Es una mañana preciosa, se deja ver la primavera en las calles arboladas de una ciudad alemana de anchas avenidas. Almorzamos al sol: para entrar a cualquier restorán –estamos a mediados de marzo-- se requiere el pase sanitario, pero no en la vereda. Somos tres: una alemana, una española y yo. La española vive y trabaja en Alemania hace 20 años o más. La alemana –cuarenta años, bella, canosa, deportiva-- quiere saber cuál es el porcentaje de vacunados tanto en España como en Argentina. Se lo decimos. Le parece muy alto. Y, pasmada, pregunta:
–¿Cómo puede ser que los latinos sean más inteligentes que nosotros en esto?
La española, que conoce el paño, me mira y baja los ojos en obvio gesto de “no te ofendas”. Y después me manda un mensaje de texto que dice: “Ella cree que nos está elogiando, muchos no se dan cuenta, tienen interiorizado que ellos hacen las cosas mejor”.
Es casi mi bienvenida a Alemania. Y después de varios días me doy cuenta que, en efecto, no son todos, pero son muchos los sin filtro. “¿Cómo viven si llegan tarde a todos lados?”; “A tu novela acá le va a costar encontrar lectores porque la gente asocia lo irracional con el Tercer Reich, el alemán es muy racional”. Así lo dice alguien que vive en un país donde el 30 por ciento no quiere vacunarse, la mayoría por cuestiones irracionales. Estoy de gira promocional con novela recién traducida: después encuentro muchas personas que me ayudan, que no dicen barbaridades, que tiene amigos latinoamericanos, una de mis traductoras es puro amor, un lector emocionado me dice que tiene el final de libro pegado en su despacho, un taxista de amabilidad delirante que me lleva hasta la tumba de Nico, una de mis cantantes favoritas y santa personal, y me espera en medio del bosque y se preocupa (lo veo transpirar) cuando tardo mucho.
Con uno de esos amigos intensos que uno se hacen en viajes, alemán y tan gracioso que me hizo reír a los gritos en uno de los vagones “silenciosos” –alto pecado—esperamos nuestro tren en la terminal principal de Berlín y vemos llegar a los refugiados ucranianos que vienen de Polonia. En todas las estaciones de tren alemanas en las que estuve llegaban vagones repletos, sobre todo de familias jóvenes, con muchas valijas, agotados, los chicos de primaria, las mascotas. Mi amigo dice, mientras vemos a las familias vestidas con capas y capas de ropa, es evidente que se trajeron todo lo que pudieron: “Los ucranianos por supuesto no tienen la culpa, pero Polonia no quiso recibir a los refugiados sirios”. No necesita agregar más. Igual está contento, y es admirable, tiene razón, la organización y tranquilidad del personal que recibe a la gente que llega asustada y cansada: hay policías y trabajadores especializados que se distinguen por chalecos verde fluorescente (así los pueden ubicar los recién llegados) que muy rápido los llevan a hacer los trámites. Poco antes, en Noruega, un amigo que vive en Oslo me cuenta que llegó una notificación del colegio de sus chicos “sugiriendo” que compren pastillas de yodo por un eventual accidente nuclear. No temen tanto un ataque sino el bombardeo torpe a una central, un Chernobil 2022. “Hasta hace días pensaba ‘ya lo arreglarán’, aunque Noruega tiene frontera con Rusia. Pero ahora esta nota enviada desde el mismo colegio no me gustó nada”.
¿Y la covid? En Alemania los preocupaba porque en ese momento estaban en medio de un brote. En Noruega no existe: no hay restricciones de ningún tipo. “Algunos todavía llevan máscara”, me indica una editora como si hablara de una rémora de tiempos pasados. Yo solo vi a un guardia del museo Edvard Munch, un hombre de más de 60 años en una de las salas repletas del pintor insignia noruego, el autor de “El grito”: toda su tenebrosa obra está en un edificio desangelado de muchos pisos que parece un aeropuerto. El contraste de la arquitectura neo-rica con esa obra que explora la oscuridad a veces potencia el efecto de escalofrío pero también puede quitarle el poder de las tinieblas. A mi, por supuesto, me estimuló.
