Adolfo es un amigo de siglos anteriores. Es de los que lloran al recibirte y cuando te vas. Vive en la serranía, rodeado de montañitas, arroyos y acechanzas de pueblo. La Vir parece un dibujito de Mafalda, nariz puntuda, ojos claros polacos, chica grande, chica chica y aún fresca, bonita al punto tal de haberlo adormilarlo de ternura al Adolfo en aquellos auspiciosos días de encierro nupcial.
Ella camina sobre las aguas del Tajamar sin ahogarse gracias a su sonrisa lumínica. No te regala nada: ni un beso de más, ni un golpe bajo y es dura a la hora de criticarte. Tiene la más alta y bruñida proeza en una mujer: fino sentido del humor. Me gusta que sea así. Tiene una ética sagrada y agradezco haberla visto llorar de emoción por una causa digna.
Emilia, hija de ambos, navega las alturas cantando como una walkiria con el empuje de un sauce al viento y embiste al mundo como un toro pero con flores en su cornamenta. La he hecho reír hasta mearse y es para mí, un cómico de la legua, el mejor de los halagos. Pero quería hablar de él, de Adolfo. Su sentido de la escena piadosa es poderoso: me dejó llamarlo Alfredo por siete años hasta que un día alguien descubrió el equívoco. Y él al volante, se reía por la chanza.
Honesto hasta la exasperación, útil como un tornillo pero inútil a la hora de saber usarlo, suave como el berro que crece junto al arroyo, bestial en su sentido del humor negro, tipo derecho con el que uno iría a combatir sin preguntar y en el medio de la batalla preguntarle la causa por la que peleamos. Así es el amor entre amigos.
Pienso: ¿Que haremos cuando muramos, cuando no seamos más que viento, torpezas óseas para ser evocadas con piedad, sencillos costumbristas de palabras, cazadores de sueñitos breves, recuerdo de otros? Mejor ni pensarlo. Seremos como esos Rastrojeros que van por caminos de tierra y nadie reconoce, muertos sin morir, con el alma herida y las costillas oxidadas, pingos nobles que tiran de la carreta del olvido y que de vez en cuando se citan en esquinas bajo un farolito para contarse chistes que ya han sido contados. Esos nobles brutos ideales para los argentinos que fueron devorados por las empresas de camionetas y camionetitas importadas y que la Fusiladora prohibiera su fabricación para que su corazón de fierros no compitiera ni corriera más.
Así somos Adolfo. Ay Adolfo, que la vida sea una desmesura sin lógica ni sentido y que la amistad sea un algo rabioso de vida e inentendible que no para de crecer. Te quisieron acorralar, Adolfo: la vida es muy chica para algunos y necesitan ampliarla con sangre ajena. Pero no eran estas palabras para hablar del Adolfo, no, no. Porque todo lenguaje es una pobre traducción como diría el bueno de Kafka y hablar de vos y de nosotros es un balbuceo. ¿Por qué, Adolfo, nos tocó ser rengos en medio de un tiroteo, por qué este deambular festivo en medio del carrusel de enfrentados que a nada conduce?
Ay Adolfo, sos tan bueno que crispa los nervios y desarma el 38 invisible que llevo cargado de hace mucho para acribillar al Cielo, el odio señero de una batalla que nunca viene pero amenaza, allá lejos en las estribaciones de mi alma confundida entre el amanecer y el anochecer.
Ay Adolfo, soy una bestia, un bufo que hace reír para no hacer llorar. Luego, cuando los mozos se han llevado toda la mantelería y nos miran para saber cuándo nos habremos de levantar del todo recién tomamos dimensión de los siglos que estamos juntos, y deberíamos irnos a nuestras casas, pero ya no sabemos dónde quedan nuestras casas , Adolfo, y el cielo como en las Bermudas se confunde con el océano.
Ay Adolfo, ayudame a lagrimear sin desesperación sobre estas ramas secas, cerca de esta hoguera que nos da calor pero nos quema. Ay Adolfo, vamos, un esfuerzo más que la carrera cuesta arriba va por la mitad y al final nos esperan Angélicas Señoras que saben leer cuentos sobre los bosques y darnos la hidromiel para ser todo lo hermosos que nunca hemos sido , sin paraísos, lejos de un legado marchito.
¿No me creés Adolfo? ¿Te estoy mintiendo, chamuyando? Ponele que así sea pero dejame hablarte y escucharme, caso contrario me queda el recluirme en una familia o el manicomio. Vos bien sabés que buscamos un dios promedio, somos mutantes de un cosmos que se arrastra, documentalistas de fantasmas, herederos de Stradivarius criollos y desafinados, con alivios provisorios para nuestros anhelos demorados.
Adolfo, vení a visitarme cuando me toque el encierro y tráeme un librito hecho a mano, uno que hable de mí pero al que yo no reconozca al autor y me ría de comprobar como este tipo se animó a creerse poeta y escudriñar donde nadie, y a quien no le han avisado que ya está todo inventado, Adolfo, querido hermano de madres distintas, despertame con un gol, dame una pastilla de esas que están sobre la mesita de luz donde luce la foto de tu compañera y que me disculpo por haber ocupado vuestra cama matrimonial porque tengo miedo de morirme solo y ustedes me han dado su casa, su lecho, su mate y sus silencios.
La escalera de madera lleva al mar: está ahora en la puerta y es Suecia, ese cachito de arena donde siempre quise estar, Adolfo, creyendo que no había crímenes pero el crimen está por todas partes, entonces hay que irse rápido a la estación de micros y llorar ahí, llorar intensamente como cuando nos conocimos y no sabíamos que éramos hermanitos, primos lejanos, ambos heridos por la sinrazón de no comprender como es que todo se daña por la mala lecha ajena y no hay arreglo, solo parches sobre parches sobre parches.
Ay Adolfo, ya me siento bien. Me voy a levantar para estar en la callecita esa de la puerta de tu casa a ver si engancho en la acequia un moncholo para la cena mientras el gato negro se relame y cae la noche estrelladísima y vuelve la ronda de los Niños Tristes en la esquina, las cumbias asordinadas y el farol que se bambolea. Falta el tren del tango que llega recién como un invitado con el que no contábamos pero se anuncia.
Ay Adolfo, la vida es breve, la muerte no existe y el amor es multiplicar sin rencores todo lo mejor que tenemos, tuvimos y habremos de tener. Ay, Adolfo ayúdame a vivir que morir me muero solito. Vení, levantame y dejame en la entrada, bajo la arcada de madera y cubierto por una manta que quiero pensar en la oscuridad, quiero estar en el ombligo de la noche y desearte el mejor de los mundos porque te lo merecés, Adolfo, sos tan bueno, tan gigante y tan chico que da pena despedirme así nomás.
Tengo un billete que le robé al monedero de mi mamá: vamos a tomar la leche en Los Galleguitos, como los grandes. Y no llorés cuando me vaya, haceme ese favor, Alfredo, Adolfo.