“El origen del dinero es siempre oscuro. Un magma en el que se entremezclan explotación, muerte, humillación, injusticia y sometimiento”, dice la tía Vita en una carta dirigida a su sobrina Lucrecia, una voz anarquista que irrumpe con una potencia inusual, atizada por la rabia contra el orden establecido. La sobrina recibe como herencia un tesoro enterrado en un jardín en el medio de La Pampa. En Derroche (Literatura Random House), María Sonia Cristoff emerge como una de las grandes saboteadoras de la literatura argentina, una escritora de una singularidad extrema en su modo de esgrimir una suerte de dialéctica de la apropiación y la expropiación de voces y géneros, como la escritura epistolar, la autobiografía, la crónica, las memorias de un chancho salvaje, el teatro y hasta la composición de canciones anarquistas panfletarias, que le permite expandir el desborde contra la autoridad y el boicot como gesto político subversivo.

Contra el trabajo

“Todos mis libros tienen al tema del trabajo en un lugar central, en todas mis novelas hay una o un protagonista que entra en crisis con su trabajo y pega un portazo, cambia de rumbo, huye como quien impugna. Pero en este caso en particular la que estaba en crisis con un trabajo -uno que no era mi trabajo de escritora más específico- era yo en mi propia vida. Me dieron entonces ganas de escribir algo contra el trabajo, unas ganas profundas a las que yo siempre presto mucha atención cuando escribo”, reconoce Cristoff, una autora que camina compulsivamente. La escritora, nacida en Trelew, en 1965, leyó muchos ensayos sobre el trabajo, hasta que dio con un libro que le “voló la cabeza”: Trabajos de mierda, de David Graeber, “un anarquista contemporáneo que plantea el absurdo de vivir en una sociedad en la cual se valora lo que él llama trabajos de mierda, que son todos aquellos que no aportan ningún bien social, trabajos inútiles y superficiales que para Graeber tienen siempre su mejor exponente en los abogados corporativos, y se desvaloriza todos aquellos trabajos que realmente son necesarios, que benefician a la sociedad, como los ligados a la educación, a la enfermería, a los traslados viales, a los cuidados, a la alimentación”.

En ese libro, cuenta Cristoff a Página/12, Graeber plantea que si “la mitad del trabajo que se hace podría eliminarse sin que eso tenga efectos nocivos sobre la productividad general, ¿por qué no redistribuir el trabajo restante y lograr que todo el mundo tenga un trabajo pero que sea solo de cuatro horas diarias, o de cuatro días a la semana? ¿Por qué no se desconecta la máquina global del trabajo?, se pregunta en un momento”. Además leyó “un libro extraordinario” de Martín Arboleda, Gobernar la utopía, que editó Caja Negra, “que se propone pensar una perspectiva en la cual el trabajo como forma de explotación sea reemplazado por el trabajo como una actividad productiva capaz de generar riqueza comunitaria”. Entre las lecturas sumó textos sobre la utopía y el anarquismo para pensar cuestiones de procedimientos narrativos, porque quería que la novela transcurriera gran parte fuera de Buenos Aires, y para construir el personaje de Vita. “Leí sobre anarquismo para encontrarle a ella una voz, una forma de decir. Leí sobre todo mucha prensa, porque es en las revistas y periódicos donde el discurso anarquista se va a esa zona de exacerbación y de vehemencia a la cual yo quería llegar para armar la voz de ese personaje, que es tan crucial”, revela Cristoff, autora de Mal de época, Inclúyanme afuera, Bajo influencia, Desubicados y Falsa calma, que da clases de escritura en la Universidad Nacional de las Artes (UNA) y en la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref).

Pampa Libre

-¿“Derroche” se te ocurrió caminando, como le sucede al personaje de Vita con una idea? ¿Todas tus novelas surgieron de tus caminatas?

-No sé si surge, más bien diría que lo que escribo se va armando en mis caminatas. Siempre necesité el gesto de salir del escritorio, de cambiar de ángulo literalmente hablando, de tomar distancia de la proximidad estrechísima que se me empieza a generar con los materiales, y no hay nada que me haga más feliz que cambiar esos ángulos o tomar esa distancia caminando. Algo se me organiza. Y no porque salga decidida “a pensar”, sino que ese mismo aire, esa misma distracción que supone la caminata, hace que muchas veces vuelva al escritorio y encuentre que algo se resolvió sin que siquiera haya tenido que pensarlo al modo hiper racional: más bien se destraba, ocurre.

-En la zona de la novela “Cuadernos de infancia”, ¿hasta qué punto le prestaste a Vita impresiones, sensaciones y sentimientos de tu propia infancia y adolescencia en los años 70 en Trelew, antes y durante la dictadura cívico militar?