El pasaporte covid que luego piden en algunos países lo saqué en Francia. Cuesta casi 40 euros y se consigue en farmacias. Sin él, al menos hasta que regresé, no se podía hacer nada. Ni trenes (en Alemania si, por ejemplo, no lo piden en transporte público: cada país tiene sus reglas), ni bares ni restoranes ni museos ni nada. En Marsella veo una tímida protesta anti pase, apenas unas 30 personas. En Francia hubo muchos que pusieron el hombro a regañadientes pero la idea del pase resultó: lograron vacunar a muchos de los desconfiados, porque de verdad alguien no vacunado no puede tomar ni el subte. Aunque se esté de acuerdo, a veces resulta un poco violento: gente buscando el código en sus celulares, o gente que pierde el teléfono y luego tiene que reiniciar el trámite, o pantallas de teléfono rotas que no pueden ser leídas en el escaneo y bueno, de vuelta a casa.
Barcelona es relajarse, el idioma similar –cuando hablan en catalán—y la lengua propia cuando hablan en castellano. Las comidas tarde, cierto desorden. Casi nadie habla de la guerra y pocos de la covid: una amiga me dice “mira, aún no me contagié pero prefiero pasarlo y ya”. El uso de mascarillas es algo aleatorio aunque se mantiene en lugares cerrados. A diferencia de Alemania, donde usan los tests caseros a diario, aquí lo hacen solo en situaciones especiales, como la Navidad pasada, cuando se agotaron. Estaría bien tener tests caseros en Argentina: son sencillos y la trazabilidad en esta etapa, me parece, no es tan importante. Todos los que supe que dieron positivo se fueron a la cama porque se sentían mal y fueron responsables de salir ya negativos. Creo que acá lo serían también. En España estaban a punto de terminar con la cuarentena para los positivos sin síntomas, sin embargo, pero es opcional. Eso sí: tampoco es posible desprenderse de ciertos juicios dichos a viva voz. Cada quien, se sabe, emigra por motivos personales, respetables e incuestionables. Lo mismo sucede con quien decide no irse de su país, o no puede, o no tuvo las ganas, la voluntad o la oportunidad. Pero muchos inmigrantes argentinos insisten con venite, venite, venite y suelen decirle a cualquiera, sin que se les pregunte: “Yo no sé cómo hacen para vivir allá”. No sólo argentinos lo dicen, también se pronuncian así catalanes y españoles, “cómo puede ser un país tan rico que funcione tan mal”. Si perdés la paciencia y decís bueno, no se pueden ir 45 millones de personas, se ofuscan porque creen que se les cuestiona su decisión de elegir otro país para vivir. Y no es cuestionamiento. Es que hay decisiones que no son ligeras y la ligereza es una forma rara de estar a la defensiva y acusar, al mismo tiempo.
En una casa de cambio, un señor viene a comprar oro y se queja por el diez por ciento de inflación en España. Detrás suyo, dos evidentes argentinos sonríen con amargura. Cuando llego a Ezeiza hecha polvo, me entero de que hay dos horas de retraso en los taxis por un piquete en Puente 12. No me lo tomo con filosofía claro, pero el agotamiento lima todos los restos de malhumor y deja en un estado de sopor. Salgo, sin embargo, a sacarme la máscara y tomar aire. Se acerca un señor a ofrecerme taxi y le explico que ya pagué uno, estoy esperando.
--Tenés para horas.
--Me dijeron.
--Qué país –dice el taxista. --Son cuatro bolivianos de m… los del corte.
Esta columna no viene con moraleja. Son primeras impresiones de micro intolerancias y lo cotidiano en el manejo de crisis. Fotografías mentales de un primer viaje largo y lejos después de dos años pandémicos.