Cien años se cumplen del nacimiento de una de las directoras más importantes del cine argentino. La pionera pese a su consciencia permanente de estar llegando tarde. María Luisa Bemberg llegó a dirigir su primer largometraje a sus 58 años, después de cumplir con los mandatos de la familia en la que fue criada, de casarse y ser madre de cuatro hijos y descubrir que todo aquello no alcanzaba. Llegó a ponerse tras la cámara después de escribir dos guiones y quedar insatisfecha, de anhelar las imágenes que danzaban en su cabeza, de buscar su mirada en la de sus personajes. Su nombre en la pantalla grande, tallado en letras de molde en plena dictadura, afrontó todos los desafíos: los prejuicios que veían su arte como un capricho de señora bien, las advertencias del comodoro Bellio que le cajonéo el proyecto de Señora de nadie, las inseguridades de asomarse a lo nuevo con la curiosidad y el empeño como fuerzas naturales. La obra de Bemberg encuentra en este centenario algo más que su revisión y puesta en perspectiva, descubre hacia atrás un camino inaugural en un tiempo incierto, la gestación de un punto de vista antes negado y ahora posible, el hallazgo de una rebeldía definitiva.
El estreno en cines del documental María Luisa Bemberg: El eco de mi voz, dirigido por Alejandro Maci, colaborador de la directora en su último e inconcluso proyecto de adaptación de El intruso antes de su muerte –que Maci terminó en 1997-, intenta pensar en el presente la vigencia de su legado. No de manera arqueológica ni preso de una moda sino de manera vital y contemporánea. Por ello lo más valioso de la película es la propia voz de María Luisa que asoma en las entrevistas públicas y en las grabaciones hogareñas que compartió con su amigo. Allí su voz calma pero enérgica no cambia en los vaivenes del discurso, sostiene la misma pasión no importa quién sea su interlocutor. Y sus palabras se adentran en el trazo de sus películas, en la fibra de aquel cine hecho a contrapelo de las normas de la censura, de una industria dominada por los varones y sus miradas, de las presiones de un entorno que no quería a uno de sus nombres mezclado en el barro del desacato. Maci parte de la historia oficial sobre el éxito de Bemberg, luego de Camila (1984) y la nominación al Oscar, de los millones de espectadores, de las estrellas como Julie Christie y Marcello Mastroiani, de la gestación de UFA (Unión Feminista Argentina) y su paso por los festivales del mundo, para ir a los pliegues desconocidos, a los entresijos de una obra que dejó allí grabado a fuego lo que su autora había esperado tanto tiempo para decir.
“En el final del siglo XX es imposible no ser feminista”, le respondía Bemberg a Carlos Morelli en una entrevista en Función Privada durante 1987. Su reclamo de la palabra no respondía a estridencias discursivas sino a una evidencia de dónde debía ubicarse una mujer que reclama una voz propia. Y su protagonismo no se limitó al espacio cinematográfico sino que desbordó en el mundo intelectual, en la calle durante las marchas por la patria potestad compartida, en esas entrevistas casuales y amenas en las que podía afirmar que ser machista era ser fascista. El peso de su palabra estuvo directamente asentado en el poder de sus fotogramas, esos que escapaban a la metáfora y la alegoría todavía marcada a fuego en el cine argentino de los 80, para acceder a una fuerza cruda, poderosa y directa. De la misma manera que Bemberg podía rehuir a las categorías, aspirar desde los márgenes a un cine industrial, partir de narrar una ruptura matrimonial y luego imaginar la más grande historia de amor, pensar el presente al recuperar el pasado, esa transgresión se contagiaba a sus criaturas como una forma feroz de libertad. La autora y su creación iban en el mismo sentido, un viaje de una sola mano.
“Hay que tener cuatro hijos para saber que no te alcanzan”. La frase asoma una y otra vez en la película de Maci, no como un cuestionamiento a la maternidad como realización sino como la postulación de ese único destino posible. Y Bemberg sabía de lo que hablaba porque lo había cumplido. Había nacido en los años 20 en el corazón de una familia patricia, en el verde de la pampa húmeda. La historia de su crianza fue la que narró en Miss Mary (1986), con la coartada del punto de vista de la institutriz que llegaba de Inglaterra durante la Década Infame. Educación y política se amalgamaban en la experiencia de sus personajes como en la propia y esa exégesis atrevida ofrecía una crítica virulenta de su clase desde adentro, despojada de concesiones y también de rabietas. Una mirada austera pero contundente, que hilvana tiempos y recuerdos, pasiones prohibidas y frases inolvidables. “La religión mantiene a las mujeres alejadas de los problemas”, le explica el hacendado que interpreta Eduardo Pavlovsky a la nueva gobernanta. Preparar a sus hijas para el matrimonio, proteger su virtud y evitar las ideas equivocadas. Esa era la tarea de la Miss Mary de Julie Christie en la Argentina de los 30, en esa ficción espejo del mundo en el que María Luisa vivió su adolescencia.
Los recuerdos de su padre danzan en varias películas, en las voces de los varones del orden y del dominio. De allí salió María Luisa Bemberg tras décadas de matrimonio y varios hijos y se aventuró a buscar su propia huella en un mundo que sabía de más amplias dimensiones que aquella estancia. Recogió las lecturas de su temprana juventud, el descubrimiento de Simone de Beauvoir y Betty Friedman, el teatro de marionetas de las reuniones familiares, sus cuentos escritos a escondidas. De allí surgieron los dos cortometrajes: El mundo de la mujer (1972), que ironizaba sobre la industria de productos destinados a las mujeres y su discurso de propaganda, y Juguetes (1978), que desmontaba la inocencia de los juegos infantiles y el subtexto de su adoctrinamiento. Las imágenes documentales se impregnaban de la revelación del detrás de lo naturalizado y Bemberg hallaba una vocación latente en su interior. Ese germen ya había asomado en el guion que dio origen a Crónica de una señora (1971) de Raúl de la Torre y su asistencia al rodaje fue tanto un aprendizaje como la constatación de una necesidad. De las secretas marcaciones a la actuación de Graciela Borges, de la experiencia de su otro guion filmado por Fernando Ayala, Triángulo de cuatro (1975), y de la constante frustración de querer decir lo que otro ahora asumía con su cámara nació la decisión de salir al ruedo y sortear las ataduras de toda protección.
Momentos (1981) nació de un rechazo, de aquella negativa del comodoro Bellio de autorizar una película en la que un homosexual era visto como un ser humano. Prefiero que mi hijo tenga cáncer antes que sea homosexual le dijo el militar mientras guardaba bajo siete llaves el proyecto de Señora de nadie. Entonces Bemberg no se desanimó y decidió que su primer largometraje sería una historia de pareja, de crisis. Una mujer decide dejar su casa para pasar un fin de semana con su amante joven en Mar del Plata y es el movimiento el que define su devenir, el viaje como tópico pero al mismo tiempo el desplazamiento de la cámara como retórica. Graciela Dufau cita a Ingmar Bergman como propuesta de salida al cine y en ese mismo gesto Bemberg desarticula los espacios interiores de su película, los expande en los interrogantes de su protagonista que mira a su alrededor buscando esa felicidad que solo resulta enigma. En el regreso al hogar no hay castigo ni sanción sino silencio, el aturdidor reflejo de un cristal roto y amortizado sobre la carne misma de esa soledad puertas adentro.
Un año después, ya salido el comodoro del Instituto, Bemberg empuja los permisos y filma Señora de nadie. Escarba esta vez en una intimidad dolorosa, en temas espinosos como el rechazo de la mujer a su único destino doméstico y maternal. Luisina Brando se emancipa de los límites del encuadre, la cama cobra protagonismo en la mirada de una directora que ya forja un estilo propio, el deseo embriaga los adoquines de las calles, las voces ahogadas de quienes le exigen sumisión. Bemberg se apropia de esos clisés de la mujer insatisfecha y el marido infiel para subvertirlos, para sacarlos de esa comodidad anacrónica desde su mismo nacimiento. Lo que Señora de nadie expone es ese lugar de subordinación que detenta la mujer en la familia que le hace merecer las mentiras más torpes, las excusas menos elaboradas. Su rebelión no es contra el adulterio sino contra esa desigualdad a la que está condenada en cualquier orden, contra la concepción de la pareja como persistente resignación de autonomía, de voluntad, de decisión. La cama solo es compartida con el gay que interpreta Julio Chávez porque ahí está el encuentro igualitario, el amor sin resignación.
“Tenés que filmar una historia de amor”, le aconsejó la productora Lita Stantic a Bemberg, ya convertida en la descreída narradora de la separación. Y Bemberg contestó desde su próximo proyecto a ese murmullo que ahora acompañaba las sospechas de clase que había cargado desde el principio, al cotilleo de la feminista enojada. La historia de amor más grande jamás filmada parecía ser el anuncio de Camila. Camila era Camila O’Gorman, la hija predilecta de la sociedad porteña en pleno rosismo, perseguida por el orden religioso y patriarcal. Bemberg había escuchado el relato de sus amores prohibidos con el cura Ladislao Gutiérrez de la boca de Graciela Borges en aquel rodaje de Crónica de una señora. “Quedé escandalizada” le confesaba a sus anfitriones de Función Privada cuando Camila ya había sido un éxito de tres millones de espectadores y bendecida por una nominación de la Academia de Hollywood. Paradójicamente no se miraba a sí misma como visionaria sino como alguien que había cambiado de opinión con el correr de los años, asumidos sus horizontes más amplios a fuerza de escándalos e incansable curiosidad. Por ello el deseo estaba en Camila, en los ojos húmedos de Susú Pecoraro, en la trascendencia de su llamado luego de los disparos del fusilamiento. Bemberg no había dado por sentado su atrevimiento sino que lo había conquistado, había filmado ese amor como epifanía.
La iglesia, la familia, el matrimonio. Todas las instituciones se exponían a su furia iconoclasta. Después de esa mirada confesional y política que desplegó Miss Mary, llegó Yo, la peor de todas (1990), la historia de Sor Juana Inés de la Cruz durante el siglo XVII. “Encerrarse para ser libre”, decía María Luisa de su personaje, y ella otra vez exploraba un pasado cada vez más lejano para revelar el presente. De la misma manera el artificio ponía de manifiesto su existencia real, esos interiores goyescos que oprimían la creación de Sor Juana exponían la carnadura misma del poder que pretendía silenciarla. Bemberg se atrevió a todo: a dirigir a Assumpta Serna ahora vestida de monja después de su pasión mortuoria en Matador de Almodóvar, a Dominique Sanda como una continuación explosiva de esas mujeres secretamente subversivas que había modelado Bertolucci es su piel crisálida, al beso furtivo entre tantos oropeles. Pero también a un registro artificial en pleno reclamo del realismo que conquistaría el próximo Nuevo Cine Argentino, a pensar la Historia desde la imaginación, a pintar con su firma cadaencuadre. En esa carrera contra el tiempo, María Luisa Bemberg concluyó con una comedia irreverente y satírica como De eso no se habla (1993). Antes que final de fiesta era el apogeo de un riesgo que siempre consumó con tanto asombro como desparpajo. Pasear a Marcello Mastroianni por ese San José de los Altares teñido de azul, con sus burdeles y sus circos, con un ojo agudo que trocaba la confesión de Miss Mary en una mueca autoconsciente, divertida en cada paso de su patetismo. La enana Charlotte hablaba ahora con la voz más fuerte, hasta clamar a gritos su propia emancipación. Cómo no dar las hurras con esa libertad que explora cada una de las celebraciones pueblerinas: la boda esperpéntica, el muerto en el cajón lleno de hielo, la caravana perdiéndose en el horizonte. Y María Luisa Bemberg firme tras la cámara, como seguirá su voz en cada eco del que la nombre, en cada llamada con Maci para hablar de la preparación de El impostor, del tecito y la tostada con manteca, de los sueños que al final fueron cumplidos. Ese tiempo vertiginoso que aprovechó hasta el último instante, exprimiendo el fuego de sus fotogramas, con el impulso incansable de la transgresión.