-¡Touché! Hasta el punto de lo autobiográfico absoluto, tengo que admitirlo. No porque esa haya sido la situación concreta en mi casa, pero sí fueron tal cual esos miedos, ese terror de que un proyecto liberador y esperanzador como el que estaba en el ambiente pueda venir a ser masacrado, como de hecho ocurrió. Fue así en el Trelew de mi infancia, tengo de hecho un par de textos escritos al respecto, y fue así en La Pampa en la que transcurre la infancia de Vita, unos cincuenta años antes que la mía. De hecho, para pensarla a ella como personaje, me inspiré en el periódico Pampa Libre, que fue la expresión escrita de un polo anarquista importantísimo que existió en General Pico a principios del siglo XX. En Derroche, los padres de Vita forman parte activa de ese movimiento hasta que son traicionados y vencidos. Y de esa experiencia, que Vita atraviesa de niña y que cuenta en ese capítulo que mencionás, “Cuadernos de infancia”, escrito al modo de una autobiografía, surge su descreimiento, su coraza, su ironía, su necesidad de inventar modos alternativos en solitario.

-Hay una zona de “conversaciones” en la novela, donde se accede a algunas charlas de Lucrecia. ¿Por qué te interesa trabajar la conversación como si fuera, en verdad, un monólogo?

-Me interesan las voces porque me interesa construir personajes a partir de ahí. De hecho, no hay nada muy revelador en lo que ella dice en esos pasajes, nada muy importante a nivel de la trama, quizás con la excepción de la conversación que tiene con su primo en la que intenta averiguar cómo sería cavar un foso en plena Pampa, pero sí hay mucho que el lector puede deducir a partir del personaje de Lucrecia mientras ella habla. Me interesan esos lectores y lectoras activos, que no se dejan llevar por lo que tienen sobre el tapete, sino que están sacando conclusiones permanentemente. Y además, detalle nada menor, creo que la conversación toma a una sola de las partes involucradas, toma la forma del monólogo, porque aborrezco los diálogos en narrativa. Los prefiero para el teatro, o para el cine.

Extractivismo vital

-Hay un pequeño homenaje a Gwen Barter, que a fines de los años 50 participó de sabotajes a cazadores. ¿Qué te interesa de la figura de la saboteadora, una figura que, por cierto, aparece también en tu novela “Inclúyanme afuera”?

-En esa canción que secretamente homenajea a Gwen Barter, además, se produce el clic fundamental en Lucrecia, que es otro de los tres personajes centrales de la novela. Ese recital al que Lucrecia asiste un poco a regañadientes, un poco para cumplir con sus nuevos conocidos pampeanos, funciona como un rito de pasaje. Después del contacto con esa banda de música, y fundamentalmente con el jabalí que es la estrella, ella nunca podrá, como en principio cree, volver a la ciudad y a su trabajo rutilante, por decirlo en términos de Vita, y ser la misma. Para escribir ese capítulo, leí mucho acerca de rituales de pasajes, acerca de sus protocolos, sus momentos, sus funciones. Ese registro del ritual de pasaje, un modo de la narración etnográfica, es otro de los tantos formatos con los que juega la novela. Y me pareció que en el punto cúlmine de un momento crucial en la transformación de Lucrecia como es el de esa canción en ese recital, era importante que apareciera la figura de una saboteadora que tal cual, como decís, ya está presente también en Inclúyanme afuera, un figura que me fascina por tener una visión crítica ante las cosas del mundo y, en paralelo, por tener un modo vital e imaginativo de ponerla en acto, de no quedarse solamente en el modo murmullo crítico. Acá en Derroche, ese lugar de la saboteadora no es el de Lucrecia, sin embargo, sino el de su tía Vita que finalmente, con todos los conflictos del caso, es su inspiradora.

-¿Cómo se vincula el “extractivismo vital” que denuncia Lucrecia, hacia el final de la novela, con el extractivismo de los recursos naturales?

-Muy estrechamente se vinculan; son distintas caras del mismo capitalismo salvaje. A mí se me ocurrió ese sintagma del “extractivismo vital”, que es el sintagma central en el Telegrama de Renuncia que escribe Lucrecia, porque en el discurso público es bastante frecuente escuchar hablar de extractivismo de recursos naturales, y de no ligarlo para nada al cansancio tremendo que domina la vida de la mayoría de las personas en el mundo contemporáneo. El agobio que está en el aire tiene que ver con las posibilidades vitales que el sistema capitalista nos succiona, tiene que ver con el tiempo libre que no tenemos, con la imposibilidad de sociabilizar que esa falta de tiempo libre conlleva, con la soledad como efecto inevitable, con vidas obedientes que destierran el juego y la risa. En ese libro que te mencionaba antes, Gobernar la utopía, de Martín Arboleda, hay citas recurrentes a una filósofa contemporánea británica que se llama Kate Soper, que plantea el concepto de “hedonismo alternativo” para pensar el imaginario político de una sociedad futura, un hedonismo que sea capaz, dice, de rescatar nuestra libido, de activar la capacidad de disfrute que todos tenemos, aunque no nos acordemos, doblegados por el trabajo y las obligaciones como estamos, una capacidad de disfrute que podría ser activada por culturas del trabajo y por modos de vida menos apurados, menos consumistas. Y esto lo plantea como un plan de gobierno institucional, como un elemento a tener en cuenta en una planificación política y económica posible; no estoy hablando de un sueño hippie o de un hedonismo superficial, ese tipo de hedonismo que es funcional a los sistemas que odiamos. Esto está planteado a su manera en El derecho a la pereza de Paul Lafargue, un texto extraordinario del siglo XIX en el cual él, que como sabemos era el yerno de Marx, analiza en clave satírica los males que le veía al capitalismo, ya entonces habla del trabajo como un freno a las pasiones, ya habla de la necesidad de limitar las jornadas laborales, ya habla en contra de los economistas que predican la religión de la abstinencia, ya reivindica a autores como Rabelais y Cervantes y Quevedo, y a todas las grandes fiestas y comilonas que aparecen en sus textos, ya propicia esos excesos, que es un poco el espíritu del derroche, del potlatch, del disfrute.

-¿Cómo fue la experiencia de escribir canciones que comparten ciertos tópicos como el derecho a la pereza, una evocación a la FAT o contra los trabajos de mierda?

-Una de esas canciones está inspirada precisamente en ese texto de Lafargue. Si algo provoca el hecho de ponerme a escribir es derivarme constantemente a lecturas, es como una escritura en diálogo la mía, siempre conversando con textos de otros a los que me remite lo que voy diciendo, y así es que después esas lecturas forman parte indisoluble de mi escritura, es algo que no quiero dejar en las bambalinas sino exponer, cosa que es muy evidente en Inclúyanme afuera, donde la novela aparece interrumpida por notas mías a esas lecturas, y acá en Derroche quería hacer ingresar esos textos pero de otro modo, y ese otro modo fueron las canciones, un género que estaba muy en el aire por un lado porque en la novela hay una banda musical que tiene una importancia central, y por otro lado porque en mis indagaciones con el anarquismo di con el cancionero anarquista, que me fascinó. Me pasé las tardes cantando a voz en cuello esas canciones de época, con esas letras totalmente panfletarias que me encantan, porque tengo en gran estima al panfleto como género. Escribí esa canción a partir del libro de Paul Lafargue, y escribí otras canciones a partir de los textos de David Graeber, Bifo Berardi, Vivian Abenshushan, Silvia Federici, y otra también acerca de ese manifiesto magnífico que es la Declaración de la Fundación de Alergia al trabajo, la FAT, que llevaron adelante en los noventa Christian Ferrer, Guido Indij y Osvaldo Baigorria, una movida en la que se mezcla la crítica con el humor, y que por eso me gusta tanto. Me desespera que el sentido crítico y las reivindicaciones excluyan el sentido del humor.

Sintonía con lo animal

-“Derroche” es una novela que podría inscribirse en el animalismo. ¿Te interesa que la literatura se anime a explorar la relación entre los humanos y los animales?

-Vengo leyendo sobre la cuestión animal hace mucho porque encuentro ahí precisamente una vía para pensar los mundos alternativos que me obsesionan, otro modo de pensarnos en tanto humanos, un modo más humano de pensarnos en relación a las otras especies de las que dependemos, en relación a esta experiencia tan rica y extraña que es la vida. En todos mis libros, de hecho, los animales tienen un lugar preponderante: empecé a leer sobre este tema con el segundo que publiqué, un libro que salió a principios del 2000, Desubicados, que transcurre durante un día de tormento de una narradora agobiada por la vida en la ciudad mientras deambula por el zoológico de Buenos Aires. Para escribir ese libro leí cosas tremendas, del tipo Agamben, Heidegger, Roberto Espósito, Derrida, leí filosofía quiero decir, textos que por momentos se me volvían oscurísimos y de los que saqué, algunas claves para entender la experiencia humana desde otra óptica, una menos etnocentrista. Y también leí infinidad de otros textos ya más literarios, como los de Coetzee, Di Benedetto, Maeterlinck, Ackerley, Peter Hoeg, Patricia Highsmith, siempre libros que van sumando capas a esas hipótesis de ruptura con la doxa a partir de lo animal, y ahora estoy fascinada con Vinciane Despret, que hace poco editó Cactus. La cuestión de pensarnos en sintonía con lo animal me parece central para pensar ese cambio de paradigma que obsesiona a todas las protagonistas de mis novelas.