianística y peronista- o en las villas urbanas. Siempre entre gente humilde, esos ilustrados de la vida a los que dedicó su trabajo. Sabía contar de cuando en Cochabamba, para terror de los organizadores, invitó a un concierto suyo a cincuenta lugareños que nunca habían ido al teatro; o de aquel humilde que distinguía la música de Mozart como “limpita”, la de Haydn “chispeante” y la de Bach “limpia”, pero no “limpita” como la otra; o del padre que explicaba al hijo que la música que salía del piano a veces es un poco aburrida y a veces tan bella que no se parece a nada.
Apenas algunas de las tantas historias de justos asombros, de humanidad expandida, que como Estrella sabía, le dan un sentido de invencibilidad a la música y a quien la escucha.