Me quedó entre los recuerdos de la niñez, yo tendría 8 o 9 años, que mi mamá, comentó, cosa que no era muy usual en ella, que estaba leyendo un libro llamado Carne de perro, y que era un libro terrible, un libro tremendo…
Pasaron muchos, muchos años. Mi mamá y mi papá ya murieron hace rato, yo me mudé varias veces de Rosario y hace mucho tiempo atrás me fui de la casa de mis padres y entonces, hace unos días, tratando de buscar en la antigua biblioteca de la casa paterna los libros de aventuras de Julio Verne, Emilio Salgari, Tarzán, El llanero solitario, y toda la tropa de la infancia, libros que le había prometido al hijo de una amiga (estoy tratando de vaciar y acomodar bibliotecas de la antigua casa paterna) me encontré (juro que después de ese comentario de mi madre, lo busqué y lo busqué y nunca lo pude encontrar: nunca reinó el orden en casa, menos en las bibliotecas) entre los de Verne y Salgari, y Corazón y los de Dickens y Mark Twain y Jack London (Colmillo blanco, mi preferido), obviamente traspapelado, el libro de Irma Cairoli, Carne de perro.
Con mucho más que entusiasmo devoré sus 156 páginas, editadas con amor y esmero por la Editorial Plus Ultra en 1971.
El libro es una especie de biografía novelada, en algunos momentos suena a autobiografía, tanto de su personaje principal como de su familia, de su padre, don Luigi, inmigrante del Abruzzo; de su madre, loca después de parir el último hijo; de su hermano Ítalo, en destellos mnémicos e imágenes tan bien planteadas que suenan a los flashes o instantáneas que van coloreando una película o un video tape.
No es una historia, tampoco una novela, ni siquiera un relato, es el armado de un puzzle de flasches descriptivos y narrativos que se interrelacionan maravillosa y dialécticamente entre sí.
Además del relato del secuestro y desaparición del sindicalista Felipe Vallese, un obrero metalúrgico de la Juventud Peronista, delegado sindical de la UOM por la fábrica TEA en donde hacía mantenimiento de las máquinas en el turno noche, también retrata a la perfección los dimes y diretes políticos del país por la época (el peronismo proscripto, luego del bombardeo a plaza de mayo por el golpe del ´55, el golpe contra Frondizi y la breve presidencia de Guido, desde marzo de 1962 a octubre de 1963).
Felipe Vallese es detenido por la policía cerca de su lugar de trabajo, subido a un auto, se dice que lo ingresan en la Comisaría 1ª de San Martín, que luego lo llevan a Villa Lynch y posteriormente es asesinado en la casa del comisario Fiorillo. Son versiones. Sí hubo testigos que vieron el secuestro por parte de la policía, se dice que Vallese se abrazó a un árbol en la calle Canalejas, que lo golpean con las culatas de las armas en la cabeza hasta que se desmaya y allí lo suben al vehículo. Esa calle hoy se llama Felipe Vallese, el salón de actos de la UOM lleva su nombre y también distintas agrupaciones estudiantiles y políticas.
Si bien el primer desaparecido argentino, según Carlos Del Frade, fue Mariano Moreno, y considero que es verdad; la detención y desaparición de personas por fuerzas policiales o armadas estatales fue inaugurada tristemente en Rosario, con los casos del albañil catalán anarquista Joaquín Penina, en 1930 y el médico anarquista Juan Ingalinella, también en Rosario, en 1955, como consecuencia de la mal llamada revolución libertadora. Al respecto hay una investigación periodística brillante del periodista y escritor Osvaldo Aguirre llamada, Ingalinella, un hombre, editada por la Universidad Nacional de Quilmes en 2015, en donde se sigue exhaustivamente tanto el crimen como el derrotero de sus perpetradores.
Volviendo al libro, la desaparición de Vallese, el 23 de agosto de 1962, marca el inicio de la masificación de la desaparición forzada de personas como una técnica de aniquilamiento contra la subversión implementada por los militares, la mayoría fueron delegados sindicales jóvenes y peronistas.
Como dijo el dictador Jorge Rafael Videla, no están ni muertos ni vivos, están desaparecidos y eso daba pie para que se dijera o se pensara cualquier cosa. Se partió siempre de la base de que si no aparecían los cuerpos, no existía forma de probar el delito, entonces la desaparición funcionaba para exculpar a los culpables.
Como se hizo muchas veces luego, a los pocos minutos de secuestrar a Vallese, la bonaerense secuestra también a su mujer, Elbia, a su hermano Ítalo y a Agustín Adaro y Mercedes Cerviño. El mismo derrotero de torturas, vejaciones, y sometimiento fue para todos los detenidos, el que nunca apareció después fue Felipe Vallese. Felipe Vallese hijo era un bebé por entonces. Aún sigue buscando los restos de su padre y trata de reconstruir su historia.
Irma Cairoli, crítica, docente, escritora y ensayista, nacida en Catamarca en 1914, retrata en este libro en forma magnífica y dolorosa el encarnizamiento del poder político sobre la capacidad de soportar la tortura en el cuerpo de un hombre, encarnizamiento que no casualmente, se da, la mayoría de las veces, en los delegados sindicales obreros, militantes antes que nada, por la mejora de las condiciones de trabajo para sus compañeros.
Cito: “Los patrones conocían perfectamente la ley (…) ¡Qué les importaba que se desollaran los dedos con los alambres o que los gases les quemaran los pulmones! También pasaba algunas mañanas la perrera por la calle y a nadie le importaba que los gases asfixiaran a los perros. Eso eran para ellos: carne de perro” (página 41)
De una forma u otra, Cairoli hace una analogía entre la carne de perro para la perrera y la carne de los delegados sindicales obreros, especialmente la de los militantes peronistas, tanto para los patrones como para el aparato de tortura y desaparición de personas que empezaba a gestarse, masivamente, en los estamentos policiales y militares de la época.
Es un libro brillante. Un libro terrible y tremendo, tal cual dijo mi madre en su momento, pero cuya lectura y relectura se hace imprescindible para las nuevas generaciones que no vivieron esos tiempos.