Plácido Domingo volvió al Teatro Colón. El jueves, después de 24 años de la última vez y a cincuenta de la primera, el cantante español se reencontró con la sala que siempre lo espera y con el público que siempre lo aplaude. Junto a la soprano uruguaya María José Siri y la Orquesta Estable del Colón dirigida por Jordi Bernàcier, Domingo ofreció un concierto intenso, emotivo, que con el fluir de la música y el crecer de los ardores se fueron diluyendo las tensiones propias de los grandes compromisos hacia el desenlace jubiloso. El gran final fue con el dúo “Udiste?... Mira, d’acerbe lagrime”, de Il trovatore, de Giuseppe Verdi, al que siguieron bises de zarzuela y tango. Hubo mucho de celebración, por supuesto, con bastante de reivindicación, claro, y también de despedida, inevitablemente. Este domingo desde las 17, este concierto se podrá revivir a través de la página web del teatro Colón o en la pantalla gigante ubicada en Plaza Alemania (Scalabrini Ortiz 2602). A esa misma hora comienza la función que el cantante ofrecerá a beneficio de los refugiados de Ucrania.

Unánimemente considerado entre los mejores de su tiempo, a los 81 años Domingo se muestra perfectamente consciente de lo que puede y debe hacer sobre un escenario, donde a esta altura es evidente que no necesita demostrarle nada a nadie. Un programa articulado con inteligencia, una partner más que eficiente y un director que sabe acomodar la orquesta a la respiración de los cantantes, resultaron complementos ideales para un artista que tiene claro desde dónde debe partir y hasta dónde puede llegar. Aunque naturalmente su voz no es la de sus tiempos mejores, conserva mucho de ese color que la hizo inconfundible. Sin la profundidad de los barítonos naturales, el ex tenor cuida la emisión perfecta y la dicción encantadora. Y por sobre todo, muestra una importante presencia escénica. Por lo que se vio en el Colón, las acusaciones por acoso sexual y abuso de poder --en eso podría parecerse a muchos de sus personajes operísticos—no parecen haber hecho mella en esa forma de carisma.

La vida es una ópera

La primera gran ovación de la noche llegó tras el inicio de la orquesta con la obertura de I vespri siciliani. Desde el fondo del escenario, Domingo caminaba lento hacia el proscenio, como dejándose arropar por la tronante ovación de una sala colmada. Visiblemente emocionado por la bienvenida, respiró por algunos minutos el edulcorado aire de los aplausos hasta que con un sencillo gesto de su mano derecha ganó el silencio que le sirvió para cambiar el semblante dulce por uno heroico y empezar con “Nemico della patria”, el aria de Gerard en Andrea Chenier de Umberto Giordano. Enseguida, Siri cantó “La mamma morta”, de la misma ópera. Después Siri fue Violetta y Domingo hizo de Giorgio Germont, el padre de Alfredo, en “Madamigella Valery?”, del segundo acto de La Traviata, de Verdi. 

Lejos del fuego de un dúo entre amantes, la escena tiene una carga sensual que se acerca más al coloquio entre un propietario y su inquilino acordando el próximo aumento. Aun así, los cantantes lograron puntos de gracia para un buen cierre de la primera parte.

La pirotécnica obertura de El corsario de Hector Berlioz, que podría haber salido mejor, inauguró el segundo segmento del programa, que estuvo dedicado a la ópera francesa. Tanto, que terminó con Verdi. Después de un aria de Hamlet, de Ambroise Thomas, que Domingo resolvió con instinto de viejo lobo, llegó otro buen momento de Siri, con “Pleurez pleurez, me yeux”, aria de El Cid, de Jules Massenet. 

A la altura de lo que demandaba la noche, la uruguaya, que en mayo cantará el rol de Abigaille en una producción de Nabucco en Berlín, mostró que tiene mucho de lo que necesitan las buenas sopranos. Si bien por momentos su caudal de voz resulta excesivo y su vibrato algo frenético, Siri tiene un color de voz adecuado para este repertorio, puede usar la media voz con criterio expresivo y hasta es capaz de escuchar al que tiene al lado.

“Meditación”, un momento instrumental de la ópera Thaïs, con el eficiente Oleg Pishenin, concertino de la orquesta, como solista, sirvió de preludio para el final con otro dúo verdiano: “Udiste?... Mira, d’acerbe lagrime” de Il trovatore. Es un momento del cuarto acto, en el que la pobre Leonora, dispuesta a todo para salvar la vida de su amado Manrico, decide conceder su cuerpo al Conde de Luna. Feliz por la ofrenda, el poderoso traslada la culpa a su víctima, recordándole: “vos lo juraste”. Justo para uno de esos momentos en los que la ópera puede parecerse a la vida, Domingo llegaba sin demasiado resto vocal. Se limitó a poner la presencia escénica por sobre la voz, dejando todo el brillo para la soprano, que en su plenitud hizo todo bien, hasta cuando rechazó el beso del final.

Pasión ibérica

La ovación que desde el Paraíso se extendió a la platea con la misma intensidad exigió los bises de rigor, que llegaron por el lado de la zarzuela. “Amor, vida de mi vida”, de Moreno-Torroba, por Domingo, y una romanza de Los claveles, de José Serrano, por Siri, encendieron, con palmas y todo, la pasión ibérica del público. El célebre dúo “¿Me llamabas, Rafaeliyo?”, de El gato montés, de Manuel Penella Moreno, parecía el final de una noche celebrada. 

“No me puedo ir de acá sin cantar un tango”, puso el moño Domingo y ahí nomás, con los bandoneones de Nicolás Enrich y Horacio Romo y la guitarra de Joaquín Molejón, se largó con “Volver”. Apoyado en la baranda del podio del director, con poca voz e incluso olvidándose algún pasaje de la letra, el español se despidió ovacionado.

La del jueves fue también una noche mundana, por supuesto, en la que el target de la propuesta permitía presumir presencias rutilantes. Fotógrafos por aquí y por allá andaban a la caza de imágenes para ilustrar una noche que se anunciaba “paqueta” pero en el fondo resultó bastante “cachi”. Hubo muchos funcionarios municipales, algún periodista planero VIP y varios artistas de variedades. Y Mirtha Legrand, una habitué legítima del Colón, por cuyo palco bajo muchos desfilaron para la foto